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A Audrey le gustó el detalle. Pero, más que nada, le agradaba su mentalidad. Había leído dos de sus libros y le encantaban. Su otro autor preferido era Nicol Smith, el explorador y escritor por el que Charles sentía auténtica veneración. Por la tarde se pasaron mucho rato hablando de él. Charles le habló de Java, de Nepal y de la India.

– Todos los sitios adonde tú jamás quisieras ir -le dijo Audrey a Vi mientras ésta soltaba un gruñido de desprecio.

– No acierto a imaginar qué puede haber de interesante en estos lugares -dijo Vi-. A mí me parecen horrendos.

Audrey miró sonriente a su amigo y, en aquel momento, apareció James, vestido con una chaqueta blanca de hilo que acentuaba el moreno de su piel y realzaba su cabello negro y sus ojos verdes.

– ¿Te estaba diciendo alguna grosería, Aud? -preguntó James, sirviéndose una copa de champán y unas tapas-. Estás preciosa esta noche, lady Vi -añadió, mirando a su mujer-. Siempre tendrías que vestir de blanco, querida.

La besó suavemente en los labios, se comió una seta rellena y se volvió a mirar a Audrey.

Era muy agradable tenerla con ellos, pensó, y ahora que había llegado Charles, se lo iban a pasar todavía mejor. Más tarde, los cuatro se fueron a cenar a un pequeño restaurante de Cannes. Bebieron demasiado vino y se pasaron todo el rato riéndose mientras se dirigían a Juan-les-Pins donde alguien daba una fiesta de la que no se marcharon hasta pasadas las dos. Luego se fueron a otra fiesta en Cap d'Antibes y regresaron a casa a las cuatro, algo menos bebidos que antes y dispuestos a no acostarse para así poder contemplar la salida del sol. James descorchó otra botella de champán al llegar a casa y se la bebió casi toda él solo. Lady Vi se quedó dormida en el sofá hasta que, al fin, James la tomó en sus brazos y se la llevó al piso de arriba entonando una incongruente canción. Dos horas después, cuando el sol empezó a asomar por el horizonte, Audrey y Charles se encontraban todavía solos en la galería.

– ¿Qué te ha traído de verdad aquí? -le preguntó él, mirándola muy serio.

Llevaban dos horas conversando sobre los temas que más les gustaban: los viajes a los más lejanos rincones del mundo, el verano en Cap d'Antibes, sus amigos Vi y James… Pero, ahora, Charles la miró muy serio, preguntándose quién sería de verdad, cosa que Audrey también se preguntaba con respecto a él. Era curioso que el destino les hubiera llevado allí a los dos simultáneamente.

Audrey decidió ser sincera con él.

– Necesitaba alejarme.

– ¿De qué? -La voz de Charles era como una caricia bajo la dorada luz del sol naciente. Sin embargo, él pensaba que Audrey habría huido de algún hombre. A su edad, ya hubiera podido estar casada-. ¿O mejor debo preguntar de quién? -añadió sonriendo.

– No -contestó ella, sacudiendo la cabeza-. No es eso… Puede que necesitara huir de mí misma y de las responsabilidades que me impongo.

– Eso parece una cosa muy seria -dijo Charles sin dejar de mirarla. Sentía unos deseos locos de besarla en los labios y acariciarle el largo y elegante cuello con sus dedos, pero reprimió el impulso, por lo menos, de momento.

– A veces, es muy seria -dijo Audrey, lanzando un suspiro-. Tengo un abuelo a quien amo con todo mi corazón y una hermana que me necesita mucho.

– ¿Acaso está enferma? -preguntó Charles, frunciendo el ceño.

– No -contestó ella, asombrada-. ¿Por qué lo preguntas?

– Por tu forma de referirte a ella.

Audrey sacudió la cabeza, mientras contemplaba el mar. Pensó en Annabelle y recordó lo que Harcourt le había dicho.

– Es muy joven y creo que yo la he mimado demasiado. Hubiera sido muy difícil no hacerlo. Perdimos a nuestros padres cuando éramos pequeñas y yo la crié.

– Qué extraño -dijo Charles con expresión perpleja.

