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– ¿Recuerdas que te dije que Harcourt vendría esta noche? El abuelo la miró un instante con los ojos entornados y entonces le pareció recordar algo.

– ¿Fue antes o después de que hicieras todos aquellos estúpidos comentarios sobre Roosevelt?

El abuelo la miró con cierto hastío no exento de benevolen-cia, mientras ella se reía y Harcourt contemplaba la escena escandalizado.

– Una desgracia, ¿no se lo parece, señor?

– No importa. Hoover será reelegido.

– Así lo espero.

«Otro ardiente republicano», pensó Audrey, mirándoles asqueada.

– Como eso ocurra, destruirá el país para siempre.

– ¡No empieces con tus estúpidas teorías! -tronó el abuelo, quedándose sin público en cuanto Annabelle apareció en escena, luciendo un vestido de seda tornasolada de color azul pálido. Parecía una figura salida de un cuadro y estaba preciosa con sus grandes ojos azules, sus delicados rasgos y el cabello rubio enmarcándole el rostro. Harcourt se quedó embobado al verla y sólo le quitó los ojos de encima para dirigirle a Audrey una mirada de reproche mientras los cuatro se encaminaban hacia el comedor.

– No dirías en serio lo de Roosevelt.

– Pues claro que sí. Éste es el peor año que ha vivido nuestro país y todo gracias a Hoover.

Audrey hablaba con una seguridad que no admitía discusión, pero Annabelle la miró con ojos suplicantes mientras tomaba del brazo a Harcourt.

– No hablaréis de política esta noche, ¿verdad?

Los grandes ojos tenían casi un aire de candor infantil.

– Pierde cuidado -contestó Harcourt, dándole unas palmadas en la mano.

Audrey se rió y el abuelo le guiñó un ojo. Audrey se moría de ganas de saber lo que habrían dicho los socios del club. Aunque casi todos ellos eran republicanos, la conversación de los hombres era siempre más interesante que la de las mujeres. Exceptuando los hombres como Harcourt que se negaban a comentar temas serios con las mujeres. Le parecía agotador parlotear y sonreír sin cesar, tal como lo hizo Annabelle a lo largo de la velada. Cuando, al final, Harcourt se fue, Audrey lanzó un suspiro de alivio. Annabelle subió al piso de arriba casi flotando en el aire como un angelito, y Audrey subió más despacio, tomando del brazo a su abuelo y dándole tiempo para que subiera la escalera con el bastón. Estaba tan guapo y elegante como siempre. Audrey pensó que ojalá algún día encontrara a un hombre como él. Sabía por las fotografías que, en sus buenos tiempos, había sido un mozo con mucha clase, una mente brillante y de fuertes convicciones. Hubiera podido vivir muy bien con alguien como él. Y, si no fácilmente, por lo menos muy dichosa. Audrey se detuvo en el pasillo con su abuelo. Era casi tan alta como él, ahora que los años le habían encorvado un poco.

– No te arrepientes de nada, ¿verdad, Audrey? -le preguntó el anciano con insólita dulzura.

Sus ásperos modales habían desaparecido por completo. Quería conocer los sentimientos de Audrey. Quería estar seguro, para su paz espiritual, de que su nieta mayor no lamentaba haberse dejado escapar a Harcourt.

– ¿Arrepentirme de qué, abuelito?

No le llamaba así desde que era pequeña, pero en aquel momento, el nombre brotó sin ninguna dificultad de su boca.

– De lo de… del joven Westerbrook. Hubieras podido tenerle para ti. – Edward Driscoll hablaba en voz baja, como temeroso de que alguien pudiera oírle-. Primero salió contigo. Y tú eres la mayor. Algún día serás una esposa mucho mejor que ella. No es que sea mala chica, pero es muy joven.

Y él no la entendía.

Audrey le miró sonriendo, conmovida por su preocupación.

– Todavía no estoy preparada para casarme. Y, de todos modos, no era el hombre apropiado para mí.

– ¿Por qué no estás preparada todavía? -preguntó el abuelo, apoyándose fuertemente en el bastón, en el pasillo en sombras.

Estaba cansado, pero aquello era extraordinariamente importante para él.

– No lo sé -contestó Audrey, exhalando un suspiro-. Pero sé que hay otras cosas que tengo que hacer primero.

¿Cómo se lo hubiera podido explicar? Quería viajar, tomar fotografías, hacer unos álbumes maravillosos como los de su padre…

– ¿Cómo qué? -preguntó el viejo, asustado por sus palabras.

Le sonaban a algo que le había costado un hijo-. ¿No se te habrá metido en la cabeza ninguna tontería, verdad?

– No, abuelito. – Audrey quería tranquilizarle. Era lo menos que podía hacer por él-. Ni siquiera sé lo que quiero. Lo único que sé es que no quiero a Harcourt Westerbrook. De eso estoy absolutamente segura.

Edward Driscoll asintió con la cabeza y la miró fijamente a los ojos.

– En tal caso, me parece bien.

«¿Y si no hubiera sido así? ¿Y si hubiera querido a Harcourt?», se preguntó Audrey mientras le daba a su abuelo un beso de buenas noches antes de dirigirse a su habitación. Permaneció de pie frente a la puerta, pensando en sus palabras. No sabía por qué las había dicho, pero estaba segura de que eran verdad. Quería hacer algo, visitar lugares, conocer otras gentes, ver montañas y ríos, aspirar otros perfumes y saborear comidas exóticas. Mientras cerraba la puerta a sus espaldas, comprendió que jamás hubiera podido ser feliz con Harcourt, y tal vez con nadie. Necesitaba alimentar su alma con cosas más sublimes y puede que algún día siguiera las huellas de su padre: tomaría fotografías, haría los mismos viajes misteriosos y viajaría en los mismos trenes como en un regreso a aquel pasado que reflejaban los álbumes… acompañada por él.

CAPÍTULO II

La mañana del veintiuno de julio, Audrey se encontraba de pie en el vestíbulo principal de la casa, consultando el reloj y esperando casi instintivamente que el carillón del comedor diera la hora. El automóvil los aguardaba fuera y suponía que los invitados ya debían estar esperándoles en la iglesia. A su lado, el abuelo golpeaba el suelo con el bastón mientras los ojos de los criados les acechaban por todas partes, acechando el momento en que Annabelle descendería por la escalinata. La espera mereció la pena porque, cuando la muchacha bajó, fue como una visión, envuelta en una nube blanca. Parecía una princesa o una reina de cuento de hadas; llevaba los delicados pies enfundados en unos zapatos de raso color crema y el rubio cabello adornado por una diadema de encaje antiguo y diminutas perlas. Su cintura parecía tallada en marfil y sus ojos bailaban de contento. Era la chica más bonita que jamás se hubiera visto, pensó Audrey, mirándola con ternura y orgullo.