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– ¿Adonde vas?

– ¿Qué quieres que hagamos? ¿Dejarlas solas con dos monjas muertas? ¡Por el amor de Dios, Charles! Lo menos que podemos hacer es ayudarlas a organizar un poco las cosas mientras alguien avisa a las autoridades.

– Audrey, esto no es San Francisco ni Nueva York. Estamos en China, mejor dicho, en Manchuria. Manchukuo, tal como la llaman los japoneses que la han ocupado. Por si fuera poco, hay una guerra civil y bandidos por todas partes y niños huérfanos que se mueren de hambre por todo el país. Aquí mueren niños y monjas cada día. No podemos hacer absolutamente nada para evitarlo.

Audrey le miró enfurecida, se soltó de su presa y hundió los pies en la nieve, mirando a la temblorosa niña.

– ¿Hablas inglés? -le preguntó muy despacio. La niña la miró con ojos inexpresivos y después empezó a hablar atropelladamente, señalando hacia la iglesia-. Sí, ya sé lo que ha pasado. -«Dios bendito», pensó, ¿cómo se iba a entender con aquella niña? Entonces recordó que las monjas eran francesas -. Vous parlez franjáis?

Había estudiado este idioma en la escuela y, aunque lo tenía muy olvidado, le sirvió para hacerse entender cuando estuvo en la Costa Azul.

La niña contestó inmediatamente en un vacilante francés sin dejar de señalar la iglesia. Audrey la siguió, asegurándole que intentaría ayudarla. Pero no estaba preparada para presenciar el espectáculo que apareció ante sus ojos al entrar en la iglesia.

Las monjas yacían con las ropas desgarradas. Las habían violado y, posteriormente, decapitado. Audrey estuvo a punto de desmayarse al ver el enorme charco de sangre. Sin embargo, un fuerte brazo la sostuvo por detrás mientras vomitaba. Al volverse, vio el pálido rostro de Charles, quien empujó a Audrey y a la niña hacia la salida para apartarlas del horrendo espectáculo.

– Salid fuera las dos. Voy en busca de alguien que me ayude.

Audrey tomó rápidamente a la niña del brazo y salieron juntas al exterior. Una vez allí, la niña tiró de la joven para que la acompañara al otro edificio. En cuanto se abrió la puerta, Audrey se vio rodeada de dulces rostros de chinitos, todos ellos solemnes y algunos llorando muy quedo. La mayoría tendría entre cuatro y cinco años, unos pocos debían rondar los seis o siete, y algunos eran prácticamente recién nacidos. La niña de catorce años y su hermana no los podían cuidar y, ahora que las monjas no estaban, nadie las podría ayudar, exceptuando un pastor metodista de la ciudad que se pasaba varias semanas recorriendo los lejanos campos. Audrey le preguntó a la niña si alguien podría auxiliarles. La niña la miró con ojos asustados y sacudió la cabeza. No había nadie, le explicó en vacilante francés.

– Pero tiene que haber alguien -dijo Audrey, utilizando el autoritario tono de voz que empleaba para llevar la casa del abuelo.

La niña repitió la misma respuesta y le explicó que las nuevas monjas llegarían al mes siguiente.

– Novembre -dijo-. Novembre.

– ¿Y hasta entonces?

La niña levantó las manos en un gesto de impotencia y contempló a los niños, diecinueve en total, sin contarla a ella ni a su hermana. Audrey se preguntó mecánicamente si habrían comido. No sabía cuándo habrían asesinado a las monjas y ninguno de los niños podía valerse por sí mismo, a excepción de la niña que hablaba francés y su hermana menor. Al preguntarle a la niña, ésta contestó que llevaban sin comer nada desde la víspera. Era extraño que, a pesar de ello, ninguno se quejara.

– ¿Dónde está la cocina?

