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Cuando, al cabo de una hora, Charles levantó los ojos y la vio allí, le dijo con una sonrisa:

– No te he oído entrar.

Audrey se acercó a él y se inclinó para besarle el cuello mientras Charles le rodeaba la cintura con un brazo.

– Ya lo sé. Estabas completamente enfrascado en tu trabajo. ¿Qué tal fue la entrevista?

– Estupendamente bien. La suya es una causa perdida, ¿sabes? Aunque no creo que él lo sepa todavía. Los soviéticos están deseando respaldar a Mao y al Ejército Rojo. Chiang Kai-chek piensa que va a ganar pero a mí me parece que no podrá. Ya está planeando una gran ofensiva contra las fuerzas de Mao.

– ¿Y eso es lo que vas a decir en el reportaje? ¿Que es una causa perdida?

– Más o menos, aunque no tan a las claras. Al fin y al cabo, eso es simplemente mi opinión. Quiero exponer lo que él me ha dicho sin someterlo a tergiversaciones. Es un hombre interesante, aunque muy despiadado. Me gustaría que hubieras conocido a su mujer. Es bellísima y encantadora.

Sin embargo, Audrey tuvo ocasión de conocer a la viuda de Sun Yat-sen cuando Charlie la entrevistó, e incluso le tomó unas fotografías que Charles prometió ofrecer al Times.

– ¿Lo dices en serio? -preguntó Audrey, entusiasmada.

– Pues claro. Eres una fotógrafa estupenda. Tan buena como los profesionales con quienes yo he trabajado. E incluso me atrevería a decir que mejor.

– ¿Es cierto que piensas trabajar conmigo algún día?

– Creo que ya lo estamos haciendo -contestó él, riéndose.

Era la tarde en que había fotografiado a la viuda de Sun Yat-sen. A Audrey le encantaba trabajar con Charles y confiaba poder volver a hacerlo en Shangai.

Al día siguiente, se prepararon para la partida. Audrey estaba deseando ver aquel Shangai de que tanto le había hablado Charles. Debía de ser una ciudad llena de gente y de agitación, prósperas actividades comerciales, juegos de azar, prostitutas y exóticos aromas. Le parecía el equivalente extremo-oriental de un bazar turco y se moría de ganas de verlo. Charles la miró sonriendo mientras hacía el equipaje y contemplaba el neceser haciendo una mueca.

– Creo que tendría que tirarlo a la basura -dijo Audrey-, o regalárselo a alguien. A lo mejor, podríamos cambiarlo por un cerdo o una cabra.

– ¿Y qué harías entonces cuando volvieras a casa en el barco? -replicó Charles. Audrey le miró como si le hablara de algo muy lejano-. Será mejor que lo guardes, Aud.

– No sé por qué. Llevo mucho tiempo sin mirarme al espejo y no sé si alguna vez volveré a hacerlo.

El maquillaje resultaba ridículo en aquellas tierras. Cuando abandonaron Estambul, Audrey dejó de pintarse las uñas, y los preciosos zapatos de correas cruzadas yacían olvidados en el fondo de la maleta. Desde que inició el viaje a China, sólo llevaba zapatos de tacón plano, blusas, faldas y jerseys. Lamentaba no haber llevado prendas más prácticas. Casi todos sus vestidos eran absolutamente inadecuados: vestidos de seda y lino, los elegantes modelos que lució en la Costa Azul, trajes de baño y los trajes de noche que se puso en el barco y volvería a ponerse durante la travesía de regreso. El abrigo de pieles aún le parecía más ridículo. Aunque madame Chiang Kai-chek vestía muy bien y Nankín era una ciudad, la gente no tenía demasiado buen gusto. Lo que más abundaba eran los vulgares uniformes de la clase baja china. Sin embargo, Charles insistía en que se podían comprar cosas maravillosas en Shangai. Incluso le podrían confeccionar algunas prendas a la medida. Lo que más necesitaba era ropa de abrigo. La temperatura era más fresca. Ya estaban en otoño y empezaría a hacer frío antes de que regresaran a casa.

Se pasaron la noche en su habitación tras una deliciosa cena en un restaurante que les recomendó el recepcionista del hotel. Audrey se acurrucó al lado de Charles en la estrecha y chirriante cama. Ahora todo el mundo la llamaba señora Parker-Scott. El recepcionista salvó la situación, diciendo que debían de estar en viaje de luna de miel y ella aún no había tenido tiempo de cambiar el pasaporte.

– ¿Te importa, Charles? -preguntó Audrey-. Me refiero a eso de que yo pase por tu mujer…

– En absoluto.

