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– ¿Señor Driscoll?

– ¡Sí! ¡Sí!

– Tenemos una conferencia para usted desde Turquía.

– Ya lo sé, estúpida, pero, ¿dónde está ella? En aquel preciso momento oyó la voz de Audrey, y por poco se le doblan las rodillas de la emoción.

– ¿Abuelo?… ¿Me oyes?

– Muy mal. Audrey, ¿dónde estás?

– En Estambul. Tomé el Orient Express con unos amigos.

– Maldita sea, ése no es un sitio seguro para ti. ¿Cuándo vuelves a casa?

Al oírle tan lejano y tan frágil, Audrey estuvo a punto de abandonar su proyecto de ir a China con Charles. Pero tampoco estaba preparada para eso. Tenía que decírselo.

– No volveré hasta Navidad. -Se produjo un silencio tan sepulcral que Audrey temió que se hubiera cortado la comunicación-. ¿Abuelo? ¿Abuelo?

El anciano se sentó en la incómoda silla y la doncella corrió por un vaso de agua. El rostro de Edward estaba muy pálido y la muchacha rezó para que no le hubieran comunicado una mala noticia. Era demasiado viejo para resistirlo.

– ¿Qué demonios estás haciendo ahí? ¿Y con quién viajas?

– Conocí a unas personas muy simpáticas en el barco. Son unos ingleses y estuve en su casa de la Costa Azul.

Audrey quería hacerle creer que estaba con ellos en Turquía.

– ¿Y por qué demonios no te llevan a Inglaterra?

– Puede que lo hagan más tarde. Pero, primero, me voy a China.

– ¿Adonde has dicho? -exclamó el anciano mientras la doncella le acercaba el vaso de agua que él rechazó con un enérgico gesto de la mano-. ¿Estás loca? Los japoneses ya han invadido Manchuria. ¡Vuelve a casa inmediatamente!

– Abuelo, te prometo que no correré ningún peligro. Voy a Shangai y Pekín -prefirió no decirle que iba a Nankín para ver a Chiang Kai-chek por temor a que se inquietara todavía más-. Y regresaré a casa directamente desde allí.

– También podrías subir ahora mismo en el Orient Express para volver a París y, desde allí, tomar un barco y estar en casa dentro de dos semanas. Eso me parecería mucho más lógico. Insensata -añadió el abuelo en voz baja para que Audrey no le oyera desde Turquía.

Era igual que su padre.

– Abuelo, por favor…, déjame ir. Después volveré a casa. Te lo juro.

– Eres exactamente igual que tu maldito padre -contestó Edward Driscoll con los ojos llenos de lágrimas muy a pesar suyo-. No tienes el menor asomo de sentido común. ¡China no es un lugar adecuado para una mujer! En realidad, no lo es para nadie más que para los propios chinos. Y, además, ¿cómo te trasladarás hasta allí?

Era una locura, justo lo que Roland hubiera hecho.

– Iremos en tren.

– ¿Desde Estambul hasta China? ¿Tienes idea de la distancia que eso representa?

– Sí, no te preocupes.

– ¿Son respetables estas personas que te acompañan? ¿Estás segura con ellas?

– Completamente. Te lo prometo.

– Guárdate las promesas para mejor ocasión.

El anciano estaba furioso con ella, pero no se lo podía expresar a causa de las interferencias. Audrey había tardado ocho horas en conseguir la conexión.

– ¿Cómo estás?

– Bien. Para lo que a ti te importa…

– ¿Y Annie?

– Va a tener otro hijo. En marzo.

– Lo sé. Estaré de vuelta mucho antes.

– Más te vale. De lo contrario, ya ni te molestes en volver.

– Abuelo, lo siento…

– No es cierto. Eres exactamente igual que tu padre. Sé que eres una insensata. No quieras, encima, ser una embustera. No lo sientes en absoluto. Lo que ocurre es que estás completamente loca.

– Te quiero.

Audrey lloraba, pero él no hubiera podido adivinarlo. Y él también, pero Audrey no podía oírlo.

– ¿Cómo?

– ¡Te quiero!

– No te oigo.

Le conocía bien el juego.

– Sí me oyes. ¡Te he dicho que te quiero\ Regresaré a casa muy pronto. Ahora tengo que colgar, abuelo. Ya te enviaré mi dirección en China.

