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Las excusas eran muy endebles y Audrey no quería dar su brazo a torcer.

– Podemos comprar allí lo que haga falta. Tampoco puede hacer tanto frío. Charlie, me apetece mucho verlo -dijo Audrey, mirando a Charles con ojos suplicantes.

Para ella iba a ser algo así como una peregrinación.

– Harbin se encuentra a más de mil kilómetros de aquí. Ten un poco más de juicio, amor mío. Audrey no quería tenerlo.

– Hemos recorrido casi diez mil kilómetros en total y, en estos momentos, me encuentro a más de diecisiete mil kilómetros de mi casa, por consiguiente, mil kilómetros no me parecen una distancia insuperable.

– Eres absurda, Aud. Yo pensaba poder regresar mañana a Shangai.

– Por favor, Charlie…

Éste no tuvo el valor de negarse, pero le hizo prometer que sólo permanecerían en Harbin un día. Irían, echarían un vistazo, volverían en seguida y, a la mañana siguiente, tomarían el tren de Shangai. Se pasaron la tarde comprando ropa de abrigo. Allí, les fue más difícil encontrar prendas de su talla. En Shangai no hubieran tenido ningún problema. Audrey se compró unos pantalones que le estaban cortos. En cambio, la chaqueta y los calcetines le iban bien. Las botas se las tuvo que comprar de hombre. Charlie no tuvo tanta suerte, pero insistió en que las prendas le mantendrían bien abrigado.

A la mañana siguiente, tomaron un tren de los Ferrocarriles Orientales Chinos, de propiedad japonesa, para dirigirse al norte atravesando la llanura de Manchuria. El viaje hubiera tenido que durar dieciocho horas, pero duró veintiséis, hubo incontables paradas y demoras ya que los japoneses registraban los vagones en cada estación. Las paradas más largas tuvieron lugar en Chin-chou, Shen-yang, Shuangliao y Fu-yü, pero, poco antes del mediodía, consiguieron llegar por fin a la estación de Harbin. Lo primero que vieron fue un grupo de ancianas rusas en el andén acompañadas de tres sonrosados niños, unos cuantos perros que husmeaban la nieve y una hoguera alrededor de la cual unos hombres vestidos con atuendos típicos manchúes se calentaban las manos y fumaban en pipa. Había también una bomba de incendios tirada por caballos. El olor a humo y la espuma que emitían los nerviosos caballos les hizo comprender que acababa de producirse un incendio. Charles tenía razón. Hacía un frío terrible y estaba todo cubierto de nieve. Había una larga hilera de automóviles y rickshaws aguardando a los viajeros. Un destartalado automóvil les llevó hasta el Hotel Moderne. Audrey lo contemplaba todo extasiada mientras que Charlie hubiera preferido encontrarse camino de Shangai, cubriendo la primera etapa de su viaje de vuelta a Occidente. Sin embargo, no tuvo más remedio que ceder al obstinado capricho de Audrey. En el Hotel Moderne no había sitio porque estaban pintando las habitaciones. Se fueron a un pequeño hotel en cuyo salón ardía un reconfortante fuego de chimenea. Llevaban varios meses sin recibir clientes y el viejo de recepción se puso muy contento al verles. Les contó la historia de las inundaciones del treinta y dos y les ofreció una de sus mejores habitaciones.

– Es maravilloso -exclamó Audrey, mirando alegremente a su alrededor-. Más parece Rusia que China.

Se oía hablar mucho ruso por las calles porque la frontera con Rusia distaba tan sólo trescientos kilómetros.

– Supongo que después querrás ir a Moscú -le dijo Charles, un poco molesto.

– No, no te preocupes. Hubiera sido una lástima que nos perdiéramos todo esto, reconócelo Charles.

Parecía una postal navideña, pero Charles no estaba de buen humor.

– Mañana nos volvemos a Pekín -le dijo, apuntándola con un dedo-. ¿Está claro?

– Perfectamente claro. En tal caso, hoy quiero echar un buen vistazo a la ciudad. ¿Tienes mi cámara?

Charles se la entregó y Audrey tomó de nuevo la gruesa chaqueta que a duras penas bastaba para protegerla del frío.

