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– ¿Y cuando llegue a San Francisco qué? – preguntó Audrey, hablando más consigo misma que con la monja. Volvió a escuchar las palabras del generaclass="underline" «Llévesela cuando se vaya… Llévesela cuando se vaya…»-. ¿Qué le harán allí?

– Allí usted podrá protegerla.

¿Y el abuelo? ¿Y Annabelle? ¿Y Harcourt? ¿Y Charles? ¿Sabrían comprenderlo? Sin embargo, en aquellos instantes, sólo podía pensar en la niña a la que tanto amaba. Todos tenían razón: no podía dejarla.

Estrechando con fuerza a Mai Li, Audrey miró a la monja mientras las lágrimas le rodaban por las mejillas. -¿Qué haré? ¿Cómo me la voy a llevar? La monja esbozó una sonrisa. Audrey le parecía la muchacha más sorprendente que jamás hubiera conocido.

– Recogemos sus cosas y su cunita y usted se la lleva con unas buenas provisiones de leche de cabra y todo su amor.

– ¿No necesitaré ningún documento? ¿Ni un pasaporte?

Faltaban dos horas para la partida. De repente, Audrey experimentó el deseo de llevarse también a Shin Yu y a todos los demás niños, pero sabía que eso era imposible. El caso de Mai Li era distinto porque fue suya desde un principio y, si la dejara allí, nadie la querría. Se le partió el corazón al pensarlo.

– Le entregaremos un papel, certificando que es una huérfana de este orfanato, y le bastará mostrarlo a los funcionarios de la policía de Shangai cuando se vaya. Nadie le pondrá dificultades. No la quieren. En su país, en cambio, si usted la tiene bajo su protección y promete adoptarla, le permitirán la entrada. Le será más fácil hacer el viaje de esta manera que cruzar tantas fronteras, volviendo por donde vino.

De repente, todo le pareció muy sencillo, terminó de hacer el equipaje y recogió las cosas de la niña.

Al cabo de una hora, se trasladaron todos a la estación. Audrey había entregado a las monjas un sustancioso cheque del Banco Americano de Harbin. Quería que el dinero se utilizara en los niños y le dijo a Shin Yu que si lo deseaba también se la llevaría o enviaría a alguien a recogerla. La niña sacudió la cabeza llorando y tomó la mano de la más joven de las monjas. Quería quedarse allí. No quiso dar un beso a Mai Li. Los demás niños besaron a Audrey con los ojos llenos de lágrimas hasta que por fin, Shin Yu lo hizo también. Audrey lloraba todavía a lágrima viva cuando el tren se puso en marcha.

Mientras estrechaba fuertemente a Mai Li en sus brazos, comprendió que jamás regresaría a aquellas tierras y que nunca volvería a ver a los niños a los que había amado y cuidado en el transcurso de ocho largos meses. Dejaría a sus espaldas el recuerdo de Ling Hwei y del general Chang. Contempló a la criatura dormida y cerró los ojos, pensando en las personas que dejaba y en las que iba a encontrar de nuevo, sin saber cómo podría tender un puente entre ambos mundos.

CAPITULO XIX

Audrey pasó una noche en el Hotel Shangai de esta ciudad antes de subir a bordo del President Coolidge al día siguiente. Viajó de Harbin a Pekín, donde tomó uno de los nuevos coches cama del directo de Shangai. Una vez allí, recordó el tiempo que ella y Charles pasaron juntos en la ciudad y cayó en la cuenta de que éste no había contestado al telegrama en el que ella le explicaba la imposibilidad de regresar vía Londres. Sin embargo, en aquellos momentos tenía otras cosas en que pensar. Tal como le dijeron las monjas, el certificado que ellas le entregaron en Harbin fue suficiente para los funcionarios locales que, al igual que los japoneses, no pusieron ninguna dificultad a la salida de Mai Li. Le sorprendió que fuera todo tan fácil y, una vez a bordo del President Coolidge, exhaló un suspiro de alivio. Estaban casi en junio y llevaba cerca de un año fuera de casa. Había telegrafiado de antemano para indicarles en qué barco llegaría y pensaba llamarles desde Honolulú cuando hiciera escala allí.

