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– Y lo más triste -añadió lady Vi, incapaz de ocultar sus sentimientos. No se los ocultó ni siquiera a Charles, aunque éste no quiso creerla-, lo más triste es que no creo que Charlotte le quiera. Le quería, ¿cómo te diré?, como un objeto que ambicionaba poseer, una finca en el campo, un castillo, qué se yo. Creo que el hecho de casarse con Charles es para ella una especie de hazaña personal.

– Pero él debe de quererla -dijo Audrey, sonándose la nariz y enjugándose las lágrimas.

Le sentaría bien ser sincera con su amiga. Necesitaba hablar con alguien.

– Pues verás -contestó lady Vi, contemplando el sol poniente mientras se reclinaba con aire pensativo contra el respaldo de su sillón-, no estoy muy segura. Él lo cree y, desde luego, ella procura hacerle la vida agradable. Menos ponerle los zapatos, se lo hace todo. Te diré que incluso resulta desagradable.

– Yo, en cambio, no quise ceder ni un centímetro y me quedé junto al abuelo hasta el final.

– Eso no es ningún pecado -dijo lady Vi, todavía disgustada por el hecho de que Charles se hubiera casado con Charlotte Beardsley.

Lloró mucho durante la ceremonia de la boda, pero no porque estuviera emocionada. James le aconsejó que no se metiera en camisa de once varas, so pena de perder la amistad de Charlie, el cual parecía dispuesto a defender a la chica a capa y espada. Tal vez porque sabía que nadie lo hubiera hecho en su lugar.

– ¿Es muy guapa? -preguntó Audrey con cara de chiquilla desvalida.

– No -contestó lady Vi-. Graciosa más bien… o, mejor dicho, atractiva. Además, es elegantísima y viste a la última moda. Creo que su padre la ha mimado mucho. Y, naturalmente, están podridos de dinero -lady Vi lo dijo como si eso fuera la máxima abominación aunque, en realidad, se refería a que tenían dinero, pero les faltaba clase-. Charles dice que es una mujer muy hábil en los negocios. Incluso le ha vendido los derechos cinematográficos de dos de sus obras, lo que a Charles jamás se le hubiera ocurrido hacer.

– Parece una mujer muy adecuada para él -dijo Audrey-. ¿Es feliz? -preguntó por fin.

Lady Vi reflexionó un instante antes de contestar.

– No. Charles dice que sí, pero, si he de serte sincera, yo no lo creo. James me mataría si supiera que te lo he dicho, pero es lo que de veras pienso. Creo que se engaña. Quería casarse y, como la tenía constantemente revoloteando a su alrededor, pensó que sería lo más acertado. Pero no se le nota la menor emoción ni el menor entusiasmo. Cuando hablaba de ti, parecía que estuviera en el cielo o en el infierno. En cambio, ahora no hay nada de todo eso. Está muy apagado, por mucho que él diga que se lo pasa de maravilla. Aunque así fuera, ese matrimonio no puede durar. Me parece que, detrás de la máscara, Charlotte Beardsley es una chica muy difícil. Creo que hubo razones para que no se casara hasta ahora. Quería triunfar primero en el mundo de los negocios y lo consiguió. Después, quiso un marido y también lo consiguió. Ahora no sé qué hará con él. Le querrá convertir en una marioneta y Charlie no lo soportará. Le va a convertir en una fábrica de libros y películas para, de este modo, ganar montones de dinero. Es lo único que, en realidad, le interesa… No entiende las cosas que tanto os gustan a ti y a Charles, esta pasión por los viajes que os lleva hasta los más lejanos confines del mundo, aspirando los aro- mas más exóticos y tomando fotografías de gentes insólitas.

– Tomando fotografías, ¿de qué? -preguntó James, reuniéndose por fin con ellas mientras miraba recelosamente a su mujer.

