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– Ya estás tú ahí, ¿no?

La fiel Audrey que nunca iba a ninguna parte y con la que siempre se podía contar. Pero esta vez, Audrey se encolerizó. De haber tenido a Annabelle delante, le hubiera propinado un par de bofetadas. Su hermana se estaba convirtiendo en un espectáculo deplorable en todo el estado, salía tanto con hombres solteros como con hombres casados, y su comportamiento era tan desaforado como el de Harcourt, el cual mantenía en aquellos momentos unas sonadas relaciones con la mujer de uno de sus mejores amigos y era la comidilla de todas las columnas de chismorreos de la prensa del corazón. «Lástima que no hubieran seguido casados», comentó el abuelo una vez, porque eran tal para cual.

Pero Audrey no pensaba en Harcourt cuando Annabelle le devolvió finalmente la llamada.

– El abuelo tuvo un ataque hace dos días. Será mejor que vuelvas a casa.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué? Pues, porque está muy enfermo y se puede morir. Y porque te ha cuidado toda la vida y es lo menos que puedes hacer. ¿O acaso no lo crees tú así?

Annabelle era la criatura más egoísta que cupiera imaginar, y Audrey empezaba a odiarla.

– Yo nada puedo hacer por él, Aud. Cuidar enfermos se me da muy mal.

Audrey lo pudo comprobar cuando el pequeño Winston contrajo la varicela y se la contagió después a Hannah y Molly. Annabelle se fue a pasar tres semanas de vacaciones a Santa Bárbara y dejó a los tres al cuidado de su hermana; y ni siquiera se tomó la molestia de llamar de vez en cuando para preguntar cómo estaban.

– Tienes la obligación de estar aquí -dijo Audrey con voz cortante-, y no pingoneando en Los Ángeles. Vuelve esta misma noche. ¿Está claro?

– ¡A mí no me hables en este tono, bruja envidiosa! -A Audrey la sorprendió la crueldad de su hermana. No quedaba entre ellas el menor vestigio de afecto-. Volveré cuando me dé la real gana.

¿Para qué? ¿Para cobrar la herencia? Audrey se dio cuenta en aquellos momentos de algo en lo que no había reparado nunca. Jamás podría vivir en aquella casa con su hermana. Cuando se muriera el abuelo, se iría. Nada la retendría en San Francisco. No le debía nada a Annabelle. Le había consagrado media vida y ya no podía darle nada más. Ya era hora de que Annabelle asumiera sus responsabilidades.

Audrey permaneció sentada un rato en silencio y, después, asintió con la cabeza. Acababa de finalizar un período de su vida.

– Muy bien, Annabelle, vuelve a casa cuando quieras. Tras colgar el aparato, tuvo la impresión de haber hablado con una desconocida.

CAPITULO XXV

El abuelo resistió hasta principios de junio y exhaló por fin el último aliento mientras Audrey le sostenía una mano entre las suyas y le besaba los dedos. Después le cerró los ojos y pensó que era mejor así. El hecho de que un hombre que había sido fuerte y orgulloso viviera atrapado en un cuerpo inútil sin ni siquiera poder hablar le parecía la peor prisión que cupiera imaginar. Ya era hora de que consiguiera la libertad. Tenía ochenta y tres años y estaba cansado de vivir.

Audrey se encargó de todo. Nunca pensó que pudiera haber tantos detalles a los que atender, desde la elección del ataúd hasta la música del funeral. Un pastor amigo de la familia leyó la oración fúnebre mientras Audrey le escuchaba, sentada en un banco de la primera fila, vestida de riguroso luto, con sombrero y velo negro, traje de chaqueta y medias y zapatos negros. Incluso Annabelle se comportó mejor aquel día, mucho más que durante la lectura del testamento, en cuyo transcurso miró sonriendo a Audrey y cruzó las piernas al tiempo que encendía un cigarrillo. La fortuna del abuelo era mucho mayor de lo que ambas imaginaban. Tenía propiedades inmobiliarias en San Francisco, en la bahía de Meeks y en el lago Tahoe, y un enorme paquete de acciones con el cual ambas hermanas podrían vivir holgadamente todo el resto de su vida, siempre y cuando lo administraran con juicio. A Audrey la emocionó el hecho de que el abuelo le hubiera dejado un pequeño legado especial a Mai Li, a quien llamaba en el testamento «mi bisnieta Molly Driscoll». Annabelle, en cambio, no se emocionó en absoluto. Una cláusula decía que las hermanas podrían comprarse mutuamente su parte correspondiente de las propiedades inmobiliarias o bien vivir juntas, cosa esta última que Audrey no estaba dispuesta a hacer. Audrey dedicó las semanas siguientes a recoger todas sus cosas y guardarlas en cajas en el sótano. Llenó varios baúles y una caja con todas las prendas que le habían quedado pequeñas a Mai Li y recogió asimismo los álbumes de su padre, cuidadosamente envueltos en papel de seda. Pensaba irse a Europa unos cuantos meses y llevarse tan sólo algunos baúles. Quería ver a Violet y ajames y, sobre todo, a Charlie. Ahora era libre y no tenía las obligaciones de antaño, excepto Mai Li. No sabía nada de su amante desde que, en septiembre, abandonó San Francisco. Se moría de tristeza cuando recordaba la proposición de matrimonio que no pudo aceptar y no sabía si él querría volver a verla. Esperaba que sí. Él era el principal motivo de su viaje a Europa.

A finales de julio, terminó de resolver todos los asuntos que tenía pendientes, y, por fin, decidió hablar con Annabelle. Ésta se disponía a salir y a Audrey le pareció que se había aplicado demasiado colorete en la cara. Vio, asimismo, sobre la cama un vestido pantalón y una blusa de seda color crema. Annabelle quería copiar el estilo de Marlene Dietrich y estaba causando en San Francisco casi tanta sensación como la Dietrich en Europa.

– Eres demasiado guapa para ponerte pantalones -le dijo Audrey, estudiando con una sonrisa a su hermana menor.

Annabelle la miró con recelo. Apenas habían hablado tras la muerte del abuelo y, puesto que el periódico de la víspera había publicado un comentario sobre sus amores con el marido de cierta dama, aquélla temía ahora que Audrey quisiera echarle un sermón.

– Tengo mucha prisa, Aud -le contestó Annabelle muy nerviosa, evitando mirarla a la cara mientras un cigarrillo humeaba en un cenicero rosa de su tocador con espejo.

En la habitación de al lado, Winston, Hannah y Molly se hallaban entretenidos con sus juguetes. Los niños de Annabelle eran muy revoltosos, pero, aun así, Audrey sabía que Molly los iba a echar de menos.

– No te entretendré mucho, Annie. -Audrey llevaba un sencillo vestido de seda negro que le hacía aparentar más edad de la que tenía. Iba de luto por el abuelo que acababa de morir y del que Annabelle parecía no acordarse-. Me voy a Europa dentro de unos días. Quería que lo supieras.

– ¿Cómo dices? -preguntó Annabelle, horrorizada-. ¿Cuándo lo decidiste? -añadió, volviéndose a mirar a su hermana con una ceja pintada y la otra no.

– Lo decidí hace unas semanas. En esta casa no hay sitio suficiente para las dos, Annie. Y no hay razón para que me quede por más tiempo. Me quedé por el abuelo, pero ahora él ya no está.

– Y yo, ¿qué? ¿Y mis hijos? ¿Quién llevará esta casa? -preguntó Annabelle.

Conque era eso. Audrey estuvo a punto de soltar una carcajada al ver el aterrorizado rostro de su hermana.

– A partir de ahora, eso será cosa tuya, Annie. Ahora te toca a ti. Yo lo hice durante dieciocho años. -Audrey tenía veintinueve años y llevaba gobernando la casa desde los once y cuidando de los hijos de Annabelle hasta que ésta se trasladara a vivir a la casa hacía once meses-. Ahora te corresponde a ti – señaló, levantándose. Una triste sonrisa se dibujaba en sus labios.

Aún no se había repuesto de la pérdida del abuelo y lo echaba enormemente de menos. Ni siquiera podía bajar a desayunar. Se afligía al contemplar su sitio vacío y no se hacía a la idea de no poder comentar con él las noticias del periódico.

– ¿Adonde irás? -preguntó Annabelle.

– A Inglaterra. Después, a la Costa Azul. Y, más tarde, ya veremos.