Выбрать главу

– Yo tengo que volver, Audrey. Me va en ello el trabajo. Tú tampoco puedes quedarte. Me lo has estado repitiendo constantemente. ¿Y esas responsabilidades de que tanto hablas?

– Puede que, en este momento, esto sea más importante. Esas palabras hirieron profundamente los sentimientos de Charles. ¿O sea que estaba dispuesta a dejarle a él, pero no así a aquellos niños?

– ¿Y nosotros? -le preguntó con tristeza-. ¿Eso no te importa?

– Pues claro que sí. Ya sabes que te quiero, pero también tenemos que ser sinceros el uno con el otro. Algún día tendríamos que dejarnos, de todos modos. Y, si tú no puedes quedarte aquí conmigo ahora, tal vez éste sea el instante de hacerlo. Lo único que sé es que no puedo abandonar a estos niños, como no pude abandonar a Annabelle hace años o tú no pudiste dejar a Sean.

La alusión al hermano menor al que tanto amaba fue casi un golpe físico para Charles.

– Lo siento, no quería herirte -añadió Audrey al ver su mueca de dolor-. Lo que ocurre es que… Nada cambiará entre nosotros, te lo aseguro. Sólo que yo me quedaré algún tiempo aquí mientras tú regresas a casa.

No había querido separarse de él en Venecia y Estambul, y ahora no tenía más remedio que hacerlo. Le pareció que estaba viviendo una prueba semejante a la de la muerte de sus padres, el cuidado de Annabelle o la atención a su abuelo.

– ¿Y si yo ahora me casara contigo, Audrey? -preguntó Charles mientras la chica le miraba asombrada.

– ¿Lo dices en serio?

– Si con ello consiguiera sacarte de aquí, sí.

– Ésa no es una buena razón para casarse, Charles -contestó Audrey conmovida y confusa ante la proposición.

– Pero es que, además, te quiero.

– Y yo a ti también. Bien lo sabes. Pero, después de Harbin, ¿qué ocurrirá? No puedo dejar solo a mi abuelo por tiempo indefinido.

– Pues parece que eso ahora no te es demasiado difícil -dijo Charles, ofendido.

– Ésta es una situación provisional. Más tarde regresaré a casa. ¿Y si tú te trasladaras a vivir a San Francisco?

Charles lanzó un suspiro y se miró las manos, reflexionando un instante antes de darle una respuesta sincera.

– Tú sabes que no puedo hacer eso. Con el trabajo que yo hago, no puedo quedarme quieto en un sitio. Viajo por todo el mundo diez meses al año. Tú tendrías que acompañarme. De lo contrario, sería absurdo que nos casáramos, ¿no crees?

Sin embargo, lo más importante era el amor que ambos se profesaban el uno al otro. Era la primera vez que tropezaban con un obstáculo y no sabían cómo resolver la situación.

– ¿Podrás perdonarme alguna vez si me quedo aquí? -preguntó Audrey. Le temblaba la voz.

– La pregunta tendría que ser más bien, ¿podré perdonármelo yo? No puedo dejarte aquí sola en Manchuria, Aud. ¡Es imposible] -gritó Charles, descargando un puñetazo sobre la mesa-. ¿Es que no lo comprendes? Te quiero. No pienso abandonarte aquí, pero tampoco puedo quedarme para siempre. Tengo un contrato y tres plazos de entrega. Eso es muy importante para mí.

– Y lo de aquí también es muy serio para estos niños, Charlie. Estamos hablando nada menos que de sus vidas. ¿Y si vienen los bandidos y los matan?

– Los bandidos no matan a los huérfanos. Sin embargo, ambos sabían que eso no siempre era cierto. Por lo menos, en China.

– También los japoneses podrían causarles daño. Aquí todo es posible. Por consiguiente, si no puedes quedarte, me tendrás que dejar aquí. Charlie, ¿no entiendes que ésa es una opción que yo hago libremente? Soy una persona adulta. Tengo derecho a tomar mis decisiones, tal como hice en Venecia cuando subí al tren contigo, o como hice en Estambul cuando decidí acompañarte a China. Ésa es otra opción, como la que haré cuando decida regresar a casa junto al abuelo. Tengo que seguir mi propio destino. Y quisiera… -Audrey apartó el rostro y se echó a llorar-. Y quisiera que mi destino fuera el mismo que el tuyo. Pero, en estos momentos, me parece imposible. Tienes que dejarme aquí, Charlie. Por el bien de estos niños. -Después, Audrey añadió algo que conmovió profundamente a su amante-. ¿Y si uno de estos niños fuera hijo nuestro? ¿Y si alguien pudiera salvar a nuestro hijo y no lo hiciera? La sola idea de compartir un hijo les hizo sentirse más unidos que nunca.