La niña la acompañó a una pulcra y pequeña cocina, que tenía instalaciones muy primitivas, pero suficientes. Tenían dos vacas de las que obtenían la leche, una cabra y numerosas gallinas, buenas provisiones de arroz y algunos frutos secos del verano anterior. Había, asimismo, un poco de carne cuidadosamente enlatada por las monjas en otoño. En un santiamén, Audrey les preparó huevos a todos, y les dio a cada uno una tostada de pan, un poco de queso de cabra y unos cuantos orejones dé albaricoque. Fue la comida más apetitosa que les habían servido en mucho tiempo. Los chiquillos la miraron con los ojos abiertos de par en par mientras la muchacha les daba de comer como si jamás en su vida hubieran hecho otra cosa. A continuación Audrey se puso un delantal de las monjas y le dio a cada uno un vasito de leche. Sólo las dos niñas mayores no querían comer. Eran las que habían descubierto los cadáveres de las monjas y estaban muy trastornadas. Au-drey las animó a comer y, al final, se tomaron unos huevos y un poco de queso de cabra mientras observaban a la desconocida.

Audrey estaba limpiando la cocina cuando entró Charles, que tenía la cara muy seria y las manos y los pantalones manchados de sangre.

– Las hemos metido en unos sacos y llevado a un cobertizo de la parte de atrás. El conductor avisará más tarde a las autoridades y vendrán a retirar los cadáveres. Cuando regresemos, me pondré en contacto con el cónsul francés en Harbin.

Estaba agotado y horrorizado. Audrey le entregó en silencio un plato con queso de cabra y una rebanada de pan. Le iba a dar también un poco de té, pero lamentaba no tener a mano una bebida más fuerte. No le hubiera venido nada mal un buen trago de coñac.

– Tendrán que enviar a alguien para que atienda a los niños. Aquí no hay nadie, Charles. Al parecer, había otras dos monjas que se fueron al Japón hace un mes y en noviembre vendrán dos más. Pero, de momento, no hay nadie que atienda a los

niños.

– Ellas los pueden cuidar -dijo Charles, señalando discretamente a las dos niñas mayores.

– Pero, ¿qué dices? Sólo tienen catorce y once años. No pueden cuidar a diecinueve niños. Llevaban sin comer desde ayer.

– ¿Qué es lo que pretendes decir con eso, Audrey? -preguntó Charles, alarmado.

– Pretendo decir que alguien tiene que atender a estos niños

– contestó Audrey, mirándole a los ojos.

– Eso ya lo he entendido. Pero, ¿y entre tanto?

– Vuelve a la ciudad, habla con el cónsul y pide que envíen a alguien.

– ¿Y tú dónde estarás mientras yo hable con el cónsul?

– preguntó Charles. -Aquí, con ellos. No podemos dejarles así, Charlie. Es absolutamente imposible. Míralos, la mayoría tiene dos o tres años.

– Vaya por Dios – exclamó Charles, levantándose de golpe y cruzando la estancia a grandes zancadas-. Me lo estaba temiendo. Mira, aquí está a punto de estallar una guerra. Los japoneses han ocupado el territorio y los comunistas están armando jaleo. Tú eres una norteamericana y yo un subdito británico y no tenemos absolutamente nada que ver con lo que está pasando aquí, y el hecho de que a dos monjas francesas las hayan asesinado unos bandidos no es asunto de nuestra incumbencia. Ya no teníamos ni que haber venido. Si tú tuvieras un poco de sentido común, a esta hora estaríamos en Shangai y mañana por la mañana emprenderíamos el viaje de regreso.

– Pues, bueno, no lo hemos hecho y sanseacabó, Charlie. Tanto si te gusta como si no, estamos en Harbin y hay veintiún huérfanos abandonados sin que nadie cuide de ellos. No pienso dejarlos hasta que no venga alguien. Aquí se morirían, Charlie. No saben comer solos.

– ¿Y a ti quién te ha encargado que los cuides?

– ¿Quién? No lo sé. ¡Dios! ¿Qué quieres que haga, que vuelva al automóvil y me olvide de ellos?

– Tal vez. Ya te lo dije, hay niños muriéndose de hambre en toda China. Caen como moscas en la India, el Tíbet y Persia… ¿Qué pretendes hacer, Audrey? ¿Salvarlos a todos?

– No -contestó Audrey, apretando los dientes. Había visto muchos niños abandonados en las pasadas semanas y, aunque no podía ayudarlos a todos, esta vez no quería volverles la espalda. Se quedaría con estos niños hasta que llegara alguien. Era una faceta de su carácter que Charles desconocía-. Me voy a quedar aquí hasta que alguien venga a ayudar, por consiguiente, vuelve a Harbin en seguida y habla con el cónsul.