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por nadie. Consultó el reloj y decidió subir a ver a Mai Li antes de cambiarse para la cena.

– Hoy le ha salido otro diente -le dijo el abuelo, como si leyera sus pensamientos.

– ¿A la niña?

– No, a la doncella. Audrey se echó a reír.

– Para ser una niña de seis meses, ya tiene muchos -dijo.

– Está muy adelantada. La señora Williams -el ama de llaves- me lo ha comunicado. Dice que su nieto no tiene ni dientes ni cabello, y eso que ya casi tiene un año. Verás cómo empieza a andar antes de cumplir el año.

Audrey se conmovió al ver lo orgulloso que el abuelo estaba de la niña. La quería mucho más que a los hijos de Annabelle y ya ni siquiera le importaba que fuera china. De vez en cuando, la acompañaba cuando su nieta la sacaba a pasear e incluso la ayudaba a empujar el cochecito.

– Bajaré en seguida, abuelo.

Cuando lo hizo, lucía un vestido de cóctel comprado en Ransohoff s y que todavía no había estrenado. Era un modelo de seda negro con los hombros muy marcados y un escote en forma de diamante en la espalda. Le sentaba de maravilla y el abuelo observó que se había peinado con gran esmero. Pensó que el invitado debía ser muy importante… para ella.

– ¿Quién dijiste que era? -preguntó el anciano poco antes de que sonara el timbre.

– Charles Parker-Scott. Es un escritor.

– Me parece que he oído hablar de él -dijo el abuelo.

En aquel instante, sonó el timbre y Audrey se dirigió al recibidor precisamente en el momento en que el mayordomo abría la puerta. Charles entró y se quedó mirando embobado. Estaba preciosa y le hizo recordar inmediatamente los momentos felices que habían compartido. Sin embargo, jamás la había visto tan encantadora como aquella noche.

– Hola, Audrey -dijo mientras ella le besaba en la mejilla y le acompañaba al salón para presentarle al abuelo.

– Te presento a Charles Parker-Scott… Mi abuelo, Edward Driscoll. Los dos hombres se estrecharon la mano y se estudiaron con interés, quedando, muy a pesar suyo, favorablemente impresionados el uno por el otro, sobre todo, Charles, que sentía una especial aversión hacia el hombre que le había apartado de Au-drey.

– Buenas noches, señor. ¿Cómo está?

– Muy bien, gracias. ¿De qué le conozco yo a usted? El anciano no recordaba si Audrey se lo había mencionado alguna vez o si se trataba de un personaje famoso.

– Charles es escritor, abuelo. Escribe unos maravillosos libros de viajes.

El abuelo frunció el ceño y asintió lentamente con la cabeza. Le sonaba de algo más, pero no recordaba de qué. Audrey se alegró de que así fuera. Estaba segura de que Muriel Browne le habría mencionado su nombre al anciano. No obstante, prefería no recordárselo porque el abuelo no se chupaba el dedo y sospechaba que ella había tenido relaciones con un hombre durante su permanencia en el extranjero, aunque nunca le preguntara nada.

– En realidad, acaba de vender los derechos cinematográficos de uno de sus libros, por eso precisamente ha venido a California.

El mayordomo les sirvió unas copas y Charles conversó animadamente con el anciano, observando que le temblaban ligeramente las manos mientras sostenía la copa. Sin embargo, cuando el abuelo se levantó para mostrarle la biblioteca, Charles pensó que no se le veía tan frágil como decía Audrey y se preguntó de repente si ésta no le utilizaría como excusa. A lo mejor, no quería casarse con él. Sin embargo, estaba seguro de que eso no era cierto. Contempló, admirado, los viejos libros, las ediciones príncipe y los preciosos volúmenes encuadernados en cuero de la valiosa colección. En realidad, toda la casa estaba llena de tesoros y muebles antiguos, muchos de ellos adquiridos por el padre de Audrey en el transcurso de sus viajes o bien comprados por su abuelo o su bisabuelo. Charles nunca habría sospechado que Audrey procediera de una familia tan acaudalada.

– Tiene usted una magnífica colección, señor -dijo.

Volvieron a sentarse y Charles miró sonriendo al anciano. Éste le devolvió la sonrisa y pensó que era una lástima que Audrey no tuviera más amigos como aquél. Le gustaba ver a algún joven de vez en cuando. Le recordaban a Roland. En realidad, aquel hombre se le parecía enormemente.

– ¿Sabe que se parece usted a mi hijo? ¿No se lo ha dicho Audrey?

– Pues, la verdad es que no… Como no sea por el hecho de que a ambos nos gusta tanto viajar.

