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– ¿Irás de veras a San Francisco para conocer a mi abuelo? – le preguntó Audrey, aquella noche.

No podía soportar la idea de separarse de él.

– Iré si puedo… Cuando termine mi trabajo…

Pero Charles quería que Audrey se quedara con él en Londres. Escribiría allí sus artículos y luego esperaba tener un poco de tiempo libre. Varias veces le había sugerido aquella posibilidad, pero Audrey no podía quedarse.

– Sabes que es imposible. Tengo que regresar junto al abuelo. Y el hijo de Annabelle nacerá en marzo. ¿Por qué no vienes tú a San Francisco y escribes allí los artículos? ¿O vienes cuando los hayas terminado?

Audrey suponía que Charles estaría ocupado unas cuantas semanas y no veía por qué razón no podía escribir en otro sitio.

– Después tengo que escribir un libro, Audrey. No puedo largarme sin más cuando me apetezca.

Charles se deprimió al pensarlo. No quería separarse de la joven, pero tenía que pensar también en su trabajo y en los contratos que había firmado. Confiaba en poder compaginarlo todo. Cuando regresara a Londres, hablaría con su editor y procuraría organizarse. De momento, les quedaba todavía Pekín, donde Audrey se quedó boquiabierta de asombro. La ciudad era un símbolo de la historia y en ella no se observaba la menor huella de decadencia y corrupción. La capital de China durante ochocientos años -antigua residencia de Kublai Kan-, la dejó anonadada. Audrey contempló con lágrimas de emoción la impresionante plaza de Tienanmen y los curvos tejados dorados de la Ciudad Prohibida, antiguo palacio de los emperadores de las dinastías Ming y Ching. Se pasó varias horas visitando el conjunto de edificios y el Templo Celestial, construido enteramente en madera y sin un solo clavo. Fue el edificio que más le llamó la atención de todo Pekín a tan sólo cinco manzanas de la plaza de Tienanmen. Recorrió las calles sin cesar, llevando la cámara todo lo discretamente que pudo para no asustar a los niños que la consideraban una caja infernal y tomó disimuladamente fotografías de todo y de todos. En Shangai compró muchos carretes que gastó casi por completo en Pekín. Sobre todo, cuando abandonaron la ciudad y se dirigieron al norte para visitar primero el Palacio de Verano, construido por la emperatriz viuda para huir de los calores de Pekín. La temperatura era allí algo más fresca y lo que más fascinó a Audrey fue la barcaza de mármol que cruzaba el río, seguida de innumerables barcazas llenas de músicos que interpretaban melodías en la tibia noche.

Después del Palacio de Verano, visitaron las tumbas de los emperadores Ming, en el valle del mismo nombre. La principal avenida que conducía a las tumbas estaba flanqueada por impresionantes estatuas de animales -camellos agachados, leones rugiendo, leopardos a punto de saltar- y doce figuras humanas, algunas de las cuales eran representaciones de generales de la dinastía Ming. La inmensa mole de las estatuas y la increíble belleza del conjunto impresionaron profundamente a Audrey. Sin embargo, lo que más la cautivó fue la Gran Muralla. Charles y ella se trasladaron a Pa-ta-ling, a cuarenta kilómetros al noroeste de Pekín, para contemplar las curvas que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Parecía increíble que hubiera sido construida enteramente por la mano del hombre, con una longitud superior a los dos mil quinientos kilómetros para separar China de Mongolia. El comienzo de su construcción se remontaba a más de dos mil años y su anchura correspondía a la de los cuatro caballos montados por los guardias que vigilaban para impedir la entrada de las bandas de mongoles o de las hordas que, de vez en cuando, intentaban escalar la muralla. Sin embargo, su altura y su longitud parecían dividir el mundo.

– Es increíble, Charles -dijo Audrey-. Debe de ser la mayor construcción que jamás haya realizado el hombre.

Charles también lo creía así. Siempre quiso compartir aquella experiencia con alguien, pero jamás, hasta aquel momento, había tenido ocasión de hacerlo. Había visitado la muralla cinco o seis veces, sintiéndose abrumado cada vez por la inmensidad de la historia. Comprendió que Audrey experimentaba sus mismos sentimientos y le tomó una fotografía, de pie en la Gran Muralla. Abandonaron el lugar a regañadientes y, al caer la noche, regresaron en tren a Pekín. El viaje duró tan sólo una hora y Audrey permaneció en silencio casi todo el rato.

– Nunca olvidaré este día -dijo al llegar a la estación-. Toda mi vida recordaré esta muralla…

Hubiera querido darle las gracias a Charles por llevarla allí, pero no sabía cómo hacerlo. La experiencia había sido inolvidable. En realidad, todo el viaje fue igual. En comparación con todo aquello, el tiempo transcurrido en la Costa Azul le parecía una frivolidad. Trató de explicárselo a Charles tendida aquella noche a su lado en la cama, tras saborear una deliciosa cena a base de pato de Pekín en un restaurante que les habían recomendado.

– Hay lugar para las dos cosas en la vida, Aud. Para lugares como Antibes y para lugares como éste. A veces, a mí me gusta equilibrar ambas cosas -le dijo Charles.

Audrey no estaba muy segura de compartir esa opinión. Le gustaba más China. Era más hija de su padre de lo que imaginaba y aquella noche apenas pudo dormir, pensando en la Gran Muralla y en las bucólicas escenas que había contemplado a ambos lados de la misma. Casi no se tropezaron con nadie. Sólo aquel mudo testigo que contaba más de dos mil años de antigüedad con las piedras cuidadosamente colocadas la una encima de la otra y con anchura suficiente para el paso de cuatro caballos. La imagen se le quedó grabada en la mente y en el corazón. Estaba despierta cuando Charles se agitó en la cama y extendió los brazos hacia ella. En aquel momento, Audrey pensaba en otra cosa. Quería ver algo más. Deseaba viajar al norte y ver Harbin, otro de los sueños de su vida. Había leído una descripción de aquel lugar en uno de los libros de su padre.

– ¿Podremos ir a Harbin? -le preguntó a Charles en voz baja.

Recordó que su padre había estado allí en su juventud y que la ciudad le gustó todavía más que Shangai.

– ¿De veras quieres ir allí, Aud? -Charles no parecía muy entusiasmado-. Creo que ya tendríamos que empezar a pensar en el regreso.

Daba por sentado que ella regresaría a Londres con él. Sin embargo, a Audrey le hubiera sido más cómodo y rápido cruzar el Pacífico en barco y dejar que Charles regresara solo a Londres por ferrocarril. Audrey aún no había adoptado ninguna decisión, pero el hecho de ir a Harbin tal vez no le permitiera efectuar el viaje de vuelta con Charles. Este no quería que hubiera ninguna demora y así se dijo.

– No es prudente -añadió.

– Tal vez no pueda regresar aquí nunca más, Charles -dijo Audrey, apenada-. Visitar Harbin es muy importante para mí.

– ¿Por qué? ¿Sólo porque tu padre estuvo allí una vez? Audrey, cariño, procura ser un poco más sensata. -Charles se entristeció al ver que a la joven se le llenaban los ojos de lágrimas y trató de explicarle sus motivos-. Allí hará mucho frío ahora. Estuve en noviembre hace tres años y había temperaturas bajo cero. No estamos equipados para ir.