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– Ya me las arreglaré -contestó con aquella mezcla suya de humor y sensualidad.

No poseía la sexualidad exasperada de Charlotte, una mujer hecha para jugar, hablar y trabajar. En cambio, Audrey era un trozo de su alma y de su carne, la parte más importante de su ser.

– ¿Te recojo en el aeropuerto?

– ¿Tú lo quieres? -preguntó Charles.

– Me encantará -respondió Audrey.

– Ya te comunicaré la hora de la llegada.

– Allí estaré… ¿Charlie?

– ¿Sí?

– Gracias.

Charles se alegró de haberla llamado y colgó el teléfono sintiéndose como un colegial enamorado. El día siguiente fue interminablemente largo. Audrey bajó al centro de la ciudad con el abuelo y llevó a Mai Li al médico para que la vacunara. Pensó ir a la peluquería antes de trasladarse al aeropuerto, pero le pareció que eso hubiera sido más propio de su hermana. En vez de ello, se puso un vestido nuevo de lana gris y un collar de perlas y se dejó el cabello cobrizo suelto tal como a él le gustaba. Llevaba una chaqueta de zorro colgada del brazo cuando aparcó el automóvil y entró en el edificio del aeropuerto.

Sin darse cuenta acarició el anillo de sello que aún lucía en un dedo. Su abuelo se lo había visto, pero nunca le había preguntado de dónde lo había sacado. Faltaban diez minutos para la llegada del avión. Como no sabía qué hacer, Audrey empezó a pasear arriba y abajo, pensando en la última vez que vio a Charles. Recordó su rostro y las lágrimas que le resbalaban por las mejillas cuando el tren se puso en marcha en la estación de Harbin. De repente, anunciaron la llegada del vuelo y todo su cuerpo se estremeció como si hubiera recibido una sacudida eléctrica.

Empezó a mirar a los pasajeros y contuvo el aliento cuando un grupo de hombres pasó por su lado. De súbito, le vio con su cabello negro como el azabache, sus profundos ojos y la boca que ella tantas veces había besado. Permaneció inmóvil como una estatua sin decir nada y, de pronto, Charles la estrechó entre sus brazos y empezó a besarla. Después, ambos permanecieron largo rato mirándose en silencio.

– Hola -dijo él por fin, esbozando una sonrisa traviesa mientras la gente les empujaba por todas partes.

– Hola, Charlie -contestó Audrey-. Bienvenido… -¿A qué? ¿A su vida? ¿Cuánto tiempo iba a quedarse? ¿Un día? ¿Dos? ¿Tal vez tres? Pensó con tristeza que pronto volverían a separarse y experimentó una sensación agridulce, mientras él la seguía hasta el automóvil. Llevaba tan sólo un impermeable, un maletín y una cartera-. ¿Qué tal la película?

– Aún no lo sé. Hemos firmado un contrato, pero esta gente está loca y temo que no lleguemos a ninguna parte.

Audrey se alegraba del éxito de Charlie aunque ella le quería por otras cosas.

– ¿Estás contento? -le preguntó, mientras abría la portezuela del vehículo y sentándose al volante.

Abrió la otra portezuela desde dentro y Charles se acomodó en el asiento, dejando sus cosas en la parte de atrás.

– Sí -contestó él.

Sin embargo, lo que más le alegraba era volver a ver a Audrey. En su fuero interno, se acusaba de haber accedido a firmar el contrato cinematográfico sólo para poder trasladarse a California, aunque eso no se lo había dicho a Charlotte. Ésta toleraba todas sus debilidades, pero no soportaba oírle hablar de Audrey, la cual, en opinión de ella, había cometido el pecado imperdonable de no acudir a verle cuando él se lo pidió. Mientras Audrey ponía en marcha el coche para regresar a la ciudad, Charles pensó en lo distintas que eran ambas mujeres.

– No sé qué decirte, Charlie -dijo Audrey por fin.

– ¿Sobre qué?

Pero Charles sabía muy bien de qué le hablaba la joven. Ésta iba siempre directamente al grano y ahora lo volvería a hacer sin duda.

– Sobre lo que ocurrió…, los telegramas…

– ¿Qué tienes que decir? Tu respuesta fue muy clara.

