Выбрать главу

Vi lo entendía perfectamente y consideraba que su amiga era una santa.

– Él no podía incumplir su contrato y abandonar todas sus responsabilidades -contestó James, justificando a Charles mucho más de lo que éste lo hacía.

Charles estaba completamente de acuerdo con lady Vi y se tenía por el mayor bastardo del mundo por haber abandonado a Audrey en China. No pasaba día sin que se hiciera reproches. En cambio, ella no le reprochaba nada en su carta, en su carta dulce y cariñosa de la que se deducía con claridad que esperaba con ansia la llegada de las monjas. Llevaba allí más de dos meses y quería regresar a casa.

Charles le contestaba con toda la frecuencia que podía, pero, en realidad, no sabía qué decirle. Le faltaban las palabras cuando se sentaba frente a una hoja de papel en la que había escrito Mi querida Audrey. ¿Qué podía decirle? ¿Que estaba muy triste? ¿Que su último libro había alcanzado un gran éxito de ventas? ¿Que le habían invitado a visitar la India en primavera y Egipto en otoño? ¿Que lady Vi y James querían que regresara a su casa en verano? Todo parecía estúpido y carente de sentido. La echaba terriblemente de menos. El día en que la dejó, fue como si alguien le hubiera arrancado un brazo. Recordaba, una y otra vez, lo que ella le había dicho poco antes de su partida: «¿Y si estos niños fueran hijos nuestros?», y lo que ahora decía a propósito del hijo de Ling Hwei: que ojalá fuera suyo. Charles deseaba exactamente lo mismo, pero era inútil volver a pedirle que se casara con él o que se trasladara a la India o a Egipto. Audrey no podría hacerlo. Tenía que regresar a casa, junto a aquella familia que tanto se aprovechaba de ella. Charles odiaba en secreto a Annabelle por exigirle tanto a su hermana, por esperar de ella que criara a sus hijos, llevara la casa y se lo diera todo hecho. ¿Cuándo podría Audrey disfrutar de la vida? ¿Y cuándo volvería él a verla? Eso era lo que más lo atormentaba y le inducía a aferrarse a la botella de coñac cada noche antes de acostarse. No podía soportar la soledad de su cama, al recordar las noches de Venecia, Nankín y Shangai y las interminables horas en aquellos diminutos trenes. No podía hacer otra cosa que no fuera trabajar y pensar en ella. Al final, lady Vi dejó de regañarle por haber dejado a Audrey en Harbin al ver lo mucho que sufría. Había adelgazado y tenía una mirada infinitamente triste.

Lady Vi decidió escribir una carta a Audrey, que se emocionó mucho al recibirla y se alegró de que su amiga compartiera el secreto de su amor por Charles. A partir de entonces, ambas empezaron a cartearse con cierta regularidad. Vi llamaba a Charles cada vez que recibía una carta de su amiga.

– ¿Qué dice? -preguntó Charles a mediados de febrero cuando Vi le llamó.

– Las monjas aún no habían llegado cuando escribió. Ahora puede que ya estén allí. Lo espero con toda el alma, pobre chica. Es la persona más valiente que conozco.

Violet se lo volvió a repetir la noche en que organizó una fiesta. Le invitó junto a su ilustre editor Henry Beardsley, a quien había conocido en otra ocasión. Era un hombre que le gustaba mucho por su brillante inteligencia y sus modales un tanto plebeyos. A James le parecía divertido mezclar un poco de «sangre nueva» con sus aristocráticas amistades. Esta vez, Beardsley les sorprendió, preguntándoles si podía llevar a su hija Charlotte. Ésta era una atractiva mujer de unos treinta años, sumamente elegante y vestida a la última moda, aunque no fuera una belleza en el clásico sentido de la palabra. Había estudiado en el prestigioso colegio norteamericano Vassar y era licenciada en literatura norteamericana, lo cual le permitía ayudar a su padre en la editorial. Vi se sorprendió cuando le dijeron que la chica seguía viviendo en la casa de su padre. La muchacha tenía unos treinta años y su padre se había quedado viudo hacía tiempo.

– En realidad, hubiera preferido estudiar Derecho -dijo ésta, mirando a Charles y sonriendo, en respuesta a una pregunta de Vi-. Pero mi padre puso reparos. Me dijo que no necesitaba a otro abogado en la casa, pero que un día le haría falta un director-gerente.

Padre e hija intercambiaron una mirada de complicidad. Charles ya la conocía, aunque casi siempre solía tratar con el padre. La muchacha era muy inteligente y muy simpática, y Violet advirtió que sentía interés por Charles.

