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– En tal caso, ¿por qué no lo haces?

– ¿Y Annabelle? ¿Y el abuelo? ¿Qué sería de ellos?

– Seguramente, se las arreglarían muy bien.

– Ya veremos. Por eso hice el viaje.

– Cap d'Antibes no es precisamente un lugar muy exótico que digamos, amiga mía.

– Lo sé -dijo Audrey. Ambos se echaron a reír-. Pero, si ellos sobreviven a mi actual ausencia, puede que un día me anime a ir a sitios más lejanos.

– Tendrías que ir ahora. Más adelante, te casarás y ya no tendrás ocasión. Audrey sonrió, pensando que no era probable que esto ocurriera.

– No creo que corra mucho peligro en este sentido.

– ¿Hay algo que yo no sé? ¿Alguna maldición familiar? ¿Algún horrible detalle que me has ocultado?

Audrey soltó una carcajada y sacudió la cabe2a, agitando su cobriza melena.

– No, es que me parece que no estoy hecha para el matrimonio.

– Sin embargo, acabas de decirme que llevas la casa de tu abuelo desde hace quince años. ¿No lo consideras un entrenamiento suficiente?

– Sí, pero yo no estoy casada con él. Si he de serte sincera – añadió Audrey-, los hombres que he conocido no me atraían demasiado.

– ¿Por qué?

Charles se sentía fascinado por ella y por todo cuanto hacía, decía y pensaba. Jamás había conocido a una mujer igual.

– Me causan un aburrimiento mortal. Como mi cuñado, por ejemplo. Tienen ideas preconcebidas sobre lo que deben o no deben hacer las mujeres. Según él, las mujeres no deben discutir de política y ni siquiera pensar en ella. Tienen que servir el té, trabajar para la Cru2 Roja, salir a almorzar con las amigas. En cambio, las cosas que realmente me interesan son tabú. La política, los viajes…, recorrer medio mundo, a ser posible con mi cámara fotográfica.

– ¿Te gusta la fotografía? -Audrey asintió con entusiasmo-. Apuesto a que lo debes de hacer muy bien.

– ¿Qué te induce a suponerlo? -preguntó Audrey, asombrada.

– Eres sensible, probablemente muy observadora. Hace falta una mentalidad especial para ser un buen fotógrafo, un ojo muy agudo y un cerebro muy ordenado.

– ¿Y yo soy culpable de todo eso? -preguntó Audrey, riéndose-. En casa se limitan a llamarme solterona.

– Qué estúpidos -dijo Charles, enojándose de repente-. Lo malo es que cuando alguien no se adapta al molde, la gente no lo comprende. En cierto modo, yo tengo el mismo problema. No quiero casarme con la primera que encuentre… Nunca quise hacerlo, y menos después de… -Audrey comprendió que estaba pensando en Sean-. La vida es demasiado corta y efímera. No quiero desperdiciarla, haciéndome pasar por lo que no soy.

– ¿Y qué es lo que no eres? -preguntó Audrey, picada por la curiosidad.

– No soy un hombre capaz de sentar la cabeza fácilmente. Llevo la aventura en la sangre. Me encanta lo que hago. Y no hay muchas mujeres dispuestas a comprenderlo. Dicen que sí al principio, pero después te exigen que te quedes en casa. Es como encerrar un león en una jaula. Muchos lo intentan, pero después no saben qué hacer con él. Yo nací para vivir libre. Me encanta este tipo de vida. Me temo que no es fácil domesticarme. -Charles esbozó una encantadora sonrisa y a Audrey le dio un vuelco el corazón. Era un hombre maravilloso y conmovedor, y ella le comprendía perfectamente-. Tampoco estoy muy seguro de que me gusten los hijos, y ése es otro inconveniente. Casi todas las mujeres quieren tener dos o tres. – Audrey no se atrevió a preguntarle por qué, pero él se lo dijo de todos modos-. Después de lo de Sean, pensé que jamás querría volver a amar a una persona tanto como a él. Era como si fuera mi hijo y no mi hermano, y no puedo soportar su pérdida. -Los ojos de Charles se llenaron de lágrimas, pero él no trató de disimularlas-. No podría resistir querer de esta manera a mis hijos y perder después a uno de ellos. Es más seguro seguir como estoy. Debo confesar que soy muy feliz – se enjugó una lágrima de la mejilla y miró a Audrey con expresión agridulce-. Eso, a los amigos les ataca los nervios… Violet no puede resistir la tentación de presentarme a todas sus amigas. Desde luego, mi vida resulta muy animada cuando vengo por aquí -vaciló un instante y luego preguntó, acariciando una mano de Audrey, apoyada en la suya-. ¿Y tú, amiga mía? ¿No quieres casarte algún día?

