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Juntos rebuscaron entre los papeles del escritorio en la pulcra habitación de las monjas y encontraron la dirección y el teléfono de la casa madre de Lyon. Era la Orden de San Miguel. Audrey estuvo tentada de llamarlas por teléfono, pero a Charles le pareció más fácil enviar un telegrama que poner una conferencia imposible en la que no se podría oír nada. Aquella noche, redactaron el texto a la luz de una vela y se acostaron en las estrechas camas de las monjas, temblando de frío mientras Charles rezaba para que pronto se pudiera resolver el problema.

Al día siguiente, enviaron un telegrama laboriosamente redactado en francés por Audrey y Ling Hwei y, aunque no resultaba tan elegante como la primitiva versión en inglés, explicaba lo esencial que necesitaban saber las monjas de Francia:

LAMENTAMOS INFORMAR MONJAS SAN MIGUEL ORFANATO HARBIN ASESINADAS POR BANDIDOS. VEINTIÚN HUÉRFANOS ORFANATO NECESITAN INMEDIATA ASISTENCIA. ROGAMOS CONSEJO.

Charles sólo firmó con el apellido Parker-Scott, sin explicar quién era y limitándose a indicar el nombre de la oficina de correos de Harbin. Durante dos días esperaron la respuesta de las monjas de Lyon; mientras, Audrey atendía a los niños y Charles paseaba nerviosamente por la cocina. Éste ya había dicho que, tanto si recibían respuesta como si no, sólo pensaba quedarse un día más en Harbin, y se iría con Audrey aunque tuviera que llevarla a rastras a la estación.

Pero, al final, llegó la respuesta en la que no se apuntaba ninguna solución. Charles regresó al orfanato y le mostró el telegrama a Audrey. Ya sabía lo que iba a ocurrir, pero no le importaba lo que la muchacha dijera. Se irían y sanseacabó.

NOUS REGRETTIONS. AUCUNE POSSIBILITÉ DE SECOURS AVANT FIN NOVEMBRE. VOS SOEURS AU JAPÓN COMBATTENT UNE ÉPIDÉ-MIE PARMI LEURS CHARGES. L'ORPHELINAT Á LINQING FERMÉ DEPUIS SEPTEMBRE. NOUS VOUS ENVERRONS DE L'AIDE FIN NOVEMBRE. QUE DIEU VOUS BÉNISSE. Firmado, MERE ANDRÉ.

Charles estuvo a punto de descargar un puñetazo contra la pared cuando lo leyó. Sus conocimientos de francés eran suficientes para permitirle entender todo lo que en este caso no hubiera querido. Decía que las monjas del Japón estaban combatiendo una epidemia entre su pupilos y que el otro orfanato chino de la Orden de San Miguel llevaba cerrado desde septiembre. Prometían enviar ayuda a finales de noviembre, lo cual quedaba muy lejos. El mensaje incluía una bendición que a Charlie le importaba un bledo. Él sólo quería sacar a Audrey de Harbin en cuestión de uno o dos días, pero no tenía la menor idea de cómo iba a hacerlo. Si le mentía, diciéndole que la ayuda iba a llegar dentro de unos días, Audrey se empeñaría en quedarse hasta que llegara. Era demasiado inteligente como para que se la pudiera engañar. Además, querría ver el telegrama. Cuando él se lo entregó al mediodía, Audrey lo leyó con la cara muy seria.

– Y ahora, ¿qué hacemos, Charlie? -preguntó, mirándole angustiada.

La situación era muy difícil.

Charles lanzó un suspiro antes de contestarle; sabía muy bien que se avecinaba una pelea.

– Tendrás que resignarte a hacer algo que no te gusta.

– Y eso, ¿qué significa? -replicó Audrey con dureza.

– Significa que, te guste o no, vas a tener que irte, Audrey. Tienen comida para bastante tiempo y alguien se compadecerá de ellos. Sólo falta un mes para que lleguen las otras monjas.

– ¿Y si se retrasan? ¿Y si las matan por el camino, como a las demás?

– No es probable.

– Tampoco lo es que yo me vaya -dijo Audrey, mirando sin pestañear al hombre que amaba.

– Tienes que ser razonable, Aud -dijo Charles, exhalando un suspiro. Los últimos días habían sido agotadores y sumamente desagradables-. Tenemos que volver. No podemos quedarnos eternamente aquí, haciendo el tonto.

– No hacemos el tonto. Cuidamos a unos niños.

