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– Te sentaría muy bien, Charles. Un cambio de ambiente, aire puro… -le dijo sonriendo.

– ¿Qué he hecho yo para merecerme todo eso? -preguntó Charles, reclinándose en su sillón.

– Eres uno de nuestros escritores más importantes y tenemos que cuidarte bien, ¿no crees? -contestó Charlotte.

Le envió incluso su automóvil para que le llevara al apostadero de caza que le había prestado. Charles insistió en que podría ir en su automóvil, pero ella no quería que se preocupara por nada. En aquel instante, sentado en el Rolls mientras saboreaba una copa, Charles tuvo que reconocer que no lo estaba pasando del todo mal. Sin embargo, en cuanto llegó, el recuerdo de Audrey volvió a asaltarle con toda su fuerza, obligándole a dar un largo y solitario paseo al atardecer, en un intento de calmarse un poco. Recordó los últimos días pasados en Harbin y pensó que ojalá se hubiera quedado con su amante.

Regresó a la casa cuando ya había anochecido y lamentó no haber llevado su propio automóvil. Agradecía mucho los desvelos de Charlotte, pero todo aquello no estaba hecho para él. Quería irse a casa. Le parecía una estupidez quedarse allí dos días completamente solo. Pensó en llamar a James y Vi para invitarles a pasar el día siguiente con él, pero, en cuanto abrió la puerta, vio que alguien había encendido la chimenea y se preguntó quién andaría por la casa. Entró en el salón con expresión perpleja y se sobresaltó al oír una inesperada voz a sus espaldas.

– Hola, Charles.

Éste, al volverse, vio a Charlotte, enfundada en un ajustado vestido de seda gris, que le ofrecía una copa de champán. La escena se parecía mucho a la que había visto recientemente en una película y Charles esbozó una sonrisa mientras se acercaba a la chica. De repente, le pareció muy atractiva y la vio con otros ojos.

– No pensaba que esto estuviera incluido en el plan, Charlotte – dijo, mirándola con intención mientras tomaba la copa.

Charlotte era rubia y tenía unos grandes ojos castaños. Sin embargo, eran los ojos de una mujer extraordinariamente astuta.

– En realidad, no lo estaba -contestó ella con voz melosa. Charles observó que había puesto un disco en su ausencia.

– Se me ocurrió venir a ver cómo estabas. Charles sabía que eso no era cierto, pero le daba igual. Llevaba solo mucho tiempo y estaba cansado de sufrir por Audrey.

Se sentó al lado de la mujer en el sofá y, cuando ya habían dado buena cuenta de media botella de champán, se dirigieron al cómodo y espacioso dormitorio. Fue Charlotte quien le desnudó y le acarició el cuerpo con expertas manos, fue ella quien le besó hasta volverle loco y le mordisqueó los muslos y quien gritó de placer mientras ambos hacían apasionadamente el amor durante toda la noche. Charlotte era insaciable, precisamente lo que él necesitaba en aquellos momentos. Su mayor deseo era complacerle en todo lo que pudiera. Y hay que reconocer que lo consiguió. Jamás había experimentado Charles semejantes sensaciones como no fuera con… Pero ya no quería pensar más en ello. Para él, todo había terminado.

CAPITULO XXI

El reencuentro de Audrey con Annabelle no fue exactamente lo que la primera esperaba. Sabía que su hermana estaba enojada con ella por su ausencia, pero ignoraba el alcance de su furia. Las cosas habían cambiado mucho en un año, mucho más de lo que Audrey podía imaginarse. Annabelle se enteró de la aventurilla de Harcourt en Palo Alto y de sus dos aventuras posteriores con íntimas amigas de ella. Entre ambos se había declarado una guerra feroz. La propia Annabelle tuvo asimismo una aventura, tal como se lo contó a su hermana con la mayor naturalidad mientras ambas tomaban una copa en el salón del abuelo. La prohibición ya había terminado y todo el mundo bebía ahora sin recato. A Annabelle le encantaba salir a almorzar con sus amigas y tomar bebidas alcohólicas en abundancia. Audrey la observó asombrada. Se movía como una gata nerviosa, bebiendo sin cesar mientras hablaba del hombre con quien se había acostado.