– ¿Adonde vamos? -preguntó Charles con expresión falsamente angustiada-. Tiemblo de sólo pensar en la tortura que se avecina.

El hombre de recepción les dijo que Hu-lan era un lugar interesante. Se hallaba situado a unos treinta kilómetros de distancia, pero el automóvil que les había llevado al hotel les podría conducir hasta allí.

– ¿No podríamos quedarnos en el hotel? -dijo Charles cuando la joven le comunicó la noticia-. ¿No hemos recorrido suficientes kilómetros en un día?

– Puedes quedarte aquí si quieres -contestó Audrey, tomando la chaqueta y la cámara-. Volveré a la hora de cenar.

– ¿Y el almuerzo? -preguntó Charles, saliendo con ella de la habitación como un chiquillo enojado.

La esposa del hotelero les saludó con la mano desde la puerta de la cocina. Les había preparado piroshi y borscht caliente, la célebre sopa rusa de remolacha y verduras. Al salir a la calle, a Charlie ya se le había pasado un poco el enfado.

Mientras recorrían las calles de Harbin en busca del automóvil, Audrey contempló los rótulos de las tiendas pintados en ruso y chino. La ciudad parecía más europea que oriental y, al igual que en Shangai, se oían toda clase de idiomas: francés, ruso, un poco menos de inglés que en Shangai, cantones y un dialecto manchú. Le llamaron la atención los atuendos de la gente, los gorros de piel, las extrañas chaquetillas y el hecho de que casi todo el mundo fumara.

El conductor les mostró el Banco Americano y les condujo a Hu-lan, advirtiéndoles, sin embargo, de que la carretera estaba cortada y no podrían llegar hasta el final. Tuvieron que avanzar por angostos caminos cubiertos de nieve y pasaron por delante de pintorescas casas de labranza, mientras el conductor les explicaba los pormenores del cultivo de la soja. Cuando faltaba una media hora para llegar a Harbin, pasaron por delante de una pequeña iglesia de piedra que a Audrey le llamó mucho la atención. El conductor dijo que era francesa y, precisamente en aquel momento, una muchacha enfundada en un fino vestido de seda corrió hacia la carretera, suplicándoles por señas que se detuvieran. Al principio, a Audrey le pareció que iba descalza, pero, cuando estuvo más cerca, vio que llevaba unas zapatillas azules de algodón y que tenía unos pies muy pequeños, aunque no los llevaba vendados. La niña intercambió nerviosamente unas palabras con el conductor en un dialecto que a Audrey y Charles les sonó desconocido, al tiempo que señalaba un edificio de madera.

– ¿Qué quiere? -preguntó Audrey, intuyendo que la niña estaba en peligro.

El conductor se encogió de hombros.

– Dice que los bandidos han matado a las dos monjas que llevan el orfanato. Querían esconderse en la iglesia, pero las monjas no lo permitieron. -Hablaba cuidadosamente en inglés mientras la niña gimoteaba y agitaba frenéticamente los brazos en dirección a la iglesia y el edificio contiguo-. Alguien tiene que enterrarlas, pero ahora hace demasiado frío. Y alguien tiene que atender a los niños.

– ¿Dónde están los otros? -preguntó Audrey mientras Charles la observaba en silencio-. ¿Cuántas monjas hay?

El conductor volvió a hablar con la niña en un sonsonete y ella contestó rápidamente a sus preguntas. Charles se arrepintió de haber emprendido aquel malhadado viaje.

– Dice que sólo las dos que han matado – tradujo el conductor-. Las otras dos se fueron hace un mes. Pensaban ir primero a Shangai y después al Japón. Dentro de un mes vendrán otras dos. Ahora no hay ninguna monja. Sólo la niña. Todos son huérfanos.

– ¿Cuántos hay?

El conductor preguntó y la niña contestó entre sollo2os.

– Dice que veintiuno. Casi todos muy pequeños. Ella y su hermana son las mayores. Ella tiene catorce y su hermana, once. Y las monjas están muertas en la iglesia.

Audrey se quedó horrorizada y, ante la perpleja mirada del conductor, abrió la portezuela del vehículo y descendió. Charles la asió por un brazo.