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Audrey les explicó a las monjas cómo había llegado hasta allí, y ellas admiraron su abnegación. Les dijo que viajaba con unos «amigos» que habían regresado a Inglaterra hacía siete meses, mientras que ella decidió quedarse con los niños. Ahora ya podía irse, pero no soportaba la idea de dejar a los niños. Shin Yu le tenía mucho cariño y había empezado a enseñarle el chino. Audrey le comunicó que tenía que irse y la niña la miró con tristeza. Había perdido a todos los que amaba, a padres y hermanos, a Ling Hwei y ahora a Audrey que era algo así como un ángel de la guarda para ella.

– Tendrás a Mai Li contigo, Shin Yu -le dijo Audrey. La niña sacudió la cabeza. Tenía doce años y había crecido mucho en los meses que Audrey llevaba allí.

– Mai Li niña mala…, ¡niña mala! -¿Cómo puedes decir eso? -le preguntó Audrey en francés, sorprendida ante esa reacción.

– No es china y no es la niña de Dios. Es japonesa. Por eso murió Ling Hwei, como castigo por la niña japonesa.

– ¿Quién te ha dicho eso?

Audrey se asombró de aquella interpretación, porque Shin Yu no había hablado con nadie.

– Yo lo veo -dijo Shin Yu señalando sus ojos-. Mai Li no ser china. Ella ser japonesa. Y recuerdo el chico de Ling Hwei. Ling Hwei mentirme. Esa no ser niña de Dios.

– Todos los niños son niños de Dios. Y tu hermana te quería mucho, Shin Yu.

Ésta guardó silencio y Audrey recordó lo que le dijo el general Chang. La criatura sería despreciada por no ser ni china ni japonesa. Se le partió el corazón al pensar que la niña a la que tanto quería no sería aceptada por su propia gente. Lo pensó una y otra vez mientras hacía las maletas y preparaba la partida.

Aquella tarde, fue a la oficina de telégrafos para enviar dos telegramas. El primero era para Charles. Quería comunicarle que ya estaba libre y que regresaría cuanto antes a San Francisco. Deseaba ahorrarle la angustiosa espera de una carta que podía tardar semanas en llegar.

El mensaje que le envió era sencillo y directo.

MONJAS LLEGARON FINALMENTE. REGRESO SAN FRANCISCO VÍA YOKOHAMA. TODO BIEN. TE QUIERO COMO SIEMPRE. AUDREY.

Al abuelo le escribió más o menos lo mismo, asegurándole que le indicaría la fecha exacta de su llegada en cuanto la supiera.

Se sobresaltó cuando, dos días más tarde, llegó un chico de correos trayendo un telegrama para ella. Audrey le dio una moneda de propina y el muchacho se alejó sonriendo alegremente. Con temblorosas manos, Audrey abrió el telegrama, temiendo que le hubiera ocurrido algo al abuelo. Leyó el texto y, de súbito, se le llenaron los ojos de lágrimas y apartó el rostro mientras las monjas la miraban perplejas y se alejaban

discretamente con los niños. Al poco rato, una de ellas volvió para preguntarle:

– ¿Ha recibido alguna mala noticia, mademoiselle? Audrey negó con la cabeza y sonrió entre lágrimas.

– No, no es eso… Al principio, temí que le hubiera ocurrido algo a mi abuelo, pero es algo completamente distinto. Ha sido una sorpresa y me he emocionado.

El telegrama era de Charles. Audrey se fue a su habitación para volverlo a leer a solas y después salió a dar un largo paseo. Tendría que contestarle en seguida y una carta no le llegaría con la suficiente rapidez. El mensaje la pilló completamente desprevenida.

GRACIAS A DIOS. ¿VENDRÁS VÍA LONDRES? TENGO UNA PROPOSICIÓN MUY SERIA QUE DISCUTIR CONTIGO. ¿QUIERES CASARTE CONMIGO? TE QUIERO. CHARLES.

Decía todo cuanto ella deseaba escuchar y, sin embargo, no podía aceptar. Por lo menos, de momento. Había leído entre líneas en las cartas que el abuelo le enviaba. La mano del viejo era cada vez más temblorosa y se notaba que estaba muy deprimido y ya no esperaba que ella volviera a casa. De ninguna manera podía regresar vía Londres. Sin embargo, le sería difícil explicar todo eso en un telegrama. Necesitaba regresar a casa cuanto antes para estudiar la situación. Sabía que Annabelle estaba furiosa con ella porque no estaba cuando nació su hija Hannah, bautizada con ese nombre en recuerdo de su madre muerta. Sin embargo, Annabelle tenía un ejército de criados y una suegra que también podía ayudarla en caso necesario, aunque, en realidad, no era una persona muy servicial. En cambio, los niños del orfanato no tenían a nadie.

