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Los meses siguientes fueron una auténtica pesadilla. Las niñeras que Annabelle contrataba se marchaban en seguida. No podían soportarla y tampoco aguantaban a sus hijos. Los restantes criados estaban molestos por la sobrecarga de trabajo y Annabelle no paraba nunca en casa.

Incluso el abuelo parecía cansado y ya no manifestaba tanto interés por la pequeña Molly, que tanto le distraía al principio. Ahora casi nada le alegraba y Audrey no se hallaba en condiciones de animarle. Se sentía profundamente deprimida y sólo Molly la consolaba un poco de sus penas. Únicamente podía pensar en Charles. Intentó escribirle varias veces, pero siempre acababa por romper las cartas. ¿Qué podía decirle? Nada había cambiado. Por si fuera poco, el estado del abuelo la tenía muy preocupada. El anciano ya no prestaba la menor atención a la política, raras veces leía el periódico y casi nunca almorzaba en el club. Audrey se lo comentó varias veces a Annabelle, pero ésta no le daba importancia a estos detalles. Estaba demasiado ocupada, saliendo con sus amigas y con todos los hombres con quienes se tropezaba. Iba a la ópera, a los restaurantes más lujosos y asistía a toda clase de fiestas, y no quería saber nada del abuelo, de su hermana ni de sus hijos.

– Mira -le dijo Audrey a punto ya de perder la paciencia cuando, al llegar la Nochebuena, Annabelle anunció que saldría con unos amigos y no tendría tiempo de cenar con su abuelo-, por lo menos podrías pasar una hora con él, Annie. No olvides -añadió con una voz cortante como el hielo- que te mantiene.

– ¿Y qué? No tiene que mantener a nadie más, ¿no? Y, por otra parte, también te mantiene a ti. Tú te pasas el rato con él porque no tienes otra cosa que hacer -dijo Annabelle, escupiéndole las palabras con desprecio.

Como Audrey se había pasado la vida cuidándola, no veía ella por qué razón no tenía que seguir haciéndolo. Además, ahora que había asumido la responsabilidad de ayudar a aquella estúpida niña china, ningún hombre la querría. Lo solía comentar a menudo con sus amigas y más de una vez había insinuado que la pequeña era hija de Audrey. Sin embargo, a Audrey le daba igual todo cuanto decía su hermana. Quería a Mai Li como si fuera su propia hija y le importaban un bledo los chismorreos de la gente. Lamentaba tan sólo que Annabelle destrozara su vida acostándose con el primero que encontraba. Pero de nada servían sus sermones y consejos. Annabelle estaba decidida a destrozar su vida con los hombres y con el alcohol y Audrey ya ni siquiera intentaba evitarlo. Le dolía ver qué vida llevaba su hermana, pero no podía hacer nada al respecto. Comprendía ahora que Annabelle había sido siempre una niña mimada. Sólo que, con el tiempo, se le había agriado el carácter a causa de la bebida y de otros excesos. El proceso

del divorcio fue muy desagradable y Harcourt se presentó en la casa más de una vez, lanzando improperios contra Annabelle y sus abogados, hasta que, al fin, el abuelo ordenó al mayordomo que no le franqueara más la entrada. De todos modos, solía estar borracho como una cuba y le organizaba unas escenas tremendas a Annabelle, en cuyo transcurso ambos se arrojaban lámparas y objetos de jade, cosa que el abuelo ya no pensaba tolerar por más tiempo, según se lo comunicó a Audrey.

– Siento que tengas que pasar por todo esto, abuelo.

– Supongo que tendría que comprarle una casa en alguna parte -dijo el anciano-, pero soy demasiado viejo para preocuparme ya por estas cosas. De todos modos, pronto me iré y vosotras os quedaréis en esta casa. Es lo suficientemente grande para las dos y para los niños -añadió sonriendo.