En realidad, la idea le gustaba, mientras que a Audrey le hacía gracia. Todo el mundo daba por supuesto que estaban casados y ellos mismos empezaban a creerlo. Charles le habló incluso de ella a Chiang Kai-chek, llamándola inadvertidamente su esposa. Puede que, en cierto modo, lo fuera. Se había comprometido con él y le había acompañado en aquel viaje porque le tenía confianza. No hubiera podido llegar más lejos con ningún otro hombre, ni ser más feliz de lo que era. Antes de quedarse dormida, le dio un cariñoso beso tal como solía hacerlo todas las noches. Hicieron el amor al regresar al hotel y después se acurrucaron muy juntos en la fría noche.

– Te quiero, Charles… Más que a nada en el mundo -susurró Audrey.

– Yo a ti también, Aud, yo a ti también -contestó Charles, acariciándole el cabello cobrizo.

CAPITULO XIII

Charles y Audrey permanecieron siete horas sentados en el tren que les condujo desde Nankín a Shangai. Charles aprovechó para tomar algunas notas y Audrey se pasó un rato leyendo una novela. Sin embargo, le interesaban más los pasajeros del tren y el paisaje que se podía admirar a través de la ventanilla. Nunca hubiera podido imaginar el espectáculo que apareció ante sus ojos cuando el tren entró en la estación. El andén estaba lleno de gente que llegaba y de gente que se marchaba, mendigos, golfillos, prostitutas, extranjeros, todos empujándose unos a otros y levantando la voz por encima del guirigay. Unos niños tiraron a Audrey de la falda pidiéndole algo, pasó un chiquillo leproso con muñones en lugar de brazos y unas prostitutas le gritaron algo en francés a Charles mientras unos viajeros ingleses pasaban presurosos por su lado. Audrey se abrió paso por entre la gente con el neceser y la cartera de Charles en la mano, mientras éste se adelantaba con las maletas y se volvía a decirle algo que la joven no pudo entender.

– ¿Cómo? ¿Qué has dicho, Charles? -preguntó Audrey, apurando el paso.

– ¡He dado la bienvenida a Shangai! -le gritó él sonriendo.

Al final, encontraron a un mozo dispuesto a llevarles el equipaje. Éste les acompañó hasta una hilera de taxis. El taxista les condujo al Hotel Shangai en el que Charles ya se había alojado otras veces. La clientela solía ser inglesa y norteamericana y el servicio era excelente.

– Casi como en casa -dijo Charles en broma mientras el botones dejaba el equipaje en su habitación.

Firmaron en el registro como el señor Charles Parker-Scott y esposa. Audrey ya empezaba a acostumbrarse al tratamiento.

– Me resultará extraño volver a ser simplemente Audrey Driscoll, ¿sabes?

Sin embargo, aún faltaba mucho tiempo para eso. Audrey Driscoll pertenecía a otro mundo y a otra vida, como Annabe-lle, su abuelo y todos sus amigos de San Francisco. Aquello era lo verdadero: la fascinación de Shangai y la gente que abarrotaba las calles y que ella podía contemplar desde la ventana de la habitación. Charles la estaba mirando. Ya no podía imaginar una vida sin ella. Habían recorrido medio mundo juntos, pero algún día tendrían que regresar. Y entonces, ¿qué? No quería ni pensarlo. No quería sentar la cabeza con nadie, pero no podía soportar la idea de que Audrey se fuera.

Quería llevarla a visitar un poco Shangai antes de irse a dormir. Audrey tomó un baño y se cambió de ropa y después ambos salieron a la calle y tomaron un taxi que les condujo al Bund, donde se encontraban todas las tiendas y los edificios europeos. Más tarde, recorrieron de nuevo las bulliciosas calles de Shangai, y Audrey contempló, fascinada, los ejércitos de prostitutas, los niños que vagaban por las calles a altas horas de la noche y las multitudes de mendigos y forasteros. Los rostros occidentales abundaban mucho; sobre todo italianos, franceses, ingleses y norteamericanos y, por supuesto, japoneses. Había innumerables letreros luminosos, restaurantes, casas de juego y fumaderos de opio. Allí no había secretos ni nada que alguien no estuviera dispuesto a vender a cambio de dinero. Todo contrastaba fuertemente con la serena dignidad de la antigua historia china y no era en modo alguno lo que Audrey había imaginado. Tomaron una excelente cena de comida francesa en un restaurante enteramente regentado por chinos y frecuentado por una variada clientela internacional. Después, regresaron a pie al hotel y Audrey se quedó asombrada ante los atrevidos espectáculos callejeros. Charles se burló de su ingenuidad. Allí la inocencia era desconocida y no había nada que no se pudiera comprar, nada que no tuviera un precio.