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– Ojalá me pudieras acompañar -dijo Charles, asintiendo con la cabeza.

– Qué más quisiera yo. Las palabras de Audrey eran completamente sinceras. Aquel viaje, le parecía mágico y fabuloso, pero no podía formar parte de su vida. Por lo menos, de momento.

– Podrías tomar unas fotografías extraordinarias en un viaje como éste. Entre otras cosas.

– ¿Cuándo te vas? -preguntó Audrey, extendiendo instintivamente una mano para razar la de Charles.

Permanecieron inmóviles con las manos unidas bajo el cielo estival, sintiéndose íntimamente muy próximos a pesar del poco tiempo que llevaban juntos.

– No lo sé. Primero tengo un trabajo que hacer en Italia y luego quería tomar el Orient Express en Venecia.

Audrey cerró los ojos al escuchar esas palabras y dos lágrimas le rodaron lentamente por las mejillas cuando los volvió a abrir.

– Eres un hombre afortunado.

– No, no es cierto -dijo Charles, sacudiendo tristemente la cabeza-. La mujer a quien amo estará a medio mundo de distancia… ¿O no es ello cierto?

Comprimió con fuerza la mano de Audrey y ésta se incorporó. Tendría que comportarse como una persona adulta. De nada serviría llorar por lo que no podía tener. Y a Charles no podía tenerle. Hubiera sido absurdo engañarse.

– ¿Por qué no vienes después a San Francisco? -le preguntó Audrey sonriendo.

– ¿Así, sin más? Oyéndote a ti, todo parece muy fácil.

– ¿Y no lo es?

– Puede que lo haga -dijo Charles, besándola otra vez-. Y puede que te lleve conmigo a lomos de un corcel blanco y con una rosa en los labios.

– Sería maravilloso, Charles.

– ¿Verdad que sí?

La atrajo de nuevo a su lado, sobre la hierba, y se volvieron a abrazar hasta que las caricias se hicieron demasiado apremiantes y Audrey se apartó mientras el joven la miraba con pesar. La respetaba profundamente, a pesar de que nunca quiso a una mujer con tanta desesperación como a Audrey.

El poco tiempo que les quedaba para estar juntos les obliga- ba a mostrar una alegría ficticia cuando se encontraban con Vi y James. Las veladas se prolongaban cada vez más y a Audrey le resultaba cada noche más difícil separarse de él para irse a su dormitorio. Sin embargo, no quería cometer una locura antes de regresar a casa. Hubiera tenido que soportar las consecuencias toda la vida, y Charles no quería correr con ella ningún riesgo pese a lo mucho que la deseaba. La quería demasiado.

– Creo que tendré que empezar a tornar duchas frías o a bañarme de noche en el mar, aunque la verdad es que el Mediterráneo no está muy frío que digamos -le dijo Charles una noche, mientras regresaban a casa después de haber asistido a una fiesta en Antibes-. Me vuelves loco, ¿sabes?

– Lo siento, Charles -dijo la joven, mirándole con adoración mientras él la rodeaba con un brazo y la atraía de nuevo hacia sí.

– No hay por qué. Gracias a ti, éstas han sido las mejores semanas de mi vida. Me llevaré estos recuerdos hasta el confín del mundo -contestó Charles, besándole el cabello cobrizo.

Audrey le tenía reservada una sorpresa que él no se esperaba. Había confeccionado un álbum con las fotografías tomadas en Antibes, haciendo copias de las que pensaba quedarse para sí. Se lo iba a regalar antes de que se fuera. De esta manera, lo podría hojear durante el viaje a Nankín. No hubiera querido pensar en ello, pero no tenía más remedio. Faltaban pocos días para la partida de Charles.

La última noche, ambos permanecieron sentados en la galería hasta el amanecer como la primera noche en que se conocieron, hacía apenas unas semanas.

– Parece increíble, ¿verdad? -dijo Charles, tomándole una mano. Vi y James ya se habían ido a acostar hacía mucho rato, pero ellos no tenían ninguna prisa en separarse aquella noche-. Es como si te conociera de toda la vida.

– Me parecerá todo tan raro cuando tú te vayas, tan vacío…

Audrey quería ser completamente sincera con él. Había depositado en él una confianza absoluta y a menudo le revelaba sus más íntimos pensamientos.

Charles la contempló, resistiéndose a abandonar la esperanza de llevarla consigo.

