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Cuando Charles se fue, Audrey acostó a media docena de niños, dio un poco más de comida al resto, arregló la cocina y observó cómo dos de los niños ordeñaban las vacas. Todo estaba en orden cuando Charles regresó a las seis, con el ceño fruncido. A saber lo que le habría dicho el cónsul, pensó Audrey. No tuvo que esperar mucho para averiguarlo. Charles entró en la casa, dio un portazo y la miró en silencio.

– ¿Y bien? -preguntó Audrey, sin la menor intención de ceder.

– Dice que no tiene ningún control sobre la Iglesia Católica y que no puede responsabilizarse de lo ocurrido. Al parecer, las monjas llevan muchos años causándoles problemas y él les aconsejó hace dos años que se fueran del país. Enviará a alguien a retirar los cadáveres mañana o pasado, pero no se puede responsabilizar de los huérfanos. En su opinión, el orfanato tendría que ser «desmantelado».

– ¿Desmantelado? ¿Y eso qué demonios significa? ¿Arrojarles fuera para que se mueran de hambre en la nieve? -preguntó Audrey, echando chispas por los ojos.

– Tal vez. No lo sé. Entregarlos a las autoridades locales. ¿Qué piensas hacer? ¿Adoptarlos a todos?

– No seas absurdo, Charlie. No puedo dejar abandonados a estos niños.

– ¿Y por qué no? -gritó Charles, exasperado-. Tienes que hacerlo, Audrey. ¡No hay más remedio! Tenemos que volver a casa. Yo tengo que escribir mis artículos y tú tienes que regresar a los Estados Unidos… ¿Qué vas a hacer en Harbin con veintiún huérfanos?

Charles estaba tan fuera de quicio que, por primera vez en todo el día, Audrey se inclinó para darle un beso. Sin embargo, seguía muy preocupada por los niños y el orfanato.

– Te quiero, Charles Parker-Scott, y lamento mucho que nos hayamos metido en este lío, pero ahora no puedo marcharme. Tenemos que resolver la situación de estos niños. Les preguntaremos a los dueños del hotel si hay hogares dispuestos a acogerlos.

Pero no debía de haberlos, ya que, en tal caso, las monjas los hubieran encontrado. Mientras ambos discutían, los niños les miraban en silencio.

Charles no sabía qué decirle a la muchacha. Jamás se había mostrado tan independiente y obstinada. Desconocía aquel aspecto de su carácter y empezaba a perder la paciencia con ella. -¿Pretendes pasar la noche aquí? -le preguntó, desalentado.

No sabía cómo resolver aquel lío dado que las conversaciones con las autoridades francesas habían sido inútiles.

– ¿Y qué me aconsejas tú que haga, Charles?

– No tengo ni idea. Busquemos otra iglesia y dejémoslos allí. Tiene que haber otras iglesias en Harbin.

Charles quería resolver aquel problema y regresar cuanto antes a Shangai, pero Audrey no pensaba dar el brazo a torcer.

– Fantástica idea -dijo la chica-. Ve tú y yo te esperaré aquí. Cuando vengas con alguien, nos podremos marchar. En caso contrario, podemos llevarlos a la otra iglesia en el taxi.

Aplicada al cacharro que les había conducido hasta allí, la palabra taxi era un eufemismo. Charles estuvo a punto de soltar un gruñido. Ahora tendría que buscar otra iglesia donde estuvieran dispuestos a acoger a los veintiún huérfanos. Aquella tarea, que en Filadelfia hubiera sido muy difícil, en Harbin era imposible. Maldijo la hora en que accedió a visitar Harbin y, tras ingerir rápidamente una taza de té verde, subió de nuevo al taxi e inició la búsqueda de una iglesia que estuviera dispuesta a aceptar a los huérfanos.