– Maldita insensata… – Edward Driscoll hizo una mueca y Charles temió haber dicho alguna inconveniencia. A continuación, el anciano levantó los ojos y exhaló un suspiro de alivio, mirando a Audrey-. Afortunadamente, ésta no perdió el juicio. ¿Sabe usted que incluso estuvo en China? -Charles reprimió una sonrisa y asintió con la cara muy seria-. Se pasó casi un año en Manchuria, en un sitio llamado Harbin… y después vino aquí con una niña. -Al oír estas palabras, Charles estuvo a punto de caerse de la silla y se puso tan pálido que Audrey temió que se desmayara-. Una chiquilla preciosa -prosiguió el abuelo-. La llamamos Molly.

– Ya.

Audrey hubiera querido tomar la mano de Charles y explicárselo todo, pero no sabía por dónde empezar.

– Era una de las huérfanas de la casa… En realidad, la dio a luz una de las mayores, pero murió de parto…

– ¡Audrey! -exclamó el abuelo escandalizado-. No tienes por qué aburrir a nuestro invitado con esos detalles.

– ¿Quieres verla? -preguntó Audrey, a falta de otra cosa mejor que decir.

Vio que Charles estaba a punto de declinar el ofrecimiento y le miró con ojos suplicantes hasta que, por fin, él se levantó a regañadientes.

– De acuerdo. -Charles la siguió en silencio al piso de arriba-. Conque era eso -susurró por fin-. ¿Por qué demonios no me lo dijiste en lugar de hacerme hacer el ridículo? ¿Qué es? ¿Medio china?

– Sí.

– Tu abuelo tiene razón -añadió Charles al llegar a la puerta del dormitorio-, eres una maldita insensata. ¿Cómo pudiste hacer eso? ¿Por qué no te libraste de esa niña antes de volver a

casa?

Audrey le miró con los ojos llenos de lágrimas. Sabía lo que Charles pensaba y no quería justificarse ante él.

– ¿Qué querías tú que hiciera? ¿Que la matara? La traje conmigo porque la quiero y no soy ni la mitad de insensata…

que tú.

Audrey se acercó a la cuna y levantó a la niña en brazos mientras la doncella que cuidaba de Mai Li se retiraba discretamente de la estancia. La chiquilla esbozó inmediatamente una graciosa sonrisa. Tenía un precioso rostro oriental y no se hubiera podido adivinar si era china o japonesa.

– No es… -empezó a decir Charles, perplejo. De repente, se avergonzó de sus sospechas, aunque, en realidad, éstas le hubieran facilitado la tarea de asimilar el rechazo de Audrey. Hubiera estado dispuesto a creer cualquier cosa antes que reconocer que ella le había dejado por el simple sentido del deber-. Audrey, perdóname… La niña no es tuya, ¿verdad? Por lo menos, no en la forma en que yo pensaba…

Audrey negó tristemente con la cabeza, pensando que ojalá

lo fuera.

– Ling Hwei murió al dar a luz antes de que yo me fuera. El padre era japonés… Un soldado… No podía dejarla. Tú ya sabes lo que hubiera ocurrido.

– Ahora lo comprendo todo -dijo Charles-. ¿Por qué no me

lo dijiste?

– Lo hubiera hecho, pero, después del telegrama, no contestaste a ninguna de mis cartas y no sabía cómo te lo ibas a tomar.

– Es un encanto -dijo Charles, contemplando a la chiquilla que Audrey sostenía en sus brazos-. ¿Qué tiempo tiene?

– Seis meses. El abuelo la llama Molly -se miraron sonriendo. La niña era como un regalo que les hacía recordar los felices momentos transcurridos en China. Charles le acarició una mejilla con un dedo y la niña intentó metérselo en la boca mientras él se reía y le hacía cosquillas-. ¿La quieres tomar en brazos? -le preguntó Audrey. Al principio, él vaciló un poco, pero después la tomó y la acercó a su mejilla. Olía a jabón y a polvos de talco y todo en ella era pulcro, bonito y aseado. Ahora comprendía Charles lo que había estado haciendo Au-drey desde su regreso. Miró a su alrededor y vio docenas de fotografías de la niña tomadas sin duda con la Leica-. ¿No te parece maravilloso, Charles? – Éste depositó cuidadosamente a la niña en la cuna y ambos la contemplaron con cariño mientras jugaba con sus piececitos y profería murmullos de satisfacción. Audrey miró a su antiguo amante a los ojos y se atrevió a decirle lo que pensaba, ahora más que nunca-. Quisiera que fuera tuya, Charles.