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– ¿Bebiste demasiado anoche? -le preguntó. Audrey sacudió la cabeza y trató de sonreír-. Pues tienes una cara espantosa. ¿Te encuentras bien?

– Estoy un poco cansada, eso es todo.

– ¿Le quieres mucho? -preguntó súbitamente el anciano, tratando de ocultar su temor.

Audrey se compadeció del abuelo.

– Somos buenos amigos.

– Y eso, ¿qué quiere decir? – En realidad, preferiría no hablar de eso -contestó Audrey con fingida indiferencia.

– ¿Por qué no?

«Porque es demasiado doloroso para mí.» Pero eso no se lo dijo.

– Sólo somos amigos, abuelo.

– Pues yo creía que había algo más, por lo menos, por su parte. Me alegro mucho de que no haya nada por la tuya.

– ¿Por qué lo dices?

– Porque eso de recorrer el mundo con un hombre como él, persiguiendo camellos y elefantes, no es muy adecuado para una chica como Dios manda -contestó el anciano horrorizado mientras ella soltaba una carcajada.

– Nunca se me había ocurrido pensarlo.

– Además, no sería bueno para la niña…

Y tampoco para él. Audrey sabía que el anciano también pensaba en eso. Estaba en su perfecto derecho de hacerlo. Tenía casi ochenta y tres años y la necesitaba, bien lo sabía ella.

– No es nada serio, abuelo, no te preocupes.

Pero el abuelo se preocupaba, se le veía en los ojos. Audrey sentía una profunda opresión en el pecho cuando llamó a Charles, al mediodía. Prometió almorzar con él en un restaurante situado en el centro de la ciudad. Ambos estaban muy tristes cuando se reunieron y, antes de estudiar el menú, se pasaron un rato charlando de cosas intrascendentes.

– ¿Y bien? -inquirió Charles.

Audrey hubiera querido dar largas al asunto, pero no podía hacerlo.

– Ya conoces la respuesta, Charlie. Te quiero mucho, pero no puedo casarme contigo. Al menos por ahora.

– Lo suponía -dijo él-. ¿Por tu abuelo? -Audrey asintió en silencio-. Lo siento de veras, Aud -añadió, levantándose-. Creo que no vale la pena de que almorcemos juntos, ¿no te parece? Si me doy prisa, podré tomar el vuelo anterior.

Todo ocurrió con vertiginosa rapidez. Audrey vio en los ojos de su amante una expresión de rabia, de dolor y de deseo de venganza y le pareció que iban a doblársele las piernas mien- tras salía con él a la calle. Tomaron un taxi y, casi sin saber cómo, Audrey se encontró ante la puerta de su casa, mientras Charles la miraba, de pie junto a la portezuela del vehículo. Cuando la joven se le acercó para darle un beso de despedida, él retrocedió y levantó una mano, musitando un adiós mientras subía de nuevo al taxi. El automóvil se puso nuevamente en marcha y borró en un instante todos los momentos de amor y todos los kilómetros que ambos habían recorrido juntos.

CAPÍTULO XXIV

Cuando entró en el vestíbulo de la casa del abuelo y el mayordomo cerró silenciosamente la puerta, Audrey oyó una conmoción procedente del piso de arriba y vio toda una serie de cajas y baúles amontonados al pie de la escalinata. De repente, vio que su hermana la miraba desde la puerta de la biblioteca. Era la primera vez que se volvían a ver desde su desagradable discusión poco después del regreso de Audrey. Esta miró a su hermana cautelosamente, sin saber qué estaría haciendo allí. Pensó que quizá se iba de viaje, pero en seguida adivinó lo que había ocurrido.

– ¿Qué pasa?

– Harcourt me ha dejado.

Audrey ya no se sorprendía de nada, pero no acertaba a comprender qué hacía Annabelle en la casa.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó con una tristeza en la voz cuyo origen Annabelle ignoraba, aunque tampoco le hubiera importado si lo hubiera conocido.

Bastantes problemas tenía ella.

– No quería quedarme en Burlingame. Odio aquella casa.

– ¿Has probado vivir en algún hotel? -preguntó Audrey con aspereza.

– Esta casa es tan mía como tuya -contestó Annabelle, sorprendida.