En su ausencia, Audrey cambió incontables pañales, preparó para los niños una cena a base de arroz con un poco de carne y caldo y arregló la casa. No estaba muy desordenada y las dos niñas mayores habían cuidado muy bien a los pequeños, aunque se habían olvidado de la comida. La mayor de ellas intentó explicarle a Audrey, en francés, lo ocurrido, cómo los comunistas bajaban de vez en cuando de los montes e intentaban ocultarse en la iglesia, cómo los manchúes quisieron refugiarse allí hacía dos años cuando llegaron los japoneses y cómo los bandidos asolaban la región y mataban a la gente. Ling Hwei, que así se llamaba la niña, le dijo a Audrey en vacilante francés que los japoneses habían matado a sus padres y a sus tres hermanos. Ella y su hermana Shin Yu fueron las únicas supervivientes. Las monjas las acogieron junto con los demás niños, algunos de los cuales habían quedado huérfanos a causa de la epidemia de cólera del año anterior. De vez en cuando, grupos de niños eran enviados a la casa madre de la orden en Lyon o bien a otro orfanato que las monjas tenían en Bélgica. Éstas tenían, además, otro orfanato en el sur de China, pero Ling Hwei y Shin Yu no quisieron abandonar Harbin y las monjas les permitieron quedarse porque eran unas niñas muy hacendosas.

– ¿Y hay otras iglesias de las monjas aquí, en Harbin? -le preguntó Audrey.

La niña sacudió la cabeza. Casi todas las iglesias de la ciudad eran ruso-ortodoxas y estaban a cargo de unos sacerdotes muy ancianos, respondió Ling Hwei. Audrey ya sabía lo que diría Charles cuando regresara de su misión.

No se equivocó demasiado. Charles volvió muy tarde aquella noche, cuando todos los niños ya estaban acostados, menos las dos niñas mayores, que estaban sentadas en un rincón susurrando.

– No hay nada, Aud -dijo Charlie, completamente exhausto-. He recorrido todas las iglesias de la ciudad. He preguntado a los del hotel. Parece que las monjas llevaban una vida completamente independiente y nadie está dispuesto a asumir esta carga. La comida escasea, la gente teme a los japoneses y a los comunistas. Nadie quiere venir a cuidar a estos niños y nadie los quiere acoger, ni siquiera en grupos. Lo he intentado todo y he llamado a todas las puertas. Un sacerdote ruso nos dijo que los dejáramos, que ya se las arreglarían ellos solos -miró tristemente a Audrey, temiendo que ésta no quisiera marcharse-. Dice que hay pilludos en toda China y que los más fuertes sobreviven.

Ambos habían observado la miseria de los pilludos callejeros.

– ¿Qué me aconsejas que haga? -gritó Audrey, enfurecida-. ¿Qué clase de pilludo piensas tú que sería un niño de dos años? La mayoría de ellos apenas los supera.

Aunque ambos habían visto chiquillos de tres o cuatro años pidiendo limosna en las calles de Shangai, el espectáculo era para Charles tan inaceptable como para Audrey. Lo malo era que él no sabía cómo escapar del destino que se había abatido sobre ellos en aquel remoto lugar. Estaba muerto de cansancio y de frío y no había comido en todo el día. – No sé qué decirte, Aud.

Se sentó en un banco de madera.

– Gracias por intentarlo, Charlie -dijo ella, tomándole cariñosamente una mano-. ¿Y si nos los lleváramos a Shangai e intentáramos buscarles acomodo allí?

– ¿Qué haremos si nadie los acoge? Las calles están llenas de niños abandonados. Tú misma lo has visto. Dejarlos allí sería lo mismo que abandonarlos aquí, aunque en Shangai no hace tanto frío. Aquí, por lo menos, tienen cobijo, conocen el ambiente y hay comida para algún tiempo. -Además, organizar un viaje de más de mil quinientos kilómetros en tren le parecía a Charles una empresa casi imposible-. Ni siquiera sé si las autoridades de aquí permitirían que nos los lleváramos. Los japoneses son un poco quisquillosos en eso de quién va y quién viene. Por lo menos cuando la gente viaja en grupos numerosos.

– Si son tan quisquillosos, ¿por qué no los cuidan ellos? -preguntó Audrey, irritada. Entonces, recordó lo que les habían hecho a los padres de Ling Hwei y pensó que mejor sería que no se llevaran a los niños. Para resolver el problema, probablemente los matarían a todos. Se sentó en un banco al lado de Charles y exhaló un suspiro; no sabía qué hacer-. ¿Y si enviamos un telegrama a la casa madre de esta orden de monjas? Puede que mandaran a alguien para ayudarnos.

– No es mala idea. Siempre y cuando no tarden mucho en contestar. A lo mejor, nos pueden sugerir alguna solución provisional. O enviarnos a alguien de aquí. Mañana por la mañana iremos a la estación y enviaremos el telegrama.