– Pido disculpas por la desafortunada elección de las palabras – dijo Charles, apretando las mandíbulas-. Pero nos vamos.

– No nos vamos. Te vas tú.

– Que te crees tú eso, Audrey Driscoll. -Charles se levantó y la miró con expresión beligerante-. Tú te vienes conmigo.

– No pienso dejar a estos niños.

– Las dos mayores pueden cuidar a los demás.

Charles se asustó al ver el rostro de Audrey. Su obstinación le parecía inconcebible. No podía abandonarla en una Man-churia ocupada por los japoneses. Se estremecía de sólo pensar en lo que les había ocurrido a las dos monjas. Ahora trató de recordárselo a su amante en términos inequívocos.

– Yo sé cuidar de mí.

– ¿De veras? ¿Desde cuándo?

– Desde siempre. Cuido de mí desde que tenía once años,

Charlie.

– Tú estás loca. Has vivido en una ciudad norteamericana civilizada, llevando una vida regalada en casa de tu abuelo. ¿Qué demonios te induce a suponer que podrías sobrevivir en Manchuria, con las fuerzas comunistas al acecho, unos japoneses hostiles, bandidos por todas partes y personas a quienes les importa un bledo que vivas o mueras?

Charles se indignaba de que Audrey se creyera con fuerza para afrontar todo aquello. En el transcurso de su vida nada la había preparado para semejante situación como no fuera su espíritu aventurero y los malditos álbumes de fotos de fu padre. Sólo que lo de allí era real. Las monjas decapitadas en la desierta capilla eran, sin lugar a dudas, reales, y él no permitiría que nada semejante le ocurriera a Audrey. Sin embargo, la joven no pensaba en eso, sino en los niños.

– ¿Y a ti qué te induce a suponer que estos niños se las podrán arreglar solos cuando les dejemos?

Audrey miró a Charles con los ojos llenos de lágrimas. Eran muy pequeños y les había cobrado cariño durante aquellos días. Dos se peleaban constantemente por el privilegio de sentarse en su regazo y una chiquilla durmió la víspera abrazada a ella en su cama. Por su parte, Ling Hwei y su hermana Shin Yu eran muy cariñosas y serviciales. ¿Cómo hubiera podido abandonarles?, pensó, mientras miraba a Charlie.

– Lo sé, cariño, lo sé. Es terrible tener que dejarles. Pero no hay más remedio. Todo el país está lleno de dolor, hambre y niños perdidos, pero tú no puedes atenderlos a todos. Lo de aquí no es distinto. Para Audrey, sí lo era. Ahora conocía a aquellos niños aunque ignorara sus nombres. Y no hubiera podido abandonarles, de la misma manera que no pudo abandonar a su hermana Annabelle en Hawai cuando ambas se quedaron huérfanas. La tomó bajo su protección y la cuidó durante quince años, exceptuando los últimos seis meses.

– No puedo abandonarles, Charlie. Aunque para ello tenga que quedarme aquí otro mes hasta que lleguen las monjas.

Charles comprendió a través de la mirada de Audrey que hablaba completamente en serio. No era una chiquilla. No era una muchacha de dieciocho años a la que él pudiera manejar a su antojo. Tenía sus ideas. Charles no sabría qué hacer en caso de que Audrey se negara a abandonar China.

– ¿Y si no vienen hasta dentro de seis meses, Aud? Puede ocurrir. La situación política podría empeorar e impedirles venir, con lo cual tú podrías quedar atrapada aquí varios años.

Aunque aquella posibilidad le causaba auténtico espanto, Audrey estaba decidida a no abandonar a aquellos encantadores chiquillos que le tendían las manos en cuanto la veían. No podía permitir que se enfrentaran solos a su destino.

– Supongo que tendré que correr este riesgo.

Habló con una valentía que ocultaba sus más íntimos temores y Charlie comprendió que había empezado a abrirse una brecha entre ambos.

– Audrey, por favor.

La tomó en sus brazos y advirtió que estaba temblando. Le constaba que ella temía quedarse sola allí, pero él no estaba dispuesto a quedarse un mes o dos o diez o doce. Tenía que regresar a Londres y ya estaba nervioso por el retraso. Sin embargo, jamás se había enfrentado con semejante dilema. Hubiera sido horrible dejar a Audrey allí, pero él no podía quedarse indefinidamente. Trató de explicárselo mientras los niños correteaban y gritaban a su alrededor.