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– ¿Cuándo volverás a casa?

– Aún no lo he decidido. Probablemente, tardaré unos meses. Ya no tengo ninguna prisa por volver.

– ¿Cómo que no? -gritó Annabelle, posando violentamente el cepillo del cabello sobre la mesa del tocador y levantándose de golpe-. No puedes dejarme plantada de esta manera.

Audrey se levantó a su vez y miró a su hermana, que era mucho más baja que ella no sólo en estatura física, sino también moral.

– Creía que ni siquiera te percatabas de mi presencia. – ¿Eso qué significa?

– Que tú y yo no estamos precisamente muy unidas que digamos, Annie -contestó Audrey con amargura.

Lamentaba que las cosas hubieran llegado a aquel extremo. Ya no había entre ellas más que antipatía, resentimiento y reproches.

– ¿Por qué me haces esto? -preguntó Annabelle, echándose a llorar mientras el rímel dibujaba unos riachuelos sobre sus mejillas-. Me odias mucho, ¿verdad? -añadió, volviéndose a sentarse.

– No, en absoluto.

– Tienes celos de mí porque no te has casado.

Súbitamente Audrey se echó a reír en la estancia que olía a perfume y a humo de cigarrillos. Jamás hubiera querido casarse con un individuo como Harcourt y el único hombre a quien había amado era Charlie.

– Espero que no lo creas así, Annie. No te envidio lo que tuviste y espero que algún día vuelvas a casarte, quizá con un hombre más adecuado -contestó, pensando que eso no era probable, dada la conducta de su hermana-. Sencillamente, ha llegado la hora de que me vaya. Debo parecerme a nuestro padre. No puedo estarme quieta en ningún sitio.

No mencionó para nada a Charlie.

– ¿Y qué haré con los niños? -gimoteó Annabelle.

– Buscarles una niñera.

– Ninguna quiere quedarse.

Audrey se compadecía de su hermana, pero no se hallaba dispuesta a sacarle las castañas del fuego. Sería bueno que Annabelle atendiera un poco a sus hijos aunque sólo fuera para variar. Por su parte, deseaba estar a solas con Molly. La niña ya empezaba a hablar y cada momento transcurrido a su lado era un placer.

– Lo siento, Annie -dijo tras una pausa.

– ¡Sal de mi habitación! -gritó Annabelle, arrojando el cepillo del cabello contra la puerta.

Audrey se retiró en silencio y, al cabo de unos instantes, oyó un estruendo de cristales rotos.

Cuatro días más tarde, Audrey cerró las últimas maletas en

su habitación y miró a su alrededor sin experimentar ningún remordimiento. Sólo deseaba marcharse, pese al llanto y las súplicas de Annabelle. Dos de las criadas se habían despedido al saber que Audrey se iba, y tanto la cocinera como el mayordomo se habían marchado hacía un mes, poco después de la muerte del abuelo. Mientras sacaba las maletas al pasillo exhalando un suspiro, Audrey se preguntó cómo se las iba a arreglar su hermana, y cuándo volvería ella a ver aquella casa. En cuanto Annabelle se acostumbrara a vivir sola, probablemente se volvería loca y empe2aría a venderlo todo y a cambiar la decoración sin tener siquiera la consideración de pedirle permiso a su hermana.

Annabelle no se levantó para despedirla y los niños aún estaban durmiendo. Audrey vistió en silencio a Mai Li y ambas desayunaron en la cocina. Luego, el chófer las acompañó al aeropuerto con todas sus cosas. Audrey decidió trasladarse a Nueva York en avión para ganar tiempo y, una vez allí, embarcar en el Normandie, el más moderno trasatlántico francés, rumbo a Southampton. Esperaba ver a Charlie y pensaba llamarle en cuanto llegara a Londres. Tal vez no podría reparar el daño cometido, pero tenía que intentarlo. Era el único hombre al que había amado y merecía la pena intentar volver a verle.

