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Nunca pensó que pudiera encontrar a una mujer como ella.

– Es curioso, ¿verdad? -observó Audrey.

El hecho le parecía maravilloso y, al mismo tiempo, injusto. Veía en el joven todo lo que más quería, pero, en cuestión de días, le perdería para siempre.

– ¿Cuánto tiempo te vas a quedar en Antibes? -preguntó casi en un susurro.

– Todo el que pueda.

Ambos se miraron largo rato a los ojos. Después, asintiendo en silencio con la cabeza, Audrey entró en su dormitorio.

CAPITULO VI

Pasó otro idílico fin de semana y Charles aún seguía en casa de Vi y James. Los cuatro se divertían como niños en Antibes. Iban juntos a todas partes, pero Audrey y Charles se las arreglaban para permanecer a solas algún tiempo cada día. Ella se iba siempre a tomar fotografías a alguna parte y Charles procuraba acompañarla. Desde su llegada, parecía que ambos no hubieran hecho sino explorarse mutuamente. Cualquiera hubiera dicho que se conocían de toda la vida.

Mientras Audrey enfocaba una vieja casa de la pequeña localidad de Eze, Charles la contempló con admiración. Había visto sus fotografías y sabía los prodigios de que era capa2 con la pequeña Leica que llevaba consigo a todas partes y que tan a menudo utilizaba.

– Algún día, me gustaría trabajar en un libro contigo, Aud. ¿Qué te parecería?

Audrey tomó otras dos fotos y después se volvió a mirarle y le fotografió con una expresión de asombro en el rostro.

– ¿Lo dices en serio, Charles? -preguntó.

En pocos días, había cambiado. Se la veía más madura y relajada y sus ojos tenían un aspecto distinto. Vi lo comentaba constantemente con James, el cual insistía en que no ocurriría nada. Charles no era partidario del matrimonio. Llevaba muchos años diciéndolo. Sin embargo, estaba claro que se había enamorado locamente de la chica.

– Pues claro que lo digo en serio. Tus fotografías son fantásticas. Mucho mejores de lo que yo escribo.

– Lo dudo. -Audrey se rió de la modestia de Charles. Luego, acercándose a él, le preguntó-: ¿Te apetece almorzar?

Vi y James les habían preparado una enorme cesta con comida y la abrieron en la ladera de la montaña, rodeados de flores silvestres con las murallas de Eze a sus espaldas y el Mediterráneo a sus pies. Era un panorama tan pintoresco que Audrey se preguntó si su Leica podría captarlo en todo su esplendor. Se tendió en la hierba apoyada en un codo y miró al joven con una manzana en la mano y una sonrisa en los labios.

– Soy muy feliz aquí, Charles -comentó Audrey.

– ¿De veras? -dijo él-. ¿Y cuál crees tú que es el motivo? -preguntó, inclinándose para besarle la punta de la nariz-. ¿Se te ha ocurrido pensar que yo también lo soy? Más feliz de lo que jamás he sido en toda mi vida.

Audrey le miró emocionada mientras él la besaba en los labios.

– ¿Qué haremos cuando llegue el instante de regresar? Estaba preocupada por eso. Tarde o temprano deberían poner fin al idilio, y ella se angustiaba de sólo pensarlo.

– ¿Y eso quién va a decidirlo, Cenicienta? ¿Cómo podemos saber cuándo llegará ese momento?

– Yo tengo que tomar el barco el catorce de septiembre.

Para volver por donde había venido. A sus responsabilidades y a sus deberes, junto a Annabelle, que ya empezaba a notar las molestias del embarazo. Su última carta estaba borrosa a causa de las lágrimas que cayeron sobre el papel mientras escribía, y Audrey sentía remordimientos.

– ¿Es una decisión irrevocable?

– No -contestó Audrey, exhalando un suspiro-. Pero tú sabes que tengo que volver.

– ¿Por qué?

– Lo sabes muy bien.

– No, no lo sé.

Charles quería poner a prueba sus sentimientos. Desde hacía unos días, le rondaba una idea por la cabeza, pero no se atrevía a exponérsela por temor a la reacción de la muchacha. Sin embargo, si pudiera convencerla, la vida de ambos cambiaría por completo.

