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Charles estaba furioso. Ellos tenían la culpa de que Audrey no quisiera acompañarle. No se le ocurrió pensar que ella no hubiera podido viajar indefinidamente con él sin ningún vínculo oficial, simplemente con su amor.

– ¿Y eso qué importa? -replicó Audrey con cierta aspereza. Ambos estaban tristes porque el viaje tocaba a su fin-. ¿Tú quieres de veras casarte algún día, Charles?

No estaba muy convencido de que así fuera, pero él no quería reconocerlo.

– ¿Por qué no?

– No es una respuesta muy explícita que digamos.

– Quién habló. Tú, que te consideras una solterona y estás completamente dispuesta a abandonar toda esperanza.

– ¿Qué más da? ¿Preferirías que insistiera en casarme contigo, Charles? ¿Es eso lo que quieres? Apuesto a que no.

Le hablaba a gritos sin percatarse de ello, hasta que él cruzó el elegante salón y, mirándola enfurecido, la asió por los hombros, y la levantó del canapé.

– ¿Sabes lo que deseo? Deseo que te quedes conmigo. No quiero que te vayas de Estambul y tomes el maldito barco. Eso es lo que quiero.

No le hizo ninguna proposición, promesa ni juramento, pero a Audrey no le importó. No era eso lo que esperaba de él. Nunca tuvo intención de casarse con él. Sencillamente, le quería y deseaba permanecer a su lado. No le apetecía regresar a Inglaterra y tomar el barco, pero no tenía más remedio y no sabía cómo hacérselo entender a Charles.

– Tienes veintiséis años. Eres mayor de edad. Puedes hacer lo que quieras -dijo Charles.

– No entiendes nada -dijo Audrey, librándose de su presa y volviendo a sentarse en el canapé.

Charles se sentó a su lado y le tomó una mano. Su cólera empezó a disiparse. Ambos sabían que con eso no arreglaban nada.

– Charlie, mi amor, si tú no fueras tan libre, tampoco podrías hacer exactamente lo que quisieras. La vida no es así. Por lo menos, en la mayoría de los casos.

Él la miró con tristeza. La comprendía muy bien, mal que le pesara.

– Algunas veces olvido que el resto de la gente no está tan libre de obligaciones como yo. -Un cuchillo le atravesó el corazón al pensar en Sean-. Aunque éste no es el estado ideal que muchos imaginan. Puede que tú te encuentres en mejor situación que yo. -Era eso lo que a veces le inducía a soñar con los hijos,y con alguna persona que estuviera ligada a él. Pero el recuerdo de la pérdida de Sean le llenaba de espanto. Y, sin embargo, se sentía en cierto modo atado a Audrey. La miró con ojos suplicantes y le dijo-: Audrey… ¿y si vinieras a China conmigo?

– ¡Estás loco! -exclamó ella, mirándole escandalizada-. ¿Te imaginas lo que diría mi familia? Ni siquiera pienso decirles que vine aquí. No me dejarían en paz. ¡Estambul! Pensarían que he perdido el juicio. -Todos menos el abuelo, claro, que conocía muy bien sus ansias de recorrer el mundo, aquel diabólico impulso que él tanto aborrecía. Pero ir a China ya era demasiado-. Charles, tú no estás en tus cabales.

– ¿Ah, no? ¿Es una locura querer estar junto a la mujer a la que amo?

Charles se la quedó mirando fijamente y Audrey no supo qué contestar. Era el ofrecimiento más hermoso que jamás le hubieran hecho, pero no podía acompañarle.

– Podríamos embarcar rumbo a los Estados Unidos, en Yokohama, a finales de año.

– ¿Y qué explicación les podría dar? Charlie, le di mi palabra a mi abuelo. Es un anciano. El disgusto podría matarle.

– Contra eso no puedo luchar, ¿verdad, Aud? Los hombres de mi edad no se mueren de un disgusto. -Charles miró a Audrey casi con amargura. Súbitamente, sintió celos de un hombre de ochenta y un años-. Y tampoco de pena. Le envidio tu lealtad.

– Tú la tienes igualmente -dijo ella-. Y también mi corazón.

– Pues, entonces, piénsalo. Ya me lo dirás en Estambul.

