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– A veces, me pregunto si hay fotografías de estos lugares en los álbumes de mi padre. Es como si lo hubiera olvidado todo de repente.

Audrey escribió la víspera una carta a su abuelo, explicándole los detalles del viaje y las razones que la habían inducido a emprenderlo. Pero, en aquel instante, no hubiera podido decirle nada. Los Estados Unidos quedaban muy lejos. Era la primera vez que dejaba a los suyos en la estacada y le remordía la conciencia. Sabía que el hijo de Annabelle nacería en marzo y que, para entonces, ella ya estaría de vuelta. Sin embargo, se sentía culpable y quería compensarles de todo a su regreso. Charles la previno de que ellos la querrían castigar durante cierto tiempo, pero a Audrey le daba igual porque ahora ya había conocido todo cuanto ansiaba su corazón. Las lágrimas asomaron a sus ojos cuando abandonaron Lhasa a lomos de una muía y posteriormente en tren. Tendrían que recorrer mil quinientos kilómetros, cruzando los montes Tahsueh hasta llegar a Chungkín. El viaje en un pequeño tren muy viejo duró más de treinta horas y sólo cambiaron de tren una vez antes de llegar a Chungkín. El clima de allí era mucho más fresco y la gente vestía y se comportaba de otra manera. Audrey se sorprendió de ver a tantos hombres y mujeres fumando cigarrillos. Había mucha gente por doquier, pero menos amable que las personas con quienes habían coincidido en el tren. Audrey se percató de ello mientras disparaba su cámara sin cesar. Todo el mundo la miraba como si fuera un bicho raro. Cuando subieron al tren para trasladarse a Wu-Han, unos niños se le acercaron corriendo y le tocaron la manga mientras tomaba una fotografía. Sin embargo, cuando ella volvió a mirarles sonriente, los chiquillos huyeron entre gritos. Estaban agotados y Charles se quedó dormido en cuanto se acomodó en el asiento. Las otras cinco personas del compartimiento miraban a Audrey sin disimulo. Allí había mucha más gente y mucho más bullicio que en Turquía o el Tíbet, donde todo era más áspero, primitivo y natural. Estaba deseando preguntarle a Charles por qué razón la miraban tanto. Al final, éste se despertó, bostezando y desperezándose aunque apenas había espacio para ello. En cada estación donde paraban, bajaban para estirar un poco las piernas.

El viaje de Chungkín a Wu-Han duró un día y, en su transcurso, pasaron por un enorme embalse, pero esta vez Audrey estaba durmiendo y Charles se hallaba ocupado con sus cuadernos de notas. Les faltaba un día para llegar a Nankín, donde Charles esperaba ser recibido por Chiang Kai-chek. Tenía que preparar las preguntas y la estrategia. Quizá le obligarían a hacer antesala durante tres semanas. O quizá no, en caso de que las credenciales del periódico impresionaran a alguien, aunque Charles no tenía muchas esperanzas. No le importaría demasiado aguardar una semana antes de ir a Shangai. Tenía muchas cosas que hacer y la ciudad le encantaba.

Al llegar a Wu-Han, se trasladaron a un hotelito en el que sólo ofrecían a los viajeros un poco de arroz y una taza de té verde. Audrey contempló el pequeño cuenco y se encogió de hombros sonriendo. Era la primera vez que echaba de menos la comida occidental. Hubiera dado cualquier cosa a cambio de un bistec o de una hamburguesa. Cuando aquella noche se fue a la cama, le gruñía el estómago.

– ¿Te queda algún bombón? -le preguntó a Charlie, esperanzada.

Llevaba tres meses sin probar su marca preferida de chocolate, pero Charlie había comprado unos bombones en Italia para comerlos durante, por lo menos, una parte del viaje.

– Lo siento mucho, pero no. ¿Quieres un poco más de arroz? Puedo probar a decirle a este hombre que estás embarazada o algo por el estilo.

– Santo cielo -exclamó Audrey, levantando las manos-, no se le ocurra hacerlo, señor Parker-Scott. Sobreviviré. Pero me muero de hambre.

