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– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Audrey en un susurro.

– Lo lleva escrito en la cara. Mi primer hijo tardó tres días en nacer. Pero ella está muy débil y es muy pequeña -contestó el general, mirándola con los ojos entornados.

– Tendríamos que avisar a un médico.

– No vendrán -dijo él, sacudiendo la cabeza-. Y, además, no pueden ayudarla. Pueden salvar al hijo, pero nadie querrá a un bastardo japonés.

– ¿Qué quiere usted decir? -Audrey creyó entender que él la hubiera dejado morir-. ¿No se puede hacer nada?

La joven ignoraba los pormenores de un parto y en aquellos instantes lamentaba no haber prestado más atención a las descripciones de su hermana. Sin embargo, Annabelle no había tenido ninguna dificultad y, por si fuera poco, le administraron cloroformo. Miró al general mongol y pensó que su aspecto coincidía con el del clásico jefe militar. El general sopesó la situación, analizando cuestiones que Audrey no podía conocer, y después la miró a los ojos.

– Se la puede cortar -dijo.

Audrey le miró horrorizada sin estar muy segura de haberle comprendido.

– Con una espada limpia. Tendría que hacerlo una mujer o un hombre santo, pero ya veo que usted no sabría hacerlo. -¿Y usted?

– He visto cómo se hace. Cortaron una vez a mi mujer Cuando nació mi segundo hijo.

– ¿Y ella sobrevivió?

Audrey sólo quería salvar a la niña y librarla de aquel hijo que le causaba tanto dolor. Shin Yu llamó suavemente a la puerta y Audrey le dijo que se fuera. No quería que viera al general ni que presenciara los sufrimientos de su hermana.

– Sí, sobrevivió -contestó el general-. Y el hijo también. Puede que esta niña también sobreviva, si actuamos con rapidez. Pero, primero, hay que empujar el niño hacia abajo. -Sin ningún preámbulo, el general Chang se acercó a Ling Hwei, le dirigió unas palabras y estudió la pequeña montaña de su vientre. Súbitamente, empujó hacia abajo con todas sus fuerzas en el momento de producirse la siguiente contracción sin prestar la menor atención a los gritos de la niña. Repitió el procedimiento otras dos veces y Audrey temió que matara a Ling Hwei con la presión de su poderoso cuerpo; sin embargo, cuando la volvió a examinar, pudo ver parte de la cabeza del niño, y entonces miró al general Chang sonriendo.

– Ya lo veo -le dijo.

El hizo otras dos presiones en silencio y la cabeza del niño asomó un poco más.

– Ahora, necesitamos toallas y sábanas limpias.

Audrey supuso que el niño estaba a punto de nacer, pero, cuando regresó con los brazos llenos de ropa, vio que el general se sacaba de la manga un largo cuchillo de afilada hoja y lo pasaba repetidamente por la llama de la vela para poder practicar una incisión. Audrey comprendió que no le había entregado todas las armas que llevaba, pero no dijo nada porque, hasta aquel momento, el hombre había cumplido su palabra. En caso de que salvara a Ling Hwei, estaría eternamente en deuda con él.

El general sostuvo el cuchillo en alto y le dijo:

– Mire a ver si la cabeza del niño asoma un poco más. -Pero la cabeza estaba igual que antes y Ling Hwei sufría más que nunca porque no conseguía expulsar al niño-. Sosténgale las piernas -ordenó el general en tono autoritario.

Por un instante, Audrey se asustó. Confiaba en aquel hombre porque no tenía más remedio que hacerlo.

– ¿Qué va usted a hacer? -le preguntó.

– Intentaré hacer una abertura lo suficientemente grande como para que pase la cabeza del niño -contestó él, mirándola con expresión tranquilizadora-. Pero dése prisa porque no podemos dejar que se enfríe el cuchillo.

Audrey intentó calmar a Ling Hwei y, sentándose a su lado, le echó las piernas hacia atrás todo lo que pudo. Ling Hwei apenas opuso resistencia porque ya no tenía fuerzas. El general movió hábilmente el cuchillo. Al principio, no salió sangre, pero después ésta empezó a escaparse a borbotones, empapando por completo las toallas. El general le pidió a Audrey que ejerciera presión sobre el estómago de la niña y, al ver que lo hacía con excesiva cautela, le ordenó a gritos que empujara con más fuerza. Sólo Dios sabía la cantidad de gente que habría matado aquel hombre y, sin embargo, en aquellos momentos estaba luchando por una vida junto con Audrey. Esta contuvo la respiración y empujó con toda la fuerza que pudo, mientras el general volvía a calentar la hoja del cuchillo en la llama de la vela y ensanchaba la abertura. En medio de los horribles gemidos de Ling Hwei, la cabeza del niño empezó a salir poco a poco. Después, salió la frente y aparecieron dos diminutas orejas, una nariz y una boca. Mientras Audrey lo contemplaba todo asombrada, el general le pidió que siguiera empujando. Ling Hwei ya no decía nada porque estaba muy débil. Perdió el conocimiento cuando nació la niña. El general la sostuvo victoriosamente en alto como si la hubiera concebido él y miró a Audrey con una radiante sonrisa. Envolvieron a la criatura en una manta y la limpiaron con una toalla. Al principio, la pequeña gimió muy quedo; luego, empezó a llorar y Audrey sintió que las lágrimas le rodaban por las mejillas. Al levantar los ojos, vio que ya empezaba a clarear. Llevaban trabajando desde medianoche y el general Chang había salvado a Ling Hwei y a su hijita. Sin embargo, mientras examinaba la herida, el general se puso muy serio. Miró a Audrey sin querer comunicarle sus temores. La niña había perdido mucha sangre y él dudaba que pudiera sobrevivir. Sólo la hijita sobreviviría. -Tiene que coserla -le dijo a Audrey en voz baja.

