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Annabelle se echó a llorar y se levantó corriendo de la mesa para recoger sus cosas y salir de la casa antes de que Harcourt pudiera darle alcance. Se pasó todo el rato llorando hasta que llegaron a Burlingame, acusó a Harcourt de ser débil por no haberla defendido frente al abuelo y empezó a despotricar contra Audrey por no volver a casa para ayudarla.

– La muy egoísta, quedarse allí de esta manera…, e irse a China. ¡Nada menos que a China! Sabe muy bien cuánto la necesito cuando estoy embarazada… Lo hace a propósito… No tiene nada que hacer. Quiere librarse de sus responsabilidades, hace años que me tiene envidia esta espingarda del demonio. Harcourt la escuchó durante todo el trayecto sin prestarle la menor atención. En cuanto llegara a casa, saldría para visitar a su amiga de Palo Alto. La tenía bien guardadita allí, y la estuvo viendo todo el verano sin que Annabelle se enterara.

Edward Driscoll tampoco tenía la menor idea sobre el asunto. Y, además, no le hubiera importado. Cuando Harcourt y Annabelle llegaron a su casa, él todavía se encontraba sentado en la biblioteca. Varias horas más tarde, aún seguía allí, pensando en Audrey y confundiéndola a ratos con Roland. Estaba en China, eso lo recordaba…, pero, ¿estaba allí sola o bien con Roland? De repente, olvidó los detalles. Sólo podía recordar lo mucho que la echaba de menos.

CAPITULO XII

La distancia entre Estambul y Shangai superaba los ocho mil kilómetros y, si no ocurría ningún contratiempo, Charles calculaba que tardarían aproximadamente catorce días en llegar. Los reportajes que tenía que escribir se centraban en el gobierno de Chiang Kai-chek, con sede en Nankín. Además, tenía que escribir un reportaje sobre la zona desmilitarizada de Shanga/' y otro sobre Pekín. El periódico esperaba, asimismo que pudiera reunir algún material sobre los revolucionarios chinos que se habían echado al monte en 1928. Ya tenía muchas notas y sus cartas de recomendación eran muy buenas, pero no sabía hasta qué punto serían accesibles sus personajes. Los «bandidos» comunistas no lo eran demasiado, desde luego, y no era probable que Charles lograra establecer contacto con ellos. Chiang Kai-chek, por el contrario, se mostraría sin duda dispuesto a recibirle. Además, Charles podría escribir artículos sobre cualquier tema que le pareciera interesante. Tomaba constantemente notas y llevaba siempre una maleta llena de papeles. Aquella noche, mientras se dirigían en tren a Ankara, le explicó su método de trabajo a Audrey. Esta tuvo la sensación de haber iniciado una nueva vida con aquel hombre y, en cierto modo, así era en efecto. Lo comprendió mejor cuando hicieron transbordo en Ankara. Se echó a reír al recordar el Orient Express. El contraste era muy fuerte, pensó mientras subía a otro tren, detrás de dos mujeres que llevaban dos gallinas vivas y un cabrito.

El tren correo que tomaron en Ankara les llevó más allá del lago Van y el lago Urmia, en la frontera persa, y después cruzó las montañas para dirigirse a Teherán. La estación de allí estaba llena de gentes de todas clases y Audrey lo contempló todo fascinada mientras disparaba la Leica sin cesar. Charlie adquirió dos billetes para el tren correo nocturno que les llevaría a Mashad, en el extremo nordeste del país, a unos ciento cincuenta kilómetros de la frontera con Afganistán. Mashad era una ciudad santa y casi todas las personas que viajaban en el tren lo hacían de rodillas, en gesto de veneración. Las mujeres que había en la estación de Teherán eran muy interesantes. Algunas eran bellísimas y todas miraban a Audrey fascinadas a pesar de la sencillez de su atuendo. Dos muchachas le tocaron incluso el cabello cobrizo y escaparon corriendo entre risas. Era un mundo totalmente nuevo en el que todos la miraban con expresión de visible reproche por no llevar el velo tradicional.