La primera escala fue Kobe, a los dos días de zarpar de Shangai, y la segunda Yokohama, desde donde navegaron directamente hasta Honolulú. Encerrada en su camarote con Mai Li, Audrey casi experimentó la sensación de hallarse en casa. Durante la travesía, conoció a muy pocas personas porque se pasaba casi todo el rato en el camarote cuidando de la niña. Paseaba por las cubiertas para tomar un poco el aire y aprovechaba para charlar un poco con algún pasajero, pero comía en el camarote para no dejar sola a Mai Li. Fue, por tanto, un viaje muy tranquilo en el que disfrutó especialmente de la bien abastecida biblioteca del barco, leyendo las últimas novedades que no pudo leer durante el año; entre ellas El chacrito de Dios de Erskine Caldwell, Horizontes perdidos de James Hilton y Suave es la noche de F. Scott Fitzgerald. Llegaron al archipiélago de las Hawai en menos de doce días. Pasaron la aeche a bordo y zarparon al día siguiente. Le pareció ver un espejismo cuando el barco entró en la bahía de San Francisco seis días más tarde y atracó en el muelle que llamaban el Embarcadero. Se preguntó si alguien habría acudido a recibir-::l &s Trató de llamar al abuelo desde Honolulú, pero no pudo Istablecer conexión y entonces le puso un telegrama. De lépente, las lágrimas le asomaron a los ojos al verle de pie en el muelle con su bastón de puño de plata, contemplando el barco. |Je haber estado más cerca, hubiera podido ver también las lágrimas que le rodaban por las mejillas. Sin embargo, cuando 4udrey desembarcó los ojos del abuelo ya estaban secos. La jév:en bajó lentamente por la escalerilla, sosteniendo a Mai Li, envuelta en una manta. Se detuvo a mirarle con los ojos llenos de lágrimas. Se le veía más frágil que hacía un año, pero seguía siendo el abuelo elegante y distinguido de siempre. Hubiera querido arrojarse en sus brazos, pero tuvo miedo de hacerlo. §íbía lo mucho que había sufrido por su ausencia y se preguntaba si alguna vez podría perdonarla. Sin embargo, el hecho de 'haber acudido a recibirla significaba sin duda que la había perdonado. A diferencia de su padre, ella había vuelto. Se sejitía en deuda con su abuelo precisamente por eso y quería ©Dmpensarle de todos sus sinsabores, por muy alto que fuera el precio. No quería ni imaginar lo que debió de pensar Charles a| recibir el telegrama. Primero, se empeñó en quedarse en Harbin y ahora había regresado junto al abuelo* sin pasar por famdres. Sin embargo, cuando sus pies pisaron el muelle, comprendió que había hecho bien. Avanzó lentamente hacia el- abuelo, sosteniendo a Mai Li en sus brazos mientras él la miraba con expresión de reproche. Se miraron mutuamente en iilencio hasta que, al fin, Audrey se adelantó y rompió a llorar fijentras el abuelo la estrechaba en sus brazos. sí -Nunca pensé que volvería a verte, Audrey -dijo el anciano que apenas podía hablar a causa de la emoción. V i-Siento haber tardado tanto, abuelo.

»iEl anciano asintió, tratando de reprimir las lágrimas, y se apoyó fuertemente en el bastón mientras posaba los ojos en el pequeño fardo que Audrey sostenía en los brazos.

– ¿Qué es eso? -preguntó, frunciendo el ceño.

Audrey esbozó una sonrisa y se volvió un poco de lado para que él pudiera ver la carita de la niña casi oculta por las cintas de seda.

– Ésta es Mai Li, abuelo.

El anciano retrocedió y miró a Audrey horrorizado.

– Hubiera sido mejor que no volvieras -susurró. Por un instante, Audrey temió que le diera un ataque allí mismo, en el Embarcadero-. ¡Eres la vergüenza de la familia! Muriel Brow-ne tenía razón, yo no la creí cuando me lo dijo… ¡Todo este cuento de las monjas asesinadas y de los niños huérfanos!

Audrey jamás le había visto tan alterado. Al parecer, pensaba que Mai Li era su hija. Al recordar a Muriel Browne, la joven se enfureció de golpe.

– ¿Qué te dijo exactamente la señora Browne? -preguntó.