– Te voy a hacer una pregunta, Aud -le dijo muy serio-. Y quiero que reflexiones detenidamente antes de decir que no. ¿Quieres acompañarme? -La joven le miró boquiabierta de asombro-. Sólo hasta Estambul. Podrás regresar a Londres a tiempo para embarcar. Yo tengo que salir de Venecia el tres de septiembre. Tu barco zarpa el catorce. Audrey… -añadió, mirándola esperanzado.

– No puedo hacerlo, Charles -contestó ella, sacudiendo la cabeza.

– ¿Y por qué no? Sólo Dios sabe cuándo volveremos a vernos. ¿Puedes dejar todo eso tan fácilmente y desperdiciar cuanto hemos vivido? -Charles se enfureció de golpe con Audrey y empezó a pasear arriba y abajo por la galería donde aguardaban la salida del sol-. ¿Cómo puedes decir que no tan categóricamente? Maldita sea, Audrey, aunque sólo sea por una vez, piensa en ti misma, piensa en nosotros, ¡te lo suplico! Por lo menos, piénsalo un poco -pidió, mirándola angustiado.

Audrey prometió hacerlo, pero, esta vez, no eran sus obligaciones las que la detenían. Era otra cosa. Temía ir a Venecia con él. Sabía lo que iba a suceder allí y lo que haría cuando estuviera sola con él. Arrojaría por la borda todos los convencionalismos. Ya estaba a punto de hacerlo en Antibes, pero no se atrevía. Hubiera sido una locura. Ir a Venecia sería como arrojarse a un precipicio. Se pasó el rato escudriñando los ojos de Charles y, cuando amaneció, fue a decirle que no podía acompañarle, pero él la acalló con un beso y después empezó a hablarle de Sean y de lo corta que era la vida y del infinito valor que tenía. Audrey comprendió súbitamente cómo era la existencia de Charles. Iba a China para entrevistar a Chiang Kai-chek y escribir un reportaje sobre Shangai, amenazada por los japoneses. ¿Y si le mataran? ¿Y si jamás volviera a verle? La idea era espantosa, pensó mientras él volvía a besarla y sus manos le acariciaban los muslos.

– Por favor, Audrey, por favor… Ven a Italia conmigo. Audrey le miró a los ojos y se percató de lo mucho que lo deseaba. No podía decir que no, ni a él ni a sí misma…, ya no. Le susurró las palabras mientras él le besaba el cuello y la acariciaba.

– Me reuniré contigo en Venecia antes de que te vayas.

Se asustó de sus propias palabras, pero en cuanto Charles la tomó de nuevo en sus brazos y la estrechó con fuerza, no lamentó su promesa.

Era lo que de verdad quería hacer. Tendría que ser sensata y no cometer locuras. Pero, ¿qué podía ocurrir a fin de cuentas? Serían sólo dos días, antes de que él tomara el tren.

Acordaron no decirles nada a Vi y James y, cuando se fue al día siguiente, Charles le dio un prolongado beso en presencia de todo el mundo y ella le saludó con la mano hasta que el automóvil se perdió de vista. Luego, lady Vi hizo todo cuanto pudo por consolar a Audrey.

– ¿Cómo estás? -le preguntó solícita, sirviéndole un fuerte trago como si temiera verla estallar en sollozos de un momento a otro.

Lanzó un suspiro de alivio cuando Audrey tomó un sorbo y se fue tranquilamente a descansar un rato en su habitación. Tendida en la cama, Audrey pensó en Charles y en lo que le había prometido. Porque se lo había prometido. Era una auténtica locura y, sin embargo, no se arrepentía en absoluto de ella. En la Plaza de San Marcos, a las seis en punto del día primero de septiembre. Sólo Dios sabía qué ocurriría después. Pero Audrey sabía que tenía que estar allí con él.

CAPITULO VII

El fin de semana transcurrió sin sentir. Charles se fue, llegó el hermano de James y, a los pocos días, lo hizo el de Vi cuando ya el mes de agosto tocaba a su fin. Audrey decidió que ya era hora de marcharse. No les reveló ni a Violet ni a James lo que Charles le había propuesto. Aún no sabía si echarse atrás y temía cometer una insensatez, pero no podía soportar la idea de regresar a los Estados Unidos sin volverle a ver. Tenía que reunirse con él en Venecia aunque sólo fuera para decirle adiós por última vez y entregarle el álbum que había confeccionado para él.