– Si tuviéramos un hijo, no querría que nunca más te apartaras de mi lado. -De repente, Charles la miró muy serio-. ¿Hay alguna posibilidad de que eso ocurra? -preguntó.

No había vuelto a pensar en ello desde Estambul, pero Audrey sabía calcular los períodos peligrosos y le avisaba. Ninguno de los dos quería un hijo no planificado. Sin embargo, la forma de hablar de Audrey le trajo la idea a la mente y no por primera vez.

– No -contestó la muchacha, sacudiendo la cabeza-, no lo creo. Pero piensa en ello, piensa en estos niños como si fueran nuestros hijos. ¿Podrías volver a respetarme si los abandonara?

Charles esbozó una sonrisa ante aquella muestra de idealismo. Audrey no entendía el Oriente. Y tal vez fuera mejor.

– Estamos en China, Audrey. Casi todos estos niños fueron abandonados o vendidos por sus padres a cambio de un saco de arroz. Prefieren venderlos o dejarlos morir antes que alimentarlos.

Audrey movió la cabeza como si quisiera negar la veracidad

de las palabras de Charles.

– No puedo permitir que eso ocurra.

– Y yo no puedo quedarme. ¿Qué vamos a hacer?

– Regresa a Londres, Charles, tal como lo teníamos previsto. Yo me quedaré aquí un poco más, hasta que vengan las monjas. Después, regresaré a casa vía Shangai y Yokohama. Con un poco de suerte, cuando vuelva a casa, tú podrás venir a visitarme a San Francisco.

– Para ti todo es muy fácil. ¿Y si te ocurriera algo? Charles no podía soportar aquella idea.

– No me ocurrirá nada. Déjame en las manos de Dios.

Era el primer comentario de carácter religioso que la joven le hacía, y Charles se conmovió. Pero la última vez que lo hizo con su hermano Sean a quien tanto amaba…

– Yo no soy tan confiado como tú.

– Pues tendrás que serlo -replicó Audrey muy tranquila.

– ¿Y tu familia? ¿No crees que ya tendrías que volver a casa? Charles echaba mano de todo cuanto podía, pero nada daba resultado.

– Con un poco de suerte, podré regresar a casa a finales de año. Si las monjas vienen en noviembre, yo podría estar en casa antes de Navidad.

– Estás loca, Audrey, no eres razonable -dijo Charles-. Esto es China, no Nueva York. Aquí, nada se desarrolla según el programa previsto. Ya te lo dije, estas monjas pueden tardar meses en venir.

– No puedo evitarlo, Charlie -dijo Audrey con los ojos llenos de lágrimas; estaba cansada de discutir con su amante -. No podría hacer otra cosa.

Y de repente, se arrojó en los brazos de Charles, sollozando.

– Audrey, por favor, yo te quiero… -dijo él; y era cierto, pero no podía quedarse a su lado. Tenía que volver a su trabajo y a sus responsabilidades. Aquello había llegado demasiado lejos y ahora Charles no sabía cómo resolver el dilema. Sin embargo, temía dejarla sola en Harbin-. Por favor, cariño, procura ser más sensata, regresa a casa conmigo.

– No puedo -dijo Audrey con determinación.

– Entonces, ¿lo dices en serio?

Sí, lo decía en serio. No habría forma de disuadirla. Había decidido quedarse allí.

Charles se quedó con ella toda una semana e hizo cuanto pudo para convencerla, pero la joven estaba totalmente entregada al cuidado de aquellos niños e incluso se había inventado un sistema para atenderles con más eficacia. Ling Hwei y Shin Yu la ayudaban mucho y Charles tuvo que quedarse más de una vez vigilando a media docena de huérfanos mientras ella ordeñaba la vaca, preparaba la comida o salía con los demás para que les diera un poco el aire y jugaran en la nieve, protegidos por sus gorros de piel de cabra y sus botitas forradas de piel. Las monjas incluso les habían hecho mitones de punto.