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– No pienso bailar con nadie, Charles -dijo Audrey, mirándole muy seria.

– Sí lo harás -susurró él-. No tengo el menor derecho a esperar lo contrario.

– Te olvidas de una cosa.

– ¿De qué?

– De que no me apetecerá. Estoy enamorada de ti, Charles. Es como si estuviéramos casados.

Temió asustarle pronunciando aquellas palabras, pero no pudo evitar decírselas.

– Lo estamos -le dijo él, solemnemente. Después, se miró las manos y se sacó del dedo meñique una sortija de oro de sello con el timbre de su familia y se lo puso a ella en el dedo de la mano izquierda en el que suele llevarse la alianza matrimonial-. Quiero que lo lleves siempre, Audrey.

Esta se echó a llorar en silencio mientras Charles la abrazaba. Cuando, más tarde, hicieron el amor, la experiencia tuvo un matiz agridulce. Audrey cerró fuertemente la mano hasta formar un puño y supo que jamás se quitaría aquella sortija. Le estaba un poco grande, pero no lo bastante como para que pudiera perderla fácilmente.

Cuando se levantaron, al anochecer, Charles le sugirió salir a cenar fuera, pero ella negó con la cabeza y le dijo:

– No tengo apetito.

– Tienes que comer.

Audrey sacudió la cabeza. Tenía muchas cosas en que pensar. Permaneció largo rato sentada de espaldas a él, contemplando, a través de la ventana, los alminares, los bazares y las mezquitas. Estambul la fascinaba, pero, en aquellos momentos, ella no veía nada. Estaba ocupada, tomando una decisión trascendental.

Charles la miró en silencio y, por fin, se le acercó y le rozó suavemente el hombro con la mano. Al ver las lágrimas que había en los ojos de la joven, se conmovió profundamente.

– Oh, cariño… -le dijo, tomándole una mano.

La cosa ya no tenía remedio. Hubiera tenido que comprenderlo en Venecia. Todo quedó decidido entonces. O incluso antes.

– No me voy -dijo Audrey como si emitiera un veredicto de cadena perpetua.

Pero no era una condena, sino una libre elección. Sólo lamentaba el dolor que su decisión produciría a sus familiares.

Charles se quedó inmóvil, sin estar muy seguro de haberla comprendido.

– ¿Qué quieres decir?

– Quiero decir que me voy contigo.

De repente, pareció mucho más pequeño, como si se hubiera encogido en cuestión de una hora.

– ¿A China? -preguntó Charles, mirándola atónito-. ¿Estás segura, Aud?

No quería que, más tarde, la joven lo lamentara. Una ve2 iniciado el viaje, ya no podría volverse atrás. Tendría que acompañarle hasta Changai, y no sería fácil, tal como él le había explicado más de una vez.

– Completamente segura.

– ¿Y tu abuelo?

Audrey temió por un instante que, en el fondo, él no quisiera que le acompañara en aquel viaje. Al ver la expresión de sus ojos, Charles se apresuró a tomarle nuevamente una mano.

– Es que no quiero que cambies de idea a medio camino.

– ¿Quieres decir en alguna montaña del Tíbet? -preguntó Audrey, sonriendo a pesar de las lágrimas.

– Exactamente.

– No cambiaré de idea. Telegrafiaré al abuelo, diciéndole que volveré a casa por Navidad. ¿Hay algún lugar adonde él pueda escribirme?

– Hasta que lleguemos a Nankín, ninguno -contestó Charles, sacudiendo la cabeza-. Allí te podrá escribir. Y también a Shangai. Te daré los nombres de los hoteles donde me alojo. Que te escriba, poniendo mi apellido -precisó. Inmediatamente se dio cuenta de que no sería correcto y añadió-: Dile que soy una amiga que conociste durante el viaje.

– Aunque te rías, puede que lo haga -dijo Audrey, mirándole tímidamente.