El viaje a Mashad duró toda la noche; después, entraron en Afganistán y tardaron una eternidad en llegar a Kabul. Ya habían recorrido casi tres mil kilómetros y llevaban una semana de viaje. Audrey estaba de trenes hasta la coronilla y, sin embargo, contemplando la belleza del ocaso y a los campesinos que bajaban en la estación con las bolsas de piel de cabra en las que llevaban sus pertenencias, pensó que jamás había sido tan feliz. Al volver el rostro, vio a Charles que la miraba sonriente. Ambos estaban muertos de cansancio y hacía cuatro días que no se bañaban, pero les daba igual. Charles la rodeó con un brazo y tomó una de sus maletas, riéndose al verla con el neceser que no podría utilizar.

– Supongo que no es lo que tú imaginabas, ¿verdad, amor mío? -Temía que el esfuerzo fuera excesivo para ella. Sin embargo, Audrey parecía divertirse y se lo tomaba todo con filosofía, incluso cuando el tren descarriló en el paso de Nanga Parbat y tuvieron que recorrer a pie unos quince kilómetros-. ¿Te arrepientes?

– En absoluto -contestó Audrey.

Era exactamente lo que imaginaba: un mundo salvaje, incómodo y hermoso, tal como Dios quería que fuera, sin rascacielos, calles asfaltadas o bocinas de automóviles. Todo era bello, pensó aquella noche, tendida al lado de Charles en la pequeña cama del hotel cuando éste se volvió hacia ella para hacer el amor.

– ¿Qué estás haciendo aquí, insensata? -le preguntó Charles al cabo de un rato. Se encontraban muy lejos de la exuberancia rococó del Pera Palas de Estambul, y Cap d'Antibes, los Hawthorne y sus amigos parecían pertenecer a otro mundo. Sin embargo, a Audrey le bastaba una cama estrecha en una habitación vacía y un mundo exterior distinto que pudiera descubrir cada día junto al hombre al que amaba.

– ¿Charles? -preguntó Audrey, acurrucándose junto a él.

– ¿Hum?

– Nunca he sido más feliz en mi vida.

Se lo había dicho miles de veces, pero necesitaba repetírselo otra vez.

– Estás loca… -le susurró él medio dormido-. Ahora procura dormir un poco.

Tenían que levantarse a las seis de la madrugada. Para desayunar, les sirvieron leche de cabra y un trozo de queso, y después se dirigieron a toda prisa a la estación para tomar otro tren. Esta vez viajaron hasta Islamabad y, desde allí, directamente hasta Cachemira. Llegaron al mediodía y, por una vez, el viaje estuvo bastante bien aunque el tren parecía muy antiguo. Llegaron al paso de Ladakh a las cuatro de la madrugada. Audrey dormía en brazos de Charles cuando éste levantó los ojos y contempló las estrellas dominado por una inmensa sensación de paz. El tren se paró dos veces, pero los pasajeros no tuvieron que bajar. Subieron hasta seis mil metros de altura y ahora ya habían iniciado el descenso. Se encontraban finalmente en el Tíbet, pero aún faltaban más de mil kilómetros para llegar a Lhasa, donde podrían descansar un día. Charles conocía bien el trayecto y calculaba que el recorrido desde el paso de Ladakh hasta Lhasa les llevaría unos dos días. Sin embargo, tardaron tres y, cuando llegaron a Lhasa, estaban completamente exhaustos. Llevaban diez días de viaje y habían recorrido dos tercios del camino hasta Shangai, pero, cuando llegaban a este punto del viaje, los pasajeros siempre tenían la impresión de que jamás conseguirían terminarlo. Charlie llevó a Audrey a la posada donde siempre solía alojarse, encaramada en lo alto de una colina, con monjes vestidos de color naranja por doquier, que entonaban cantos o caminaban en silencio. En aquel remoto lugar, uno se sentía más cerca de Dios. Elsolo hecho de encontrarse allí era casi una experiencia mística. Audrey permaneció largo rato contemplando el paisaje a través de la ventana. No sabía si su padre había estado allí alguna vez. Se lo comentó más tarde a Charles mientras cenaban arroz y sopa de alubias a la luz de una vela. Tenía tanto apetito que no le importó lo que comía. Más tarde, le dijeron que los trocitos de carne que había en la sopa eran de serpiente y poco faltó para que se desmayara. Charles le tomó el pelo mientras ella se tendía en la cama, mirándole con expresión meditabunda.