– Charles -dijo Audrey, mirando a su amigo con una insólita expresión de amargura.

Se pasaban el día riendo, tomando champán y acudiendo a fiestas en compañía de Violet y James, pero sólo durante las pequeñas excursiones que emprendían juntos tenían ocasión de abrirse sus corazones mutuamente.

– ¿Por qué estás triste, mi amor? -preguntó Charles, tendido a su lado sobre la hierba con el cuerpo casi en contacto directo con el de la joven.

Audrey sentía por Charles cosas que jamás hubiera imaginado; sin embargo, él no quería acosarla. En aquel instante, la miró con ternura, mientras le cosquilleaba una oreja con una flor de color púrpura que acababa de arrancar.

– No intentes convencerme de que no vuelva a casa. No puedo aplazar el regreso -dijo Audrey.

– ¿Por qué no?

– No sería justo que lo hiciera.

– ¿Para quién?

– Para el abuelo. Sé lo que pensó cuando me fui, y quiero demostrarle que estaba equivocado.

– ¿Sobre qué? -preguntó Charles, perplejo.

– Creo que experimentó una sensación de deja vu -le explicó Audrey-. Temía que yo hiciera lo mismo que mi padre y le prometí que no lo haría. Ahora, no puedo hacerle eso.

– No lo entiendo -dijo él, rozando los labios de la muchacha con los suyos.

Audrey tuvo que hacer un esfuerzo por concentrarse en lo que decía.

– Mi padre se fue y nunca volvió. Por lo menos, con carácter permanente. Prometió hacerlo, pero sus impulsos viajeros fueron más fuertes que sus promesas. Estaba demasiado enamorado de los lugares que visitaba, de las gentes que conocía y de las aventuras que vivía.

Audrey le recordaba como al hombre más atractivo y romántico que jamás hubiera visto. Miró a Charles y pensó que se le parecía mucho.

– ¿Y tan terrible es eso?

Charles comprendía muy bien aquellos anhelos porque él llevaba quince años viviendo igual. La única diferencia era que a él no le esperaba nadie en ningún sitio. A ningún ser humano le importaba un bledo dónde estuviera, exceptuando los amigos como Violet y James. Nadie derramaba lágrimas cuando se iba ni esperaba su regreso con ansia. En cierto modo, envidiaba a Audrey. Le hubiera gustado tener una esposa sólo por eso. Pero por lo demás…

– No puedo hacerle esta mala jugada -dijo Audrey en vo2 baja.

– ¿Y tú? ¿Puedes abandonar tus sueños, Aud?

– Éste es mi sueño -contestó ella-. Mucho más que mi sueño, en realidad.

– No es eso lo que me dijiste cuando nos conocimos.

– ¡Pues lo es! -Audrey se ruborizó, tratando de recordar lo que dijo la noche en que ambos permanecieron levantados hasta el amanecer, contándose sus sueños y sus vidas.

– Dijiste que querías ver lugares exóticos…

Audrey extendió los brazos para abarcar la impresionante belleza de aquella ladera montañosa, en pleno corazón de los Alpes Marítimos.

– ¿Y bien?

– Eso no es lo que tú soñabas… Me parece recordar que estuvimos hablando del Nepal.

Charles bromeaba y quería ponerla en un aprieto, aunque sin exagerar. Era hábil en eso, pero ella no le iba a la zaga.

– Eso me basta. De momento.

– Tendré que irme dentro de unos días, ¿sabes, Aud? -dijo Charles súbitamente. Era la primera vez que Audrey le oía hablar de su partida. Se lo quedó mirando con los ojos abiertos de par en par. El idilio tocaba a su fin. Sabía que ello iba a ocurrir, pero no había pensado que fuera tan pronto-. Tengo que escribir un reportaje para el Times de Londres.

– ¿Ahora? -preguntó Audrey en tono asustado.

– Muy pronto.

– ¿Adonde irás?

– A Nankín, Shangai, Pekín…

– Dios mío -exclamó Audrey, tratando de sonreír pese a que la felicidad se había alejado repentinamente de su lado-. Qué sitios tan exóticos, ¿verdad?