– ¿Le has preguntado al abuelo si puedes quedarte?

– No -contestó la voz del abuelo. Ninguna de ellas se había percatado de su presencia-. ¿Quieres hacer el favor de explicármelo, Annabelle?

Ambas hermanas se sintieron de nuevo como si fueran unas chiquillas, como cuando el anciano las sorprendía en su infancia haciendo algo que no debían.

Audrey se preguntó si no habría sido excesivamente dura con su hermana, y Annabelle comprendió que hubiera tenido que llamar primero.

– Yo…, intenté llamarte esta mañana, abuelo, pero…

– Mentira -dijo el anciano, mirándola con hastío-. Por lo menos, ten la delicadeza de decir la verdad. ¿Dónde está tu marido?

– No lo sé. Creo que se fue al lago en compañía de unos amigos.

– ¿Y tú has decidido dejarle?

– Yo… -Era un poco difícil explicárselo todo allí en el vestíbulo, pero el abuelo no parecía dispuesto a invitarla a sentarse-. Dijo que quería pedir el divorcio.

– Qué amable eres al facilitarle las cosas. ¿Acaso no sabes que no estás obligada a eso? Annabelle asintió en silencio.

– Pero es que yo…

– ¿Querías irte? -dijo el anciano, completando la frase-. Comprendo. Y ahora quieres venir a vivir aquí conmigo y con tu hermana, ¿no es cierto, Annabelle? -La muchacha asintió, ruborizándose levemente-. ¿Por algún motivo en particular? ¿Por lo bien situada que está la casa? ¿Por las buenas cualidades de mi servidumbre? ¿Por las ventajas que supone tener una casa en la ciudad o por lo bien que cuida tu hermana de tus hijos?

Audrey sonrió al ver lo mucho que conocía el abuelo a Annabelle.

– Yo pensaba que… durante algún tiempo…

– ¿Cuánto tiempo, Annabelle? ¿Una semana? ¿Dos? ¿Menos quizá? -El anciano disfrutaba poniendo a la chica en un aprieto y Audrey casi se compadeció de ella. Casi, pero no del todo. Su hermana ya no se hacía digna de mucha compasión. Era demasiado grosera y mimada, bebía más de la cuenta y su conducta era a menudo claramente inmoral-. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte?

– ¿Te parece bien hasta que encuentre una casa?

– No me lo preguntes, limítate a decírmelo. Muy bien, pues. Hasta que encuentres una casa. Te permito quedarte, pero procura encontrarla pronto. -En cuanto hubo pronunciado

estas palabras, el anciano vio en el rostro de su nieta menor una inequívoca expresión de triunfo-. No te aproveches demasiado de tu hermana -añadió.

Era un sabio consejo. Sólo que Audrey y Annabelle no interpretaban el adverbio «demasiado» de la misma manera. En cuestión de dos horas, Annabelle consiguió instalar a sus dos hijos en la habitación de Audrey. El pequeño Winston estaba ocupado en la tarea de destruir todos sus libros y Hannah había sido colocada en la cuna de Molly donde la anfitriona acababa de morderle el dedo gordo del pie a la invitada con gran horror por parte de Annabelle.

– ¡Qué sinvergüenza es esa china del demonio! -gritó. Audrey le estampó una bofetada; un buen sopapo era precisamente lo que Annabelle necesitaba en aquellos instantes. El tortazo le calmó un poco los nervios, pero ya eran las cinco de la tarde cuando Audrey pudo cerrar finalmente la puerta de su dormitorio para descansar un poco y pensar en Charles. Le parecía increíble que le hubiera visto hacía apenas unas horas. Mientras le caían las lágrimas sobre la almohada, se preguntó si alguna vez volvería a verle. Aunque eso no era probable. Al percatarse de lo que ello significaba, la joven se echó a llorar con desconsuelo. Ahora estaba atrapada en una vida que transcurriría al lado de su abuelo y de su hermana. Aún tenía los ojos enrojecidos cuando bajó a cenar, aquella noche. Sin embargo, nadie lo advirtió. El abuelo estaba perdido en sus pensamientos y Annabelle se dedicó a hacerles el recuento de todas las infidelidades de Harcourt. Cuando les sirvieron el postre, Audrey estaba completamente mareada.