– Charlie…

Audrey le miró sin saber qué decirle. Era absurdo torturarse por lo que no podía ser. El viaje a China con él era imposible. Lo pensó mil veces aquella noche antes de dormirse. Disfrutaría de un fugaz momento de felicidad en Estambul…, dos días…, una noche…, y después volvería a casa. Tenía que hacerlo, pensó con vehemencia. Pero se pasó toda la noche soñando con Charles. Soñó que le buscaba y no podía encontrarle en ninguna parte. Se despertó llorando en mitad de la noche y se abrazó a él, sin querer confesarle su angustia por temor a que él no la dejara marcharse. Estaba absolutamente convencida. Tenía que irse.

CAPITULO X

La llegada a Estambul fue impresionante, y Charles la despertó temprano a la mañana siguiente para que no se perdiera el espectáculo. La vía del tren discurría paralela a las playas y sobre el mar dorado volaban centenares de pájaros. Estambul estaba rodeada por el mar de Mármara por un lado y por el Cuerno de Oro por el otro. Audrey admiró las soberbias mezquitas con sus cúpulas doradas y alminares. Finalmente, tras rodear la Punta del Serrallo, apareció ante sus ojos el palacio de Topkapi, que le hizo evocar en el acto imágenes de sultanes, harenes y cuentos orientales. Era una ciudad que inspiraba toda clase de fantasías. Al llegar a la estación de Sirkeci, Audrey se vio envuelta de repente en una atmósfera claramente oriental. Contempló, fascinada, los monumentos que Charles le mostró mientras se dirigían al hotel. La Mezquita Azul y Santa Sofía, la columna de Constantino dominando una plaza, el Gran Bazar y un sinfín de mezquitas y bazares de todo tipo. La emoción que sentía le hizo olvidar por un instante el dolor de la separación. Tomó infinidad de fotografías hasta que, por fin, Charles la llevó al hotel.

Había reservado habitaciones en el Pera Palas, uno de los hoteles preferidos de Charles. Una docena de mozos descargaron el equipaje mientras ella y Charles entraban en el vestíbulo. Tenían reservadas dos habitaciones que se comunicaban por medio de un espacioso salón. Había enormes espejos con marcos dorados, paneles de color negro, tallas rococó y cupidos dorados por todas partes. El vestíbulo del hotel era también del mismo estilo, muy en consonancia con el exótico ambiente. En otro lugar, hubiera parecido excesivamente recargado. Allí, en cambio, todo era fascinante. En compañía de Charles, Audrey recorrió el Gran Bazar, gastó varias películas y se extasió ante el espectáculo, los aromas, los tortuosos caminos y los mercaderes empeñados en venderles toda clase de objetos. Charles la llevó a almorzar a un pequeño restaurante típico. Audrey parecía haber nacido para aquella vida.

– Una vida de vagabundo -dijo mientras ambos paseaban por la playa, contemplando la entrada de la ciudad tomados de la mano.

Al volver al hotel, la tristeza volvió a apoderarse de ellos. Ya no podían ignorar por más tiempo la realidad. Audrey tomaría el tren a la mañana siguiente y el breve interludio romántico terminaría tal vez para siempre si la vida no lo remediaba. La joven permaneció tendida en la cama al lado de Charles, trazando sobre su pecho unos indolentes círculos con la yema de un dedo mientras él procuraba no pensar en la inminente partida de su amante.

– ¿Cuándo sales hacia China? -preguntó Audrey. De nada servían los subterfugios. Tarde o temprano, tenían que enfrentarse con la situación.

– Mañana por la noche.

– ¿Cuánto tardarás en llegar?

– Algunas semanas. Depende de los enlaces.

– Será divertido -dijo Audrey sonriendo.

– Sólo tú podrías decir eso -contestó Charles, riéndose-. Casi todas las mujeres temblarían ante esta idea…, y también casi todos los hombres. Es un viaje muy duro. -En cierto modo, se alegraba de que ella no le acompañara, aunque, desde un punto de vista egoísta, le hubiera encantado-. Fíjate, cuando tú estés navegando cómodamente a bordo del Mauretania, bebiendo champán y bailando con algún hombre deslumbrador – se le encogió el estómago al pensarlo-, yo estaré recorriendo en tren alguna montaña del Tíbet con el trasero medio congelado.