– ¿Por qué dices eso?

– ¿Cuántos años teníais cuando vuestros padres murieron…? ¿Fallecieron los dos a la vez? Audrey asintió en silencio.

– Yo tenía once y mi hermana tan sólo siete… Fue en Hawai. Murieron ambos en un naufragio. -Aún sufría al recordarlo-. Entonces, nos fuimos a vivir con nuestro abuelo al continente y yo me dediqué a llevar la casa y a cuidar a mi hermana…, tal vez demasiado; por lo menos, eso dice su marido. – Audrey miró candorosamente a Charles-. Dice que yo tengo la culpa de que no sepa hacer nada, y puede que sea cierto. Sostiene que sólo sirvo para comprar cortinajes y contratar y despedir criadas -añadió en tono pretendidamente jocoso, aunque inmediatamente se le llenaron los ojos de lágrimas-. Me puse a pensarlo y comprendí que tenía mucha razón. Fue entonces cuando decidí alejarme durante algún tiempo… y vine aquí.

Apartó el rostro, pero Charles le tomó una mano.

– Lo comprendo.

– ¿De veras? -preguntó Audrey con ojos llorosos-. ¿Cómo es posible?

– Porque mi vida no ha sido muy distinta de la tuya. En lugar de un abuelo, yo tuve que cuidar de un tío y una tía durante mucho tiempo. Pero ahora han muerto también. Mis padres fallecieron en un accidente, cuando yo tenía diecisiete años y mi hermano doce. Vivimos con nuestros tíos de Norteamérica durante un año, y lo pasamos muy mal. Tenían buena intención, pero no nos comprendían -añadió suspirando mientras apretaba casi imperceptiblemente la mano de Audrey-. Me consideraban demasiado atrevido para mi edad, demasiado independiente y descarado en comparación con mi hermano que no lo era en absoluto. Él quedó traumatizado por la muerte de nuestros padres y, además, nunca gozó de mucha salud.

»Cuando cumplí los dieciocho años, nos fuimos. Regresamos a Inglaterra y yo trabajé en lo que pude… -se le hizo un nudo en la garganta y Audrey se conmovió-. Él sólo vivió otro año. Murió de tuberculosis a los catorce años. -Charles miró a Audrey con tristeza-. Siempre me he preguntado si eso se hubiera podido evitar de habernos quedado en los Estados Unidos. Ahora mismo él podría estar aquí si no…

– No digas eso, Charles. -Audrey extendió una mano sin pensarlo y le acarició dulcemente la mejilla-. Estas cosas no se pueden controlar. Yo siempre me sentí responsable de la muerte de mis padres. Pero eso es absurdo, la vida no se puede controlar. Charles asintió en silencio. Era la primera vez que se sinceraba con alguien. Apenas conocía a Audrey, pero le parecía una muchacha afectuosa y comprensiva. Se sintió atraído por ella desde el primer día que la vio. Hubiera querido contarle todos los detalles de su vida, hablarle de Sean, el hermano que perdió…

– Fue entonces cuando empecé a viajar. Después me matriculé en la universidad, pero no podía concentrarme en los estudios. Todo me recordaba a mi hermano, todo el mundo tenía un hermano de su edad. A veces, veía algún niño por la calle que se le parecía. Quería irme a algún sitio donde no recordara a nadie. Y me fui al Nepal y más tarde a la India. Más adelante, pasé un año en el Japón y, a los veintiún años, escribí mi primer libro, me enamoré de esta actividad y la convertí en mi medio de vida.

– Pues lo haces muy bien -dijo Audrey, mirándole a los ojos.

Le halagaba que él hubiera sido tan sincero con ella y se compadecía de sus sufrimientos. De repente, se preguntó qué sentiría si muriera Annabelle y, de sólo pensarlo, se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Los viajes son ahora toda mi vida -le confesó Charles mirándola casi con remordimiento.

– No hay nada de malo en ello -dijo Audrey exhalando un suspiro bajo los cálidos rayos del sol mañanero-. En realidad, te envidio. Mi padre recorrió todo el mundo y siempre pensé que a mí me gustaría hacer lo mismo.