– Audrey, ¿estás segura de tu decisión? -preguntó Charles, mirándola a los ojos-. ¿Es eso lo que quieres? Yo iría hasta el fin del mundo contigo porque no tengo nada que perder. Tú, en cambio, sí. Sé lo que significan tus responsabilidades para ti… Tu familia, tu abuelo, Annabelle…

– Ahora me toca a mí. Sólo por una vez. Quizá conseguiré hacerlo sin que me odien para siempre. – ¿Y después? -preguntó Charles tras dudar un instante-. ¿Qué nos ocurrirá a nosotros?

Si Audrey no podía dejarle ahora, ¿qué sucedería después del viaje a China?

– No puedo contestarte porque no lo sé. Tendré que regresar junto a ellos más tarde o más temprano.

– A veces, es como si estuviera enamorado de una mujer casada -dijo Charles con tristeza. Audrey sonrió ante el símil.

– Tal como tú has dicho hace un rato, yo no soy tan libre como tú.

– Tal vez te quiero por eso. Puede que no te quisiera tanto si fueras un pájaro en libertad como yo.

La miró sonriendo y luego le acarició el cabello y la abrazó. Audrey se había comprometido con él y, sin embargo, se sentía más libre que nunca y se asombraba de que pudiera ser tan feliz.

CAPITULO XI

Precisamente cuando Edward Driscoll se disponía a escuchar el programa radiofónico de Walter Winchell, sonó el teléfono. La doncella llamó a la puerta de la biblioteca y se acercó a él casi temblando. El anciano era mucho más cascarrabias que hacía uno o dos meses y ella sabía que no quería ser molestado.

– Perdone, señor…

La muchacha sintió que le entrechocaban las rodillas y que la cofia de encaje que se ponía por las tardes le resbalaba lentamente hacia un lado. El anciano no podía soportar las cofias torcidas ni las interrupciones. En realidad, no soportaba nada últimamente. Andaba por la casa como un patrullero que ansiara practicar alguna detención antes del anochecer.

– Perdone, señor… -repitió la doncella.

– ¿Sí? ¿Qué pasa? -ladró el viejo. La chica dio un respingo-. No pegue estos brincos, que me pone nervioso, maldita sea.

– Es una llamada telefónica para usted, señor.

– Tome el recado. No quiero hablar con nadie a esta hora de la noche. Ya es casi la hora de cenar. No puede ser nada importante. Nadie me llama jamás.

– La telefonista ha dicho que era una conferencia. El rostro del anciano se endureció en el acto. A lo mejor, le había ocurrido algo a Audrey.

– ¿De dónde es? -preguntó, mirando severamente a la muchacha.

– De Estambul, Turquía, señor.

– ¿Turquía? -repitió Edward Driscoll, casi escupiendo la palabra-. No cono2co a nadie allí. Debe de ser un error… o una broma. Cuelgue el teléfono. No pierda el tiempo hablando con los bromistas. -Si le hubiera dicho Francia, hubiera corrido a tomar el teléfono. O incluso Italia o Inglaterra. Había recibido una postal de Audrey desde Roma. Pero Turquía… De repente, experimentó una extraña sensación y se levantó despacio, apuntando con el dedo a la muchacha antes de que ésta se retirara-. Antes de colgar, averigüe quién llama.

– Sí, señor.

La chica no tardó ni medio minuto en regresar, con los ojos abiertos de par en par y la cofia más torcida que nunca, pero esta vez él no lo advirtió.

– Es la señorita Driscoll, señor. Desde Turquía.

Olvidando coger el bastón, el anciano se dirigió casi corriendo al teléfono del saloncito. Era una pequeña estancia con una silla muy incómoda porque él no veía la necesidad de estar cómodo para hablar por teléfono. El teléfono era para los negocios o los asuntos importantes, no para la chachara. Se lo decía siempre a Annabelle, pero ésta no le hacía caso.

– ¿Diga? -gritó, poniéndose al aparato-. ¿Diga?

Había muchas interferencias y él estaba tan nervioso que ni siquiera se sentó.

La joven doncella se quedó cerca, temiendo que se excitara demasiado.