Pensaba dejarles asimismo la propiedad en común de la casa de Tahoe, lo cual no era muy del gusto de Audrey, que hubiera preferido vivir sola en otro sitio sin compartir nada con Annabelle; pero no le dijo nada al abuelo, se limitó a regañarle por el siniestro vaticinio sobre su próxima desaparición. Pese a ello, Audrey temía que no andará descaminado. En los últimos meses, el anciano había adelgazado considerablemente y se pasaba el día durmiendo. La joven tenía que despertarle para acompañarle a dar su paseo cotidiano y, siempre que entraba a verle con Mai Li antes del almuerzo o a primeras horas de la tarde, le encontraba dormido. Mai Li ya caminaba o se balanceaba de puntillas, y cruzaba las habitaciones con los ojos abiertos de par en par a causa de la emoción. En Nochebuena, Audrey le puso un vestido de terciopelo rojo, un lacito rojo en el sedoso cabello negro, calcetines blancos y zapatos negros de charol. Qué distinto era todo de Harbin, donde la niña nació, pensó mientras la sentaba orgullosamente sobre las rodillas del abuelo. La pequeña Hannah ya estaba durmiendo y Winston había sido conducido de nuevo al piso de arriba tras romper un jarrón de cristal y hacerle perder la paciencia a su bisabuelo. Ambos chiquillos carecían aún de niñera y Audrey los tenía casi siempre a su cuidado porque Annabelle no paraba nunca en casa.

– ¿Dónde está tu hermana esta noche, Audrey? -preguntó el anciano, que tenía a la pequeña Molly sentada en sus rodillas.

Ya todo el mundo la llamaba así.

– Creo que fue a cenar al Stanton's.

– Qué raro que haya salido -dijo el abuelo en tono sarcásti-co, mirando con el ceño fruncido a su nieta-. Tú tendrías que hacer algo más que atender todo el día a sus hijos, Audrey.

– Ya se arreglarán las cosas, abuelo.

Sin embargo, Audrey ya no lo creía así. Tendría que cantarle las cuarenta a su hermana, pero no quería causar más problemas en la casa porque el abuelo se ponía nervioso. Últimamente, al anciano le ponía nervioso cualquier cosa: el timbre de la puerta, el teléfono, el ruido de la circulación de la calle. Se quejaba de que todo iba demasiado aprisa y de que había demasiado ruido. Recordaba otros tiempos más tranquilos y los cambios le molestaban. Audrey intentaba tranquilizarle y se pasaba parte del día cuidándole. Ahora ya no era tan fácil encontrar criados porque éstos preferían trabajar en las fábricas o en los comercios. Más de una vez, Audrey tenía que quitar el polvo, sacudir una alfombra o pasar la aspiradora. Pero ahora, en Nochebuena, sentada frente a la chimenea, luciendo un vestido de seda azul oscuro mientras el abuelo dormitaba en su sillón, Audrey no quería pensar en todo eso. Mandó que acostaran a la niña y permaneció largo rato sentada con el abuelo en el salón, tomando una copa de jerez mientras recordaba las Navidades que había pasado en China, cantando villancicos con los niños del orfanato. Se preguntó si Charlie ya estaría en Egipto. Se moría de tristeza sólo de pensarlo, pero sabía que ya todo había terminado. Hacía unos meses que se había quitado el anillo y lo tenía cuidadosamente guardado en el joyero. Recibió una felicitación de Navidad de James y de Vi, en la que éstos no le mencionaban para nada a Charles. Sólo decían que esperaban volver a verla en 1935 y que la invitaban a pasar unos días en su casa de Antibes, en el próximo verano. Le hubiera gustado mucho ir, pero no podía dejar al abuelo en el estado en que se encontraba.

El quince de marzo, Mai Li cumplió un año y, dos días más tarde, el abuelo sufrió una hemiplejía que le dejó sin habla y con el lado izquierdo del cuerpo paralizado. Los ojos del anciano miraban tristemente a Audrey mientras ésta se movía en silencio por la habitación, dando instrucciones a las enfermeras y aguardando las visitas matinales y nocturnas del médico.

Audrey tardó dos días en poder localizar a Annabelle y comunicarle lo ocurrido. Ésta se había trasladado con sus amigos a Los Ángeles para asistir a las carreras y por las noches no dormía en el hotel donde se hospedaba y ni siquiera se molestó en contestar a los recados que Audrey le dejaba.

– ¿Y si le hubiera pasado algo a uno de tus hijos? -le preguntó Audrey enfurecida cuando, al fin, consiguió hablar con ella.