Audrey ya casi había perdido la esperanza, pero no le importaba.

– Hay que renunciar a tantas cosas. Nada de lo que a mí me gusta encaja con un matrimonio convencional.

– ¿Y los hijos?

– Ya tengo a Annabelle -contestó ella, lanzando un profundo suspiro. Era lo que realmente pensaba; tenía una hija, aunque no la hubiera dado a luz-. Y también un hijito…, y el abuelo. No necesito hijos propios.

– Sin embargo, no se puede vivir a través de la existencia de otras personas. Te mereces algo más que eso. Hay demasiadas cosas en ti que pugnan por salir a la superficie.

– Y tú, ¿cómo lo sabes? -Era como si Charles hubiera intuido con toda exactitud quién era ella-. Tú eres feliz tal como estás. ¿Por qué no puedo serlo yo?

– Porque yo hago exactamente lo que quiero, y tú no. ¿O sí?

Charles apretó con fuerza su mano y la joven comprendió que tenía razón. Sacudió la cabeza. Cumplía con su obligación y hacía todo cuanto podía por las personas a las que amaba, pero no era lo que hubiera deseado hacer.

Esbozó una sonrisa filosófica, consciente de que su amistad con Charles iba a ser duradera.

– Tienes razón, pero, de momento, no puedo obrar de otro modo. Lo único que puedo hacer es disfrutar de este verano y regresar a casa cuando llegue la hora.

– ¿Y después? ¿Qué parte de tu vida estás dispuesta a sacrificar?

– Supongo que toda -contestó Audrey con voz entrecortada-. No puedes dar sólo una parte.

Charles lo aprendió con Sean y por eso temía tanto volver a querer a alguien a tout jamáis, como decían los franceses, con todo el corazón. Llevaba quince años sin amar así y, de repente, había surgido una mujer que parecía comprender todos los entresijos de su alma, tal como él comprendía los de ella. No la buscó y no estaba seguro de que le gustara haberla encontrado. Pero allí estaba, con el lustroso cabello cobrizo iluminado por el sol naciente.

– Mira, ignoro por qué nos hemos conocido, pero creo que me estoy enamorando de ti.

Audrey no estaba preparada para oír esas palabras, y le dio un vuelco el corazón, que casi pareció querer escaparse de su pecho para volar a los pies de Charles. -Yo…, no sé…, es que… -Al no encontrar las palabras, se limitó a asentir en silencio. Charles lo comprendía todo: Har-court, Annabelle, el abuelo, sus ansias de ver el mundo, de vivir, de ser libre y de tomar fotografías, el sueño distante de poder compartirlo todo con alguien; súbitamente, los caminos de ambos se habían cruzado, pero sólo por unas horas o unos días-. Yo creo que también me he enamorado de ti -balbuceó por fin.

Estaba aturdida y se sentía indefensa por primera vez en su vida. Se inclinó hacia Charles y éste la estrechó en los brazos con tanta fuerza que casi la dejó sin resuello. No cabía duda de que estaba enamorada, pensó mientras él le besaba el cabello.

Cuando levantó los ojos para mirarle, él la besó en los labios como jamás había besado a otra mujer.

En realidad, era una locura. La víspera apenas se conocían y ahora se habían enamorado. Mientras regresaban lentamente al interior de la casa, él le rodeó los hombros con un brazo. Audrey pensó que aquella noche había llegado a un punto decisivo de su vida y que ésta ya nunca podría ser igual a partir de aquel instante.

– Audrey -dijo Charles, de pie ante la puerta del dormitorio de la joven-, tú y yo nos parecemos mucho.