Sin embargo, no era Annabelle quien la preocupaba en aquellos instantes y así intentó explicárselo a Charles en el doloroso telegrama que le envió a la mañana siguiente.

CARIÑO: ME ENCANTARÍA REGRESAR A CASA VÍA LONDRES, PERO NO PUEDO. ABUELO ME NECESITA EN SEGUIDA. DEBO REGRESAR DE INMEDIATO A SAN FRANCISCO. ¿PUEDES PERDONARME? TE LLAMARÉ INMEDIATAMENTE DESDE CASA PARA DISCUTIR TU PROPOSICIÓN. ME PARECE MARAVILLOSO. ¿PUEDES VENIR A VERME A SAN FRANCISCO? CON TODO MI CORAZÓN. AUDREY.

No le parecía una respuesta muy adecuada y temía que Charles se ofendiera, pero no podía hacer otra cosa…, y tampoco consideraba muy factible casarse en seguida y abandonar al abuelo. Convendría que se quedara primero con él cierto tiempo. Deseaba con toda su alma casarse con Charles, y la opción le resultaba muy dolorosa. Además, había otras opciones tanto o más dolorosas que aquélla.

Las palabras del general Chang resonaban incesantemente en su cerebro: «Llévela con usted, mademoiselle». Sin embargo, no veía de qué forma hubiera podido hacerlo. Pensó, asimismo, en la posibilidad de llevarse a Shin Yu, pero, cuando se lo propuso, la niña se asustó. No quería abandonar China. Ella sólo conocía Harbin y sus alrededores. Quería quedarse allí. Estaba acostumbrada a vivir en el orfanato. Allí no lo pasaban mal. Lo único que les faltaba era un padre y una madre. Audrey hizo con ellos una labor maravillosa durante los largos meses que estuvo allí. Las monjas le aseguraron que su buena obra le había ganado un lugar en el cielo.

Audrey llamó a Shangai para reservar habitación en el Hotel Shangai y un pasaje en el President Coolidge, rumbo a Yokoha-ma. Ahora no tenía tiempo que perder. A las dos semanas de la llegada de las monjas belgas, hizo el equipaje. Por la noche las monjas organizaron una cena especial en su honor y los niños le cantaron canciones.

– Rezaremos por usted, mademoiselle Driscoll -le dijeron las monjas.

Los niños le habían cobrado mucho cariño a la monja más joven y algo menos a la mayor, que era un poco más severa. Adoraban a Audrey y habían prometido acudir a despedirla a la estación al día siguiente.

Aquella noche, antes de acostarse, Audrey les habló a las monjas del general Chang y les aconsejó que no tuvieran miedo en caso de que volviera. Por primera vez, puso la cunita de la pequeña Mai Li en otra habitación que no fuera la de los demás niños. Si se despertara por la noche, una de las monjas la oiría y le daría la leche de cabra que tanto le gustaba. Ya era hora de que empezara a apartarse de ella. Tuvo que contenerse toda la noche para no responder al llanto de la pequeña. Durante dos meses, había tenido a la niña en brazos casi noche y día, y ahora iba a perderla. Permaneció despierta toda la noche, pensando en la niña de sedoso cabello negro y grandes ojos oscuros que la miraba sonriendo cada vez que la veía. A la mañana siguiente, tuvo que armarse de valor para entrar de puntillas en la habitación y contemplar la cuna. Cuando se acercó, la niña la miró con expresión inquisitiva y Audrey no pudo resistirlo más. La sacó de la cuna y la estrechó en sus brazos, meciéndola con cariño mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Recordó a la dulce niña que dio su vida por ella. Estaba tan trastornada que no oyó llegar a la monja que acababa de entrar en la estancia. Ésta la dejó llorar un buen rato y luego se acercó y la rodeó con un brazo.

– Llévesela, mademoiselle… Llévesela… No puede dejarla.

– Lo sé -dijo Audrey, mirando a la mayor de las monjas.

– No debe abandonar a alguien a quien ama tanto -añadió la monja con los ojos llorosos-. Aquí no podría vivir. La rechazarían. Ni es china ni es japonesa. En cambio, es suya desde lo más hondo de su corazón y eso es lo único que importa.