– ¿Y también mis motivos? -Audrey temía siempre que no los comprendiera-. ¿Sabes que hubiera dado mi brazo derecho y mi corazón para mandarlo todo a paseo y casarme contigo el año pasado? Pero no podía irme a Londres sin más y dejar de nuevo al abuelo. Llevaba un año fuera…, y es tan viejo y tan frágil, Charlie…

– No entiendo tus sacrificios -dijo Charles, mirando a través de la ventanilla-. Fue la segunda vez que me rechazaste.

– La primera no me hiciste una proposición en serio -contestó Audrey-. Querías sacarme de Harbin como fuera y, para ello, hubieras estado dispuesto a casarte conmigo.

Charles la miró sonriendo y pensó que le conocía mucho mejor que Charlotte.

– Eres la mujer más testaruda que he conocido en mi vida, Audrey -le dijo.

– ¿Qué es eso? ¿Un cumplido o una simple constatación? -preguntó Audrey, apartando momentáneamente los ojos de la carretera para mirarle.

– Ninguna de las dos cosas -contestó Charles, sacudiendo la cabeza-. Es más bien una acusación. Eres un bicharraco… ¡un auténtico bicharraco! -añadió, tomando un mechón del cabello de Audrey y echándole un poco la cabeza hacia atrás para besarle el cuello-. ¿Sabes que me pasé un mes borracho tras recibir tu maldito telegrama? ¡Un mes!

Sin embargo, se calló lo que había hecho Charlotte para salvarle. Pero lo que sentía por Audrey era algo mucho más serio.

– Para mí tampoco fue fácil, Charlie -dijo la joven-. Fue la decisión más dura que jamás hubiera tomado…, exceptuando la de quedarme en Harbin.

– Aquello no fue tan duro. Tú estabas convencida de que cumplías con tu deber y no creo que te arrepintieras.

– ¿Piensas de veras que, después de pasarme ocho meses allí, nunca tuve dudas al respecto? Pues te equivocas. Hice lo que consideraba mi obligación, pero pagué un precio muy alto por ello. -Audrey le miró directamente a los ojos cuando se detuvieron ante un semáforo y pensó en la pequeña Mai Li, la mayor recompensa que jamás hubiera podido soñar-. Por cierto, ¿dónde te alojas? -preguntó, mirando a Charles con expresión pensativa. -Los estudios me han reservado habitación en el Saint Francis. ¿Es un buen hotel?

– Excelente.

Ambos recordaron al unísono el Gritti y el Pera Palas, pero no hicieron ningún comentario al respecto.

– ¿Querrás cenar conmigo esta noche, Aud? -preguntó Charles.

La joven asintió en silencio. Le parecía extraño citarse con él, tras haberse pasado tantos meses viajando a su lado. Era como si estuvieran casados. Ahora, en cambio, habían dado un paso atrás, regresando a la fase de Antibes, en la que ninguno de los dos sabía exactamente lo que pensaba el otro.

– ¿Quieres primero venir a mi casa para que te presente al abuelo?

– Me encantará -contestó Charles, observando que ella llevaba todavía su sortija en el dedo.

Cuando le dejó en su hotel y le besó en los labios, Audrey volvió a emocionarse muy a pesar suyo. No quería volver a enamorarse de él, pensó mientras regresaba a casa. Sólo iba a quedarse allí unos días, hubiera sido absurdo. Sin embargo, no podía reprimir sus sentimientos.

El abuelo la vio entrar y la miró con el ceño fruncido, levantando los ojos del periódico que estaba leyendo.

– ¿De dónde vienes, Audrey?

Por un instante, ella no supo qué responderle. Después, decidió confesarle la verdad o, por lo menos, parte de ella.

– Fui a recibir a un amigo al aeropuerto.

– ¿Ah, sí?

– Le conocí en Europa. Sólo estará aquí un par de días.

– ¿Le conozco?

– No -contestó Audrey, sonriendo-. Pero en seguida le conocerás. Vendrá a tomar una copa dentro de una hora. Tiene ganas de conocerte.

– Será un joven insensato -dijo el anciano con fingido enojo.

Sin embargo, Audrey sabía que le gustaba conocer a sus amigos de vez en cuando, y que muchas veces la regañaba por no salir más a menudo, aunque ella no sentía el menor interés