Le había aconsejado que no hablara de Charles con Audrey. Era mejor no hurgar en las viejas heridas. Le constaba que Charlie aún era sensible al tema y tal vez Audrey también lo fuera. Al parecer, aquellas relaciones habían dejado una profunda huella en ambos. Lástima que no hubieran tenido un final feliz.

Ambas mujeres no volvieron a hablar de ello, pero las palabras de Violet quedaron grabadas en la mente de Audrey y ésta se dijo, una y otra vez, que ya no podía amar a Charles porque era un hombre casado.

Sin embargo, le parecía imposible no hacerlo. Recordaba las interminables horas de amor en el Orient Express y las salidas del sol en las montañas del Tíbet mientras ambos atravesaban el país en un diminuto tren. Se alegraba mucho de haber hecho aquellos viajes ya que, en caso contrario, ahora no podría vivir de esos recuerdos. Pensaba sin cesar en Charlotte que tanto se esforzaba en hacerle la vida agradable a Charles, que «revoloteaba constantemente a su alrededor». Y, sin embargo, eso no le parecía a Audrey razón suficiente para casarse; por lo menos, no para él. A no ser que se hubiera casado por despecho. Por la noche, tendida en la cama, Audrey pensó que de nada le serviría averiguar por qué se había casado Charles con Charlotte. Pero se había casado con ella y sanseacabó. Y ahora ella tenía que olvidarle.

Trató infructuosamente de quitárselo de la cabeza durante las deliciosas semanas que pasó en Antibes y se llevó una agradable sorpresa cuando conoció a Wallis Simpson y al príncipe Eduardo de Gales. Éste intercambió unas palabras con James, el cual presentó a Audrey a sus ilustres amigos en la creencia de que debía tener algo en común con la señora Simpson por ser ambas norteamericanas. Sin embargo, la señora Simpson se limitó a estrechar su mano en silencio. Audrey admiró su insuperable elegancia. Con su vestido de hilo, su perfecto peinado y su gracioso sombrero de paja, parecía recién

salida de una portada de Vague. Llevaba un maravilloso collar de perlas y Audrey observó que el príncipe de Gales la miraba arrobado cuando ambos se alejaron. El príncipe era un hombre extraordinariamente apuesto y a Audrey le encantó conocerle. Así se lo dijo a Vi y ambas comentaron el escándalo. La señora Simpson se había divorciado y todo el mundo se sorprendía del interés que manifestaba el príncipe por ella. Audrey esperaba poder ver también a los Murphy, pero no le fue posible hacerlo porque aquel año la tragedia se había abatido sobre ellos. En marzo perdieron a su hijo Baoth a causa de una meningitis y su otro hijo Patrick había sufrido una recaída en la tuberculosis.

Sin embargo, llegó a la villa otra pareja muy simpática. Ella era la baronesa Úrsula von Mann, compañera de internado de Vi y casada recientemente con un economista llamado Karl Rosen. Ahora la baronesa era «simplemente» Úrsula Rosen, o Ushi, tal como la llamaba todo el mundo. Tenía el cabello rubio, grandes ojos verdes, un rostro lleno de pecas y una risa contagiosa que estallaba cada ve2 que contaba las divertidas andanzas de sus familiares y amigos de Munich. Eran propietarios de un gran castillo y todos los años veraneaban en la Costa Azul, explicó, hablando con marcado acento alemán. Se encontraban en viaje de luna de miel y ya habían visitado Viena y París. En septiembre pensaban irse a Venecia y a Roma, y a continuación regresarían a Berlín donde Karl había fijado su residencia. El padre de Úrsula se empeñó en comprarles una casa enorme y, al parecer, se hallaba algo preocupado por el hecho de que Karl fuera judío. Los judíos se encontraban en una situación un poco delicada en Alemania, y el padre de Úrsula le había aconsejado que procurara no provocar a los altos jerarcas nazis cuando coincidiera con ellos en algún sitio. La baronesa tenía unas acusadas ideas antinazis que sólo podía expresar allí, en la Costa