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– Tengo que irme esta noche. Mis hombres están impacientes.

Audrey les había llevado comida al cobertizo, pero no los había visto. El general había cumplido su palabra y ella ya no recelaba de él. Entre ambos se había creado un nexo indestructible.

– Gracias por su ayuda -dijo Audrey mirándole a los ojos. -¿Qué hará con la niña? -preguntó el general.

Audrey le llamaba poderosamente la atención. No sabía por qué estaba allí ni por qué había venido de tan lejos y se tomaba tan en serio su responsabilidad para con los huérfanos.

– ¿Se quedará con ella?

– Supongo que se quedará aquí, con los demás niños del orfanato -contestó Audrey, sorprendida por la pregunta-. No es distinta de los demás.

– ¿Y usted? ¿No se siente ahora distinta? ¿No le parece que la niña es un poco suya tras haberla visto nacer?

El general la miró a los ojos y Audrey asintió lentamente con la cabeza… Tenía razón. Se sentía distinta, como si se hubiera cumplido algún profundo anhelo de su corazón. Sin embargo, se encontraba muy afligida por la muerte de Ling Hwei.

– Puede que algún día usted se la lleve y le dé una vida mejor.

El general lo dijo como si la niña les perteneciera en cierto modo a los dos y él esperara que Audrey la llevara consigo al marcharse de China.

Audrey lanzó un suspiro, sabiendo que eso sería imposible.

– Quisiera llevármelos a todos, pero no puede ser. Cuando vengan las monjas, me tendré que ir -contestó Audrey, pidiéndole disculpas con la mirada.

– ¿Y la condenará a una vida de miseria e ignorancia, mademoiselle? Tendrá suerte si usted se la lleva. -El general la miró con vehemencia y Audrey se sintió extrañamente atraída por él, como si le conociera de siempre y formara parte de su mundo. No parecía un despiadado jefe militar mongol, pensó-. Yo tuve la suerte de que me enviaran a Grenoble -añadió el general, esbozando una triste sonrisa-. Me gustaría que la niña también tuviera esta oportunidad.

Sabía muy bien la vida que la aguardaba en caso de que Audrey no la llevara consigo.

– ¿Y, sin embargo, regresó?

– Era mi obligación. Pero la niña no tiene a nadie aquí y nadie la querrá siendo medio japonesa. -En los rasgos de la cara se le notaba que no era completamente china-. Puede que un día la maten por eso. Sálvela, mademoiselle. Cuando se vaya, llévesela con usted.

Audrey se sentía molesta ante esa insistencia. En aquel momento, tenía otras cosas en que pensar. Ling Hwei acababa de morir y los demás huérfanos la necesitaban.

– ¿Y los demás?

– Los dejará tal como los encontró. En cambio, esa niña no estaba aquí cuando usted vino. Es como si fuera suya.

Aquel hombre luchaba por la pequeña vida que, al principio, no quería salvar y que ahora consideraba suya. Audrey se pasó todo el día pensando en las palabras del general. Tenía que informar de la muerte de Ling Hwei a las autoridades locales, pero temía hacerlo estando Chang y sus hombres allí. En su lugar, la envolvió en unas mantas y la dejó en uno de los cobertÍ2os. Informaría de su muerte al día siguiente, cuando ellos se hubieran ido. Entretanto, tenía que consolar a Shin Yu y atender a los niños y a la recién nacida. Todo ello la distrajo del general Chang. Aquella noche, cuando los niños ya estaban acostados, Chang llamó suavemente a la puerta de Audrey para pedirle la pistola y la espada. Respetaba mucho a aquella joven y se preguntaba si alguna vez volvería a verla. Era mucho más hermosa que las mujeres que él había conocido en Grenoble y le recordaba un lejano pasado. Extendió una mano y le acarició suavemente la mejilla. Al contemplar su dulce mirada, Audrey comprendió que sus iniciales temores no tenían razón de ser y se dio cuenta de lo mucho que la atraía aquel hombre. Sin embargo, ambos sabían que la relación hubiera sido imposible.

– Au revoir, mademoiselle. Puede que nos volvamos a ver algún día.

Chang lo deseaba con toda el alma, pero él tenía que volver a otra vida, una vida en la que no había lugar para ella ni nunca lo habría.

– ¿Adonde irá ahora? -preguntó Audrey, mirándole con preocupación y afecto.

– Al otro lado de las montañas, a Baruun Urta. Volveremos aquí más adelante, pero usted ya habrá regresado a su país.

Se miraron largo rato a los ojos. Audrey se sentía tan irresistiblemente atraída por él que casi se olvidó de Charles. -Cuídese mucho, general.

Éste la miró sonriendo y después contempló a la recién nacida que Audrey sostenía en sus brazos. La niña dormía como un angelito.

– Y usted cuide a nuestra hijita -le dijo él en voz baja, rozándole suavemente el rostro con una mano y acariciándola con los ojos.

Y se fue en silencio. Audrey oyó el crujido de sus pisadas alejándose sobre la nieve. Más tarde, tendida en la cama abrazando a la niña para darle calor, Audrey recordó sus palabras: «cuide a nuestra hijita…, a nuestra hijita…». Y se sintió invadida por un inmenso amor hacia la niña que dormía en sus brazos y hacia el general mongol que la había salvado. Cuando, por fin, se durmió, soñó con el abuelo y con la niña y con Charles… y con el general mongol.

CAPITULO XVIII

Mai Li tenía dos meses cuando el automóvil que antaño utilizaron Audrey y Charles para trasladarse de la estación al hotel se detuvo frente al orfanato y de él descendieron dos monjas, vestidas con hábito azul marino, capa negra y blanca y toca almidonada. No procedían de Francia o del Japón o de otra casa de China, sino de Bélgica, y les había costado Dios y ayuda llegar. Hacía un mes, Audrey había recibido un telegrama, en el que se le anunciaba que ya estaban en camino. Las monjas se sorprendieron de encontrarla allí en lugar de a sus hermanas. Audrey les mostró la casa, pero se sentía un poco posesiva en relación con los dieciséis niños que quedaban. Ahora eran «sus» niños, sobre todo, los más pequeños que tanto dependían de ella, y Shin Yu, que tenía la misma mirada que Ling Hwei, y la pequeña Mai Li, que sonreía cada vez que alguien pronunciaba su nombre. Era una niña extremadamente dócil y todos la querían mucho.