La joven tomó la única aguja que tenía y un resistente hilo blanco y pasó la punta de la aguja por la llama de la vela antes de coser la incisión. Era lo más difícil que jamás hubiera hecho. Le temblaba la mano a cada puntada. Pensó que sería injusto que muriera Ling Hwei. Le pareció que tardaba una eternidad en coserla. Después, la limpió cuidadosamente con agua fría y un trapo limpio, y la cubrió con unas mantas, mientras el general sostenía en brazos a la niña dormida como si fuera su propia hija. Ninguno de los dos parecía recordar que era medio japonesa y a ninguno de los dos le importaba lo más mínimo. Era una nueva vida, la vida que ambos habían salvado a lo largo de una noche de duro esfuerzo.

– Lo ha hecho usted muy bien -le dijo el general, contemplando a la muchacha inconsciente. La tez de Ling Hwei era de un blanco grisáceo.

– Está muy pálida -observó Audrey, dirigiéndole una muda pregunta con los ojos al general.

– Ha perdido mucha sangre.

Él también la había perdido a través de su herida, pero era un hombre y estaba acostumbrado a ello. Las mujeres eran otra cosa. Su hermano perdió a dos esposas de aquella manera. Él, en cambio, perdió a dos hijos. Contempló a la niña, recordando la primera vez que sostuvo en brazos a sus hijos. Había transcurrido mucho tiempo desde entonces. Ahora el menor tenía dieciocho años y estaba en las montañas con el ejército de Chiang Kai-chek. Sin embargo, la sensación de asombro ante el comienzo de una nueva vida seguía siendo la misma.

– ¿Se pondrá bien? -preguntó Audrey en voz baja mientras apagaba la vela. La luz del amanecer ya era suficiente.

– No lo sé -contestó el general, contemplando a la niña recién nacida-. Hay que darle leche si no puede tener la de su madre.

Cuando, un poco más tarde, Shin Yu acudió a la habitación, Audrey le dijo que mandara ordeñar la vaca a uno de los niños. Sin embargo, al general Chang le parecía más adecuada la leche de cabra y Audrey pidió a la niña que le llevara de las dos. Después, miró al general con desaliento. No tenían ningu-

na botella con que darle la leche. Por pura casualidad, encontraron un guante de cuero de una de las monjas. Audrey lo hirvió en agua, introdujo la leche en el mismo y la pequeña la empezó a chupar y se durmió en seguida. Sin embargo, Ling Hwei aún no había despertado y Audrey comprendió al mirarla que no sobreviviría al suplicio del alumbramiento. El general volvió a esconderse en el sótano. Ahora ya era demasiado tarde para que se fuera y sólo Shin Yu sabía que estaba allí. Cuando al caer la noche el general volvió a la habitación, Audrey aún se encontraba al pie del cañón, alimentando a la pequeña cada pocas horas y cuidando a Ling Hwei que apenas respiraba y que aún no había recuperado el conocimiento. Por la noche, Chang sostuvo a la recién nacida en sus brazos y la alimentó valiéndose del guante mientras Audrey sostenía en silencio a Ling Hwei hasta que, por fin, ésta emitió un suave gemido y murió. Audrey la acunó largo rato en sus brazos, recordando su dulzura y pensando con dolor en la pequeña y en la solitaria existencia que la aguardaba: crecer en un mundo hostil sin nadie que la amara, despreciada, tanto por los chinos como por los japoneses, en una sociedad donde las niñas se vendían a cambio de un saco de harina, de alubias o de arroz. Con los ojos llenos de lágrimas, cubrió el cuerpo de Ling Hwei y estrechó en sus brazos a la recién nacida. Chang se fue a la cocina a preparar un poco de té. Al llegar la aurora, Audrey despertó a Shin Yu y le comunicó la noticia. La niña lloró, se cubrió los ojos con las manos y se abrazó a Audrey, evocándole la imagen de su hermana Annabelle cuando sus padres murieron. El general Chang las contempló en silencio. Llevaba allí dos noches porque, cada vez que iba a marcharse, sucedía algo. Antes de ocultarse de nuevo en el sótano, habló brevemente con Audrey y la miró inquieto.