– ¿Qué te ha ocurrido, Annie? ¿Tan desdichada eres con Harcourt? -preguntó Audrey.

Era una pena, pensó. A ella, Harcourt nunca le había sido simpático, pero Annabelle lo eligió y ambos tenían ahora dos hijas.

– ¿Crees que las cosas se arreglarán?

– Tal vez -contestó Annabelle, encogiéndose de hombros.

Lucía un elegante vestido y llevaba siempre prendas muy caras. Era su manera de vengarse de Harcourt: gastarse todo su dinero.

– ¿Cómo está la niña?

– Se pasa el día llorando.

Annabelle miró a Audrey y ésta vio en los ojos de su hermana algo que no le gustó, pero que no pudo identificar por el momento. Era como si hubiera cambiado radicalmente

en sólo un año, convirtiéndose en una niña mimada y perversa. Toda su dulzura había desaparecido como por ensalmo.

– Siento no haber llegado a tiempo para ayudarte, Annie – dijo Audrey con toda sinceridad.

– Ya. -Annabelle esbozó una sarcástica sonrisa-. Tengo entendido que tú tampoco lo pasaste del todo mal por aquellas tierras.

– ¿Y esas palabras qué significan? -preguntó Audrey, molesta ante la hostilidad de su hermana.

– Muriel Browne me dijo que te estabas tirando a un tipo en Shangai.

– Qué simpática.

– ¿Es cierto? -los ojos de Annabelle brillaron cruelmente mientras Audrey negó con la cabeza. No en la forma en que ella lo describía, por lo menos. No se «tiraba a un tipo», sino que estaba con el hombre al que amaba.

– No, no lo es.

– Pues algo habrás estado haciendo por allí porque yo no me creo este cuento de los huérfanos.

– Lo lamento mucho, Annabelle, porque eso es precisamente lo que hice.

– ¿De veras? -Annabelle entornó los ojos, sin dejar de mirar a su hermana-. A lo mejor, estabas harta de tus responsabilidades aquí y nos mandaste a todos a paseo. Debías pensar que el abuelo se moriría y tú podrías recibir la herencia cuando volvieras. Mala suerte, porque aún está vivo, y yo también. Si crees que yo cuidaré de él en tu lugar, estás muy equivocada.

Audrey se levantó horrorizada al escuchar esas palabras.

– ¿Qué te ocurre? ¿Qué te ha pasado en el transcurso de este año? ¿Qué ha sido de la Annabelle que yo conocía? -preguntó.

' Se acercó a su hermana y tuvo que hacer un esfuerzo para no sacudirla por los hombros.

– He crecido, eso es todo -contestó Annabelle, mirando con indiferencia a la hermana que, en su opinión, la había abandonado.

No le bastaba con que ésta le hubiera consagrado catorce años de su vida. Ella quería más, pero Audrey no estaba dispuesta a dárselo. Ya era hora de que asumiera sus propias responsabilidades, aunque no de aquella forma. Annabelle se estaba convirtiendo en una prostituta, en una mala esposa, en una madre pésima y en una ingrata.

– Yo a eso no lo llamo crecer. Es repugnante. Piensa bien en lo que haces, Annabelle. Estás a punto de destruir tu matrimonio y de causar probablemente un grave daño a tus hijos.

– ¿Y tú qué sabes de eso, señorita Virgen Eterna? ¿O es que eso también ha cambiado?

Audrey sintió deseos de estrangularla, pero, en aquel momento, entró el abuelo y salvó la situación. El anciano percibió la opresiva atmósfera y, en un intento de disiparla, le preguntó a Annabelle si había visto a Molly.

– Y ésa, ¿quién es? -replicó Annabelle, mirando perpleja a su hermana.

– Mi hija -contestó Audrey, mirándola con mal disimulada furia.

– ¡Cómo!