Charles la miró con cariño y le acarició suavemente el cuello con las yemas de los dedos. Aquella noche permanecieron largo rato tendidos en la oscuridad mientras él le contaba en voz baja la historia de las ciudades que iban a visitar. Nankín le gustaba menos que Shangai y Pekín.

– Shangai es una ciudad increíble, Aud. Hay británicos, franceses y rusos, y ahora también japoneses. Es un lugar internacional y, al mismo tiempo, profundamente chino. Debe de ser la ciudad más cosmopolita que conozco.

Los japoneses no habían modificado sustancialmente sus características. La atacaron y ocuparon brevemente hacía casi dos años a principios de 1932 y ahora era una zona desmilitarizada. Chiang Kai-chek se había retirado hacía tiempo a Nankín y el ejército de la ruta 19 había resistido valerosamente antes de rendirse. Chiang Kai-chek ya no luchaba con tanto ahínco contra los comunistas porque su mayor preocupación eran en aquel momento los japoneses y, además, Mao Zedong había desaparecido de la zona inmediata. En las regiones más alejadas ya no había tantas cabezas de presuntos comunistas alanceadas con palos. La presencia japonesa provocó una precaria alianza entre los comunistas y los nacionalistas. La gente tenía otras cosas en que pensar, sobre todo, en Man-churia.

Al día siguiente, cuando tomaron el tren con destino a Nankín, Audrey se sintió muy emocionada. Estaban a punto de llegar. Su objetivo era Nankín, Shangai y Pekín y sólo les faltaban unas horas para terminar el viaje. Aquella noche, durmieron en un hotel de Nankín, pero, antes, Charles acudió a la residencia de Chiang Kai-chek para dejar sus credenciales, su tarjeta de visita y una carta muy cortés, solicitando audiencia. En el hotel, les dijeron que George Bernard Shaw había estado allí aquella primavera en su camino a Shangai. Audrey se entusiasmaba con todo cuanto veía; le encantaba la gente, los atuendos, la comida, los aromas. En el hotel les sirvieron una opípara cena, no simplemente arroz y té verde. Charlie observó que Audrey estaba más delgada. Habían recorrido ocho mil kilómetros y llevaban más de dos semanas viajando. Aquella noche, mientras paseaban por las calles, contemplando los rickshaws y los ocasionales automóviles, Audrey pensó que jamás se había sentido tan estrechamente unida a otro ser humano como en aquellos momentos. Recorrieron algunas callejuelas y, por fin, llegaron a una casita con luces muy amortiguadas en el interior de la que emanaba un extraño olor. Audrey se detuvo intrigada y se sorprendió de que Charlie se echara a reír cuando ella le sugirió entrar.

– Más vale que no, muchacha -le dijo él.

– ¿Por qué no? – preguntó, decepcionada ante su falta de entusiasmo.

– Eso es un fumadero de opio, Aud.

– ¿De veras?

Le hubiera gustado ver cómo era.

– Tú no puedes entrar aquí, Aud. Nos echarían a los dos a la calle. A mí, probablemente, y a ti, con toda seguridad.

– Pero, ¿por qué? ¿No podemos limitarnos a mirar? Audrey pensaba que debía ser algo así como un bar.

– Suelen ser sólo para hombres -contestó Charles, sacudiendo la cabeza.

– Qué estúpidos -exclamó Audrey, haciendo una mueca de hastío.

En el transcurso del paseo, Charles le contó algunos detalles de la historia china, una historia extraordinaria tanto desde el punto de vista artístico como del científico. Una vez de vuelta en el hotel, se pasaron horas conversando tranquilamente en su habitación.

La semana que tardó Charles en ser recibido por Chiang Kai-chek les permitió descansar y relajarse. Ambos daban largos paseos e incluso hacían excursiones por la campiña. Charles consiguió la entrevista que quería y comprendió que el reportaje causaría una gran conmoción. Pidió prestada una máquina de escribir al personal del hotel y empezó a trabajar en él aquella misma tarde. Audrey entró en silencio en la habitación y se sentó en un rincón para escribirle una carta a Annabelle. Sin embargo, experimentaba la angustiosa sensación de que a su hermana le importaba un bledo todo lo que ella hacía. Decidió, en su lugar, escribirle una carta al abuelo, pero pensó que el esfuerzo también sería vano.