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– Yo también -dijo él.

Quería a Audrey tanto como siempre, o tal vez más, y el hecho de verla con la niña le enternecía profundamente. Ambos tuvieron que hacer un esfuerzo para abandonar la habitación y reunirse de nuevo con el abuelo, el cual sonrió extasiado cuando le contaron las gracias de la niña. Nadie hubiera podido adivinar que se llevó un disgusto al verla por primera vez. Oyéndole hablar, se hubiera dicho que la niña pertenecía a su propia estirpe.

– Es la chiquilla más preciosa del mundo -el abuelo miró afectuosamente a Audrey-. Ésta tampoco estaba mal, pero ya ha llovido mucho desde entonces.

Al cabo de unos instantes, los tres se levantaron y Charles le reiteró al anciano su complacencia por haberle conocido. Tenían reservada mesa en el Blue Fox, pero les hubiera dado igual cenar en cualquier otro sitio. Audrey se lo contó todo, sus últimos momentos en Harbin, el nacimiento de Molly e incluso la aparición del general mongol.

– Santo cielo, te hubieran podido violar. O asesinar. Pero no lo dijo.

– Pensando en aquellos ocho meses, supongo que hubiera podido ocurrir cualquier cosa. Pero, la verdad, Charles, en aquel instante me pareció que era lo que tenía que hacer. A cambio, recibí a Molly -dijo Audrey sonriendo.

– Y ahora, ¿qué, Aud? ¿Qué vas a hacer con tu vida?

– No lo sé. Quedarme aquí. Por lo menos, mientras viva el abuelo. – Es un hombre extraordinario.

– Lo sé… Por eso volví junto a él. Le debo mucho.

– ¿Incluso tu futuro, Audrey? Eso tampoco me parecería justo.

– En cualquier caso, mi presente.

– ¿Y Annabelle? ¿Qué es lo que ella le debe?

– Me temo que mi hermana no se considera en deuda.

– He tenido la mala suerte de enamorarme de la más cumplidora -dijo Charles, sonriendo con tristeza. Mientras tomaban el postre, se armó de valor-. ¿No te podría arrancar de todo eso por una temporada, Aud?

– ¿Por cuánto tiempo? ¿Por un fin de semana en Carmel o por un año en el lejano Oriente?

Se miraron sonriendo. El contraste entre ambas civilizaciones era impresionante. Audrey hubiera estado dispuesta a ir con él hasta los confines del mundo, pero eso era imposible. No podía alejarse de su casa más allá de unos días.

– Acabo de regresar de la India donde estuve documentándome con vistas a mi próximo libro…

– Qué interesante -dijo Audrey, sabiendo que él no había terminado de hablar.

– …y ahora me voy a Egipto. -Charles hizo una pausa y le tomó una mano-. ¿Quieres acompañarme?

Audrey se quedó paralizada de asombro al oír esas palabras. Lo deseaba con toda el alma. Con él, hubiera ido a cualquier sitio, pero Egipto le parecía un lugar fabuloso.

– ¿Cuándo irás?

– A finales de año, o tal vez en primavera. ¿Importa mucho el momento?

– Supongo que no -contestó Audrey, lanzando un suspiro-. Pero no me imagino al abuelo soportando otro viaje después de lo que ocurrió la primera vez. No sé cómo podría hacerlo, Charles… Además, ahora tengo que pensar en Molly.

– Llévala contigo -dijo Charles muy serio. Audrey se inclinó hacia adelante y le dio un beso en una mejilla.

– Siempre te querré, Charlie, ¿lo sabes?

– A veces, me cuesta creerlo -dijo él, reclinándose en la silla-. No quiero que me des la respuesta esta noche. Piénsalo… Piensa en Egipto en primavera. ¿Se te ocurre algún lugar más romántico?

– No hace falta que me lo ponderes, Charles -contestó Audrey, sacudiendo la cabeza-. No es por eso. Yo sería feliz contigo incluso en un pastizal de Oklahoma.

– Tampoco sería mala idea.

Charles se rió y, de repente, la atmósfera cambió y él le propuso ir a bailar a su hotel. Tan pronto como sus cuerpos entraron en contacto, Audrey sintió la misma magia de siempre y ambos se besaron y acariciaron con la misma vehemencia que en el pasado.

– Creo que jamás podré resistir esta tentación, Charles. Lo pasaré muy mal si algún día te casas con otra.

– Hay maneras de impedirlo -le susurró él al oído.

Después, se retiraron de la pista de baile y hablaron un momento en un pasillo. No querían cometer una locura, pero sus corazones desbordaban de amor. Al ver que Audrey asentía en silencio, Charles le deslizó la llave de su habitación en la mano y, dirigiéndose a recepción, pidió otra mientras la joven tomaba el ascensor. Al verla, el ascensorista se quedó pasmado ante su belleza, y pensó que debía de ser la esposa de algún cliente. Al llegar al piso, Audrey bajó con el corazón desbocado y entró en la habitación de su amante poco antes de que éste llegara. Al abrir la puerta, Charles la vio de pie en el centro de la estancia, esbozando una tímida sonrisa.

– ¡Imagínate si alguien me viera! ¡Me cubrirían de alquitrán, me emplumarían y me expulsarían de la ciudad!

– Sospecho que no serías la primera. Pero, como ya te he dicho, hay maneras de impedirlo…

A él se le ocurría una en particular. Se abrazaron con fuerza y se olvidaron de todo. Momentos después, sus ropas yacían tiradas en el suelo. Había transcurrido un año y océanos y continentes les habían separado desde la última vez. De repente, Audrey se preguntó cómo pudo vivir tanto tiempo sin su amor. Eran las cuatro de la madrugada cuando por fin pudo apartarse de Charles.

– Qué barbaridad… Tengo que volver a casa en seguida – exclamó al ver la hora en el reloj de la mesilla de noche.

No era como en China donde ambos vivieron como marido y mujer durante meses. Ahora tenían que disimular y guardar las apariencias. Charles la contempló mientras se vestía y después se vistió él a su vez para acompañarla a casa en un taxi. Ya en el interior del vehículo, volvió a besarla apasionadamente en los labios y luego la vio entrar en la casa, utilizando una llave. Esperó hasta que se encendió la luz de la habitación de arriba y Audrey apartó la cortina de encaje para saludarle con una mano. Entonces, Charles regresó al hotel y se sintió desesperadamente solo sin ella.

La cama olía todavía a su perfume y a su carne y sobre la almohada había quedado olvidado un largo cabello cobrizo. Hubiera querido llamarla y tenerla de nuevo a su lado, pero eso no ocurrió hasta la tarde del día siguiente en que ambos volvieron a reunirse y se fueron de nuevo a la habitación del hotel con la mayor discreción posible. Permanecieron en la cama hasta la una de la madrugada en que Charles llamó al servicio de habitaciones, para pedir que les subieran la cena mientras ella se ponía la bata de su amante y daba unas chupadas a su cigarrillo. Audrey se sentía a gusto a su lado, pero veía algo extraño en los ojos de Charles. Cuando el camarero se retiró y él se volvió a mirarla, comprendió que algo le ocurría. Le conocía demasiado bien para que pudiera engañarse.

– ¿Qué te pasa, Charles? -le preguntó con dulzura.

– Tengo que decirte una cosa.

– Tan mala no será -dijo Audrey, extendiendo una mano para tomarle la suya.