– No esperes que te escriba.

– Sólo quiero que sepas dónde estoy.

– Muy bien -dijo el anciano, tras emitir unos gruñidos ininteligibles.

– Dale muchos recuerdos a Annie de mi parte.

– ¡Ten cuidado, Audrey! Y dile a esa gente que también tenga cuidado.

– Lo haré. Cuídate mucho, abuelo.

– No tendré más remedio. De lo contrario, no lo haría nadie. Audrey esbozó una triste sonrisa al oír esas palabras y, al cabo de unos momentos, se despidió de él. Charles, que se encontraba a su lado mientras hablaba, la abrazó en cuanto la joven colgó el aparato y se echó a llorar. Se sentía culpable y más se lo hubiera sentido de haber visto el rostro de su abuelo. El anciano permaneció inmóvil con la mirada clavada en la pared y, por fin, se levantó de la silla y regresó con paso cansino a la biblioteca. Precisamente en aquel momento, sonó el timbre de la puerta.

– Y ahora, ¿quién será? -le gritó a la doncella. Estaba tan pálido como si acabara de ver un fantasma. El mayordomo corrió a abrir. Eran Harcourt y Annabelle.

– ¿Qué estáis haciendo aquí? -les ladró el anciano.

– No me grites, abuelo -contestó Annabelle. Había pasado un verano muy malo y los gritos del abuelo la sacaban de quicio-. Nos invitaste a cenar esta noche. ¿No te acuerdas?

– Pues no. ¿Seguro que no os lo habéis inventado para cenar a mi costa? -dijo Edward Driscoll, mirándola enfurecido.

Annabelle ya estaba a punto de dar media vuelta para marcharse, pero Harcourt se lo impidió, susurrándole por lo bajo:

– No lo dice en serio… Ya sabes cómo es… A su edad…

– No habléis a mis espaldas. ¡Es una falta de educación! Annabelle, acabo de hablar con tu hermana. No volverá a casa hasta Navidad.

El anciano lo dijo mientras se dirigían al comedor, pero no quiso reanudar la conversación hasta que los tres estuvieron sentados alrededor de la mesa.

– Hubiera tenido que volver dentro de unas semanas. ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Annabelle, temiendo que Audrey hubiera conocido a un hombre y quisiera casarse. La estaba esperando con ansia. Tenía la casa hecha un desastre y pensaba tomarse unas vacaciones con Harcourt. Necesitaba que Audrey se quedara en casa con el pequeño Winston y contratara a una nueva niñera, un nuevo chófer y una nueva cocinera. Ella no sabía elegirlos y, si alguna vez acertaba, se le iban en seguida. Necesitaba que Audrey volviera cuanto antes-. ¿Qué está haciendo allí? ¿Dónde está? ¿En París o en Londres? Por un instante, Edward Driscoll guardó silencio. Se divertiría mucho dándole la noticia a Annabelle.

– No. Está en Turquía.

– ¿Qué demonios está haciendo allí? -preguntó Harcourt, asombrado.

– Tomó el Orient Express con unos amigos y ahora piensa ir a China.

– ¿Cómo? -chilló Annabelle mientras Harcourt miraba al abuelo sin decir nada.

– Esta chica es demasiado independiente -dijo Harcourt por fin-. Imagínate lo que dirá la gente… Una chica de su edad, yendo sola a China. ¡Es lo más inaceptable que he oído en mi vida!

– No lo es -gritó Edward Driscoll, descargando un puñetazo sobre la mesa-. Tu manera de referirte a mi nieta en esta casa es mucho más inaceptable, de eso puedes estar seguro. Te agradeceré que, de ahora en adelante, te guardes tus opiniones. Tú, a esa chica, no le llegas siquiera a la suela de los zapatos. Y Annabelle jamás podrá estar a su altura. Tiene un cerebro de hormiga, aunque sea mi nieta. Por consiguiente, cuídate mucho de criticar a Audrey. Si he de deciros la verdad, prefiero que no cenéis conmigo. La cara larga que tú pones y sus gimoteos -añadió, señalando con un gesto a Annabelle-, me producen indigestión.

Dicho esto, el anciano se levantó de la mesa, tomó el bastón, se dirigió a la biblioteca y cerró la puerta de golpe.