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Audrey se reclinó en la silla, aspirando el humo azulado del cigarro de Charles mientras observaba el ir y venir de los viajeros. Pasó una mujer con un vestido gris de lana y un abrigo de visón, acompañada de un hombre con sombrero de ala flexible y monóculo. Ambos se reían, seguidos por dos perrillos pequineses blancos. A cierta distancia, dos doncellas iban cargadas con un montón de abrigos de su señora. Otra mujer lucía un vestido rojo de seda y llevaba el cabello recogido en un moño y unos enormes pendientes de rubíes. Debía de ser una prostituta de lujo. El mozo le subió el equipaje, integrado por incontables maletas y baúles. Sentada en uno de los mullidos sillones de terciopelo de su salón privado, Audrey charló animadamente con Charles, explicándole cómo eran las fotografías de su padre. Viajar con Charles era como viajar con un amigo íntimo. Ambos se reían de las mismas cosas, encontraban ridiculas, insoportables o divertidas a las mismas personas y lo pasaban muy bien juntos. Charles se alegraba muchísimo de que ella hubiera decidido acompañarle. Estaba deseando enseñarle Estambul y compartir una noche con ella en su hotel preferido, antes de volver a dejarla en su tren. Sin embargo, no quería pensar en ello en aquel instante. El viaje acababa de empezar y la despedida aún quedaba muy lejos.

Aquella tarde, antes de que el tren se pusiera en marcha, Audrey se duchó y se cambió de vestido, saliendo del dormitorio con un precioso conjunto rosa de lana con un drapeado al bies y un sombrerito de Rose Descaí que lady Vi insistió en que se comprara en Cannes. Ahora no lo lamentaba porque le parecía muy adecuado para aquel tren tan fabuloso y repleto de gente extraordinaria. También se puso el collar de perlas de su abuela con los pendientes a juego. Se lo regaló su abuelo al cumplir los veintiún años y ahora se alegraba de haberlo llevado. Se sintió muy elegante mientras paseaba por el andén con Charles. Más tarde, le llamó la atención ver a tantos hombres uniformados. Permanecían de pie junto a la entrada de su vagón como si aguardaran a alguien.

– ¿Quiénes son? -preguntó muy intrigada mientras Charles echaba un rápido vistazo a sus solapas. Los uniformes no eran idénticos, pero se parecían a otros que había visto en Alemania.

– Creo que son hombres de Hitler.

– ¿Aquí?

Audrey se sorprendió. A Hitler le habían nombrado canciller de Alemania hacía siete meses, pero aquello era Austria.

– También hay nazis austríacos. Vi algunos en Viena cuando estuve en junio. Aunque creo que aquí no es frecuente que vayan de uniforme. El canciller austríaco Dollfuss prohibió los uniformes nazis este año, y Hitler se puso tan furioso que decidió cobrar un impuesto a todos los alemanes que visitaran Austria, causando un grave perjuicio al negocio turístico de esta zona. Creo, no obstante, que algunos nazis austríacos hicieron caso omiso de la prohibición. Quizás estos tipos hayan venido aquí para despachar algún asunto oficial.

Audrey les miró con interés. Había leído muchas cosas sobre Hitler antes de abandonar los Estados Unidos, y Vi y James le habían facilitado mucha información. Le consideraban un hombre muy peligroso, si bien en los Estados Unidos nadie estaba preocupado. Observó que los hombres de uniforme hablaban con un matrimonio que viajaba en compañía de otro hombre. Los tres eran de mediana edad e iban elegantemente vestidos. El hombre que acompañaba al matrimonio habló con dos nazis que le miraban con el ceño fruncido. Después, éstos le pidieron algo al segundo hombre, y él sacó dos pasaportes, evidentemente, el suyo y el de su mujer.

– ¿Qué deben querer de ellos, Charles? -preguntó Audrey.

– Probablemente, la documentación -contestó Charles, volviendo a llenarle la copa y sin conceder la menor importancia al asunto-. No te preocupes. Son extraordinariamente quisquillosos en estos países, pero a nosotros no nos molestarán.

No quería que nada les estropeara el viaje, pese a que ya conocía ciertas informaciones sobre el régimen nazi. No cabía duda de que éste era bueno para Alemania. Se habían empezado a construir unas carreteras estupendas, pero él no estaba de acuerdo con su violento antisemitismo. Volvió a mirar a través de la ventanilla y vio que, de repente, uno de los hombres de uniforme agarraba al más bajito del trío. La mujer, que debía de ser su esposa, lanzó un grito. Abofetearon al marido, se quedaron con los pasaportes, intercambiaron unas breves palabras con la esposa y el otro hombre y se llevaron al primero, el cual trató infructuosamente de explicarles algo mientras gesticulaba y llamaba a su amigo y a su mujer.

– ¿Qué ha dicho? -preguntó Audrey, asustada por lo que acababa de ver y afligida por la pobre mujer que lloraba en brazos del otro hombre.

– Tranquilízate, Aud -le dijo Charles, rodeándola con un brazo-. Ha dicho que no se preocupen por él, que todo se arreglará.

Sin embargo, Audrey vio que bajaban el equipaje del tren y que la mujer se alejaba sollozando en compañía del otro hombre.

– Dios mío, ¿qué ha ocurrido? -preguntó Audrey, saliendo inmediatamente para hablar con el revisor-. ¿Qué le ha pasado a aquel hombre?

No se avergonzó de su arrebato a pesar de que la gente había observado la escena con la mayor indiferencia.

– No es nada, mademoiselle -contestó el revisor, mirando a Charles como si éste pudiera comprenderle mejor-. Un ladronzuelo que intentaba subir al tren.

Sin embargo, no parecía un delincuente sino más bien un banquero. Llevaba un buen sombrero, un traje cortado a la medida y una gruesa cadena de oro de reloj que le cruzaba el chaleco, y su mujer iba también elegantemente vestida.

– No se preocupe -añadió el revisor, ordenándole en voz baja al camarero que les sirviera otra botella de champán.

Al cabo de unos momentos, otros viajeros subieron al tren y Audrey oyó unos comentarios por lo bajo de los que sólo pudo captar una palabra.

– Esta mujer ha dicho Jadea y se refería al hombre, ¿verdad?

– No lo sé, Aud -contestó Charles, temiendo que se inquietara.

– Eran judíos. O, por lo menos, lo debía ser él. Dios mío, entonces será verdad lo que se cuenta. Oh, Charles, qué escena tan terrible…

Charles la tomó por un brazo y la miró a los ojos.

– Tú no puedes hacer nada, Aud. No dejes que eso nos estropee el viaje.

Por nada del mundo hubiera querido la chica que eso ocurriera. Además, lo que decía era verdad. No podía hacer nada para ayudar a aquel hombre. Por consiguiente, ¿por qué atormentarse? Probablemente, todo se resolvería bien.

– Pero a él sí le han estropeado el viaje, ¿verdad? -dijo Audrey, indignada-. Y también a su mujer…, y a sus amigos. ¿Y si fueran James y Violet? -preguntó-. Si fuera James, ¿dejarías que se lo llevaran sin más o intentarías hacer algo?

– Mira, no es lo mismo -contestó Charles, molesto ante aquella discusión-. Pues claro que no permitiría que se llevaran a James. Pero yo a este hombre ni siquiera le conoaco y nosotros no le podemos ayudar. Por consiguiente, no pienses más en ello.

Sin embargo, el incidente les alteró profundamente a los dos. Cuando, por fin, el tren se puso en marcha, Charles se sentó al lado de Audrey en el canapé de terciopelo y tomó las manos de la joven entre las suyas.