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– ¿Está ya listo el té, Mary?

Sin consultar el reloj, sabía que eran las ocho y cuarto y que su abuelo bajaría de un momento a otro, vestido como cada mañana, como si todavía tuviera que acudir a su despacho. Soltaría un gruñido, miraría a Audrey con cara de pocos amigos, tal como siempre hacía, se negaría a hablar con ella, la miraría con rabia un par de veces, se tomaría el té, leería el periódico, se comería un par de huevos pasados por agua y una tostada, se tomaría otra taza de té y después le daría los buenos días. Audrey no se inmutaba ante su comportamiento, no le hacía ni caso. Empezó a leer el periódico a los doce años y discutía las noticias con él siempre que tenía ocasión de hacerlo. Al principio, el abuelo la miró con cierta condescendencia, pero después se percató de las muchas cosas que había asimilado su nieta y de lo sensatas que eran sus opiniones. Tuvieron su primera discusión política importante el día en que ella cumplió los trece años. Audrey se pasó una semana sin dirigirle la palabra a su abuelo para gran deleite de éste. El anciano se sintió tremendamente orgulloso de ella, y una mañana, a la hora del desayuno, Audrey encontró su propio periódico esperándola sobre la mesa. Desde entonces, la muchacha lo leía cada mañana y, cuando a su abuelo le apetecía hablar con ella, le comentaba con mucho gusto cualquier tema que le hubiera llamado la atención. Después ambos empezaban a discutir sobre todo cuanto leían, desde la política mundial a las noticias locales, sin olvidar los reportajes sobre las fiestas organizadas por sus amigos. Casi nunca estaban de acuerdo en nada y ésta era la razón de que Annabelle no quisiera desayunar con ellos.

– Sí, señorita. El té ya está listo.

La doncella uniformada de gris lo dijo casi rechinando los dientes, como si se preparara para un ataque del enemigo, cosa que, en efecto, se produjo a los pocos minutos. Las cuidadosas pisadas del abuelo resonaron en el vestíbulo cuando sus zapatos, impecablemente lustrados, abandonaron por un instante una alfombra persa antes de pisar la del comedor. Profirió un gruñido mientras apartaba un poco la silla para sentarse y miró fugazmente a Audrey antes de desdoblar meticulosamente el periódico. La doncella le sirvió el té y él la miró con furia antes de tomar cautelosamente un sorbo. Para entonces, Audrey ya estaba enfrascada en la lectura de las noticias, sin prestar la menor atención a los rayos del sol que iluminaban su cabello cobrizo y las delicadas manos que sostenían el periódico. Por un instante, el abuelo la miró, subyugado por su belleza, tal como a menudo le ocurría aunque ella no lo supiera. El hecho de que no diera a todo eso la menor importancia le confería un encanto singular. A diferencia de su hermana, que no pensaba en otra cosa.

– Buenos días.

Transcurrieron treinta largos minutos antes de que las palabras brotaran de su boca sin que apenas se le moviera la inmaculada barba blanca. Sus ojos azules eran como un retazo de cielo estival completamente en contradicción con sus ochenta primaveras. La doncella pegó un brinco al oír su voz. No soportaba servirle el desayuno, de la misma manera que Annabelle no soportaba comer con él. Sólo Audrey parecía impermeable a sus bruscos modales. Se hubiera comportado de la misma manera si él le hubiera sonreído y besado la mano y le hubiera dedicado palabras bonitas cada mañana. La lengua de Edward Driscoll ignoraba las palabras bonitas. Nunca las había usado más que con su mujer, pero ésta llevaba muerta veinte años y él fingía haberse endurecido por este motivo, lo cual era en cierto modo verdad. Era un hombre elegante y extremadamente pulcro que antaño caminaba muy erguido y ahora conservaba muchos vestigios de su antigua apostura; tenía el cabello blanco como la nieve, una poblada barba y unos poderosos y anchos hombros. Caminaba con paso cauteloso, pero decidido, y utilizaba un bastón de ébano con regatón de plata que sostenía en una fuerte mano mientras gesticulaba enérgicamente con la otra. Exactamente tal y como lo estaba haciendo en aquellos momentos.

– Supongo que habrás leído la noticia. Le han nombrado candidato, los muy imbéciles. Son todos unos malditos imbéciles.

Su voz tronó en el comedor de paredes revestidas de madera mientras la joven doncella temblaba y Audrey trataba infructuosamente de disimular una sonrisa, mirándole a los ojos con los suyos intensamente azules.

– Pensé que te interesaría leerlo.

– ¿Que me interesaría? -replicó el abuelo-. Afortunadamente, no tiene ninguna posibilidad. Hoover volverá a ganar. Pero ellos hubieran tenido que nombrar a Smith y no a este idiota.

Acababa de leer en la columna de Lippman la noticia de la nominación de Franklin Roosevelt en la convención demócrata de Chicago. Y Audrey ya se imaginaba la reacción del abuelo. Era un firme partidario de Herbert Hoover, a pesar de que aquel año había sido el peor de toda la Depresión. Sin embargo, el anciano no quería reconocerlo. Aunque hubiera ingentes ejércitos de parados hambrientos en toda la nación, él seguía pensando que Hoover era un hombre estupendo. A ellos no les había tocado la Depresión y, por consiguiente, no acertaba a imaginar en qué medida había alcanzado a otros.

La política de Hoover había provocado, en cambio, la «deserción» de Audrey, como Edward Driscoll la llamaba. Esta vez, Audrey votaría por los demócratas y se alegraba mucho de que hubieran nominado a Roosevelt.

– No va a salir elegido, ¿te enteras? Así que no pongas esta cara de satisfacción -dijo Edward Driscoll, poniendo, enfurecido, el periódico sobre la mesa.

– Puede que sí. Y la verdad es que haría mucha falta. -Audrey se puso muy seria, pensando en la grave situación económica del país. Al abuelo no le gustaba hablar del asunto porque el hecho de hacerlo equivalía a echarle implícitamente la culpa a Hoover. A Annabelle no le importaba lo que dijera, pero Audrey era distinta-. Abuelo -añadió, plenamente consciente de la reacción que iba a provocar-, ¿cómo puedes decir que aquí no pasa nada? Estamos en mil novecientos treinta y dos, las cuentas de los bancos acaban de bajar en Chicago poco antes de la convención demócrata, la gente está sin trabajo y se muere de hambre por las calles. ¿Cómo demonios puedes ignorar todo eso?

– ¡Él no tiene la culpa! – replicó el anciano, descargando un puñetazo sobre la mesa.

– ¡Y un cuerno no la tiene! -dijo Audrey con una vehemencia no exenta de ironía.

– ¡Audrey! ¡Modera tu lenguaje!

Audrey no se disculpó pues le pareció que no tenía por qué hacerlo. Ambos se conocían bien y ella le quería mucho a pesar de sus ideas políticas.

– Te apuesto ahora mismo a que Franklin Roosevelt saldrá elegido -dijo la joven sonriendo mientras él la miraba con rabia contenida.

– ¡Tonterías! -contestó el abuelo, haciendo un gesto despectivo con su mano; era republicano de toda la vida.

– Cinco dólares a que sí.

– ¿Sabes una cosa? -dijo Edward Driscoll, entornando los ojos-. A pesar de todos mis esfuerzos, tienes los modales de un camionero.

Audrey Driscoll soltó una carcajada y se levantó. Su bata de raso con las chinelas a juego y los pendientes de brillantes que lucía en los lóbulos de las orejas no eran precisamente cosas muy propias para un camionero. Como el reloj, los pendientes pertenecían a su madre y ella siempre los llevaba.