– Vamos, Vi… -exclamó James, dirigiéndole una mirada despectiva cuando más tarde ambos subieron a su dormitorio-. Siempre te estás inventando idilios.

– ¿Y acaso no son ciertos? Además, yo no he dicho que esta ve2 fuera un idilio.

– ¿Qué es entonces? -preguntó James, mirándola perplejo.

– Pues, si quieres que te diga la verdad, cariño, no estoy muy segura. Pienso que Charlotte es fría como el hielo y que Charles le gusta por lo que es. Es una muchacha inteligente, tiene el dinero a espuertas y necesita un marido adecuado. Charles sería el hombre perfecto para ella.

– Santo cielo, desde luego, no pierdes el tiempo. Espero que Charlotte no sea tan analítica como tú.

– No estés tan seguro de ello -dijo Violet, dirigiéndole a su marido una mirada a lo Mata Hari mientras se dirigía al cuarto de baño, envuelta en una nube de perfume francés y un salto de cama de seda rosa.

Sin embargo, dos semanas más tarde, James comprobó cuan acertadas eran las suposiciones de Violet ya que sorprendió a Charles almorzando con Charlotte Beardsley. -Me alegro de volver a verla, señorita Beardsley… ¿Cómo estás, Charles?

Los tres intercambiaron unas frases y, luego, James se dirigió al otro extremo del local donde le esperaban unos amigos. Le pareció que Charles se lo estaba pasando muy bien. Cuando al día siguiente le interrogó al respecto, Charles le contestó que había sido un almuerzo de negocios.

– Pues la chica es muy guapa -dijo James, aguijoneándole. Charles se echó a reír, sentado a su lado, frente a la chimenea del club.

– No seas tonto. Puedes decirle a lady Vi que retire a sus sabuesos. Charlotte quiere empezar a ocuparse de los contratos en nombre de su padre. Dice que él está cansado y que mi trabajo no plantea problemas legales. No veo ningún mal en ello. Además, la chica se lleva muy bien con mi agente porque, si no me equivoco, son primos o algo por el estilo.

Charlie no parecía sospechar ningún otro motivo y James le dijo más tarde a lady Vi que esta vez se equivocaba. Sin embargo, Violet se resistía a creerlo.

– No seas tonta, Vi. Te aseguro que él sólo piensa en Audrey. Por cierto, ¿has tenido noticias suyas?

Estaban en marzo y todos empezaban a preguntarse si alguna vez Audrey podría abandonar Harbin.

También Audrey llevaba varias semanas preguntándoselo. El tiempo seguía siendo muy desapacible y el parto de Ling Hwei estaba cada vez más próximo.

CAPITULO XVII

A mediados de marzo, Audrey se hallaba tendida en su cama, en Harbin, pensando en Charlie, cuando oyó un rumor sordo y una especie de suave crujido en la cocina directamente situada debajo de su habitación. Se incorporó en la cama y prestó atención, temiendo que se hubieran ocultado allí los comunistas o, peor todavía, los bandidos que habían asesinado a las monjas en la capilla. Contrajo todos los músculos del cuerpo mientras una de sus manos agarraba una pistola que le había entregado Ling Hwei hacía unos meses. No sabía de dónde la había sacado y no se lo quiso preguntar. Pero se alegraba de tenerla.

Oyó otro rumor amortiguado como de alguien que arrastrara algo muy pesado por el suelo de la cocina. Ahora ya no le cabía ninguna duda. Había alguien en la casa. Salió de su habitación de puntillas, enfundada en uno de los gruesos camisones de lana de las monjas, y vio salir a Ling Hwei de la habitación que compartía con media docena de niños. Tenía el cuerpo completamente deformado a causa del embarazo. Mirándola con expresión severa, Audrey le hizo señas de que regresara a su habitación. No quería que le causaran ningún daño, pensó mientras evocaba la imagen de las monjas decapitadas. Se preguntó quién habría abajo. Últimamente no había habido ninguna escaramuza importante con los comunistas, pero los japoneses habían bajado un poco la guardia. Descendió de puntillas la escalera con la pistola cargada y amartillada, dispuesta a disparar contra el primero que se le pusiera por delante. Tenía el cuerpo en tensión y sus ojos trataban de distinguir algo en la oscuridad. Los latidos del corazón le repercutían con tanta fuerza en los oídos que temía no oír al intruso a tiempo para defenderse. De repente, oyó una afanosa respiración y vio una figura recortándose en la ventana. Con el dedo en el gatillo, vaciló un instante. Cuando estaba a punto de apretarlo, una recia voz habló en la oscuridad. El hombre sabía que ella lo había descubierto, pero lo que más le llamó la atención a Audrey fue el hecho de que se expresara en francés, tomándola por una de las monjas.