Antes de marcharse, estrechó la mano de todos los criados. Después tomó a Molly en brazos y, sosteniendo el neceser en la mano, empezó a bajar los peldaños. Era el mismo neceser que se llevó a China y sonrió al recordar los interminables viajes en tren con aquel inútil objeto en el regazo, mientras Charles la amenazaba con tirarlo o cambiarlo por un par de gallinas. Deseaba volver a verle. El largo vuelo a Nueva York transcurrió sin sentir, mientras ella pensaba, una y otra vez, en su destino final. No lamentaba marcharse de San Francisco, pensó mientras el aparato despegaba. Los viajes siempre la emocionaban. Experimentó la misma sensación cuando subió a bordo del barco en Nueva York. Recordó su encuentro con Violet y James hacía apenas dos años a bordo del Mauretania. Esta vez no hubo nadie que le llamara especialmente la atención y, aunque el Normandie era un buque extraordinario en todos los sentidos, Audrey se pasaba casi todo el día con Mai Li o bien leyendo en una silla de cubierta mientras la niña jugaba a su lado. Comía casi siempre en el camarote para no dejarla al cuidado de una desconocida y no le importaba llevar una vida retirada. Vestía casi siempre de luto y pensaba incesantemente en Charlie. Le recordaba con tristeza, alejándose en el taxi tras haber rechazado ella su proposición de matrimonio. Al llegar a Southampton, se emocionó mucho. Tan sólo faltaban unas horas para verle. Se trasladó a Londres en unas horas y fue directamente al hotel Claridge's, como la otra vez, y le pidió a la telefonista que le marcara el número de Charles. No le encontró en casa. Debía de haber salido o, a lo mejor, se había marchado a pasar unos días fuera de Londres. En caso de que no le localizara al día siguiente, le enviaría una nota al apartamento o les preguntaría a Violet y James si sabían dónde estaba cuando les llamara a Antibes, cosa que hizo a última hora de la tarde del día siguiente. Lady Vi contestó al teléfono, pero la conexión era pésima.

– ¿Violet…? ¿Me oyes…? Soy Audrey… Audrey Driscoll. ¿Cómo…? ¿Qué dices?

– Digo que… ¿Dónde estás?

La voz se perdía constantemente y Audrey apenas podía oírla.

– Estoy en Londres.

– ¿Dónde te alojas?

– En el Claridge's.

– ¿Dónde? Bueno… No importa. ¿Cuándo… piensas venir? Violet y James llevaban en Antibes desde junio y Audrey ya se imaginaba lo bien que lo estarían pasando.

– Puede que a finales de esta semana.

– ¿Cómo?

– Este fin de semana.

– Estupendo. ¿Cómo estás?

– Muy bien. -Audrey hubiera querido hablarle de Molly, pero, como la conexión era tan mala, le era imposible hacerlo-. ¿Cómo están James y los niños?

– Todos bien…

La voz se perdió por completo y Audrey sólo pudo oír algo así como «oda».

– ¿Qué has dicho? Hay muchas interferencias.

– Sí, es cierto… He dicho que… acabamos de asistir a… oda de…

– ¿Cómo dices? -preguntó Audrey, exasperada. De repente, la conexión mejoró y Audrey estuvo a punto de desmayarse al oír las palabras con toda claridad.

– A la boda de Charlie.

– ¿Qué? -gritó Audrey, contrayendo súbitamente los músculos como si alguien acabara de propinarle una bofetada.

– He dicho que acabamos de asistir a la boda de Charlie… Ha sido preciosa.

«Oh, no, Dios mío, no…»

– Ah…

El golpe había dejado a Audrey sin habla.

– ¿Estás ahí, Audrey? ¿Me oyes?

– Sí, pero no mucho… ¿Con quién se ha casado? En realidad, le daba igual.

– Con Charlotte Beardsley, la hija de su editor…

No hacía falta explicar que la chica le había asediado durante dos años, le siguió a Egipto y prácticamente acampó a sus pies. James decía que la unión no podía durar y que la muchacha se cansaría de él en cuanto le conociera mejor, y se sorprendía de que Charles hubiera capitulado ante ella. Sin embargo, Vi sospechaba que había una razón para ello.

– Se casaron en Hampshire. Precisamente acabamos de regresar de allí -explicó Vi.

– Me alegro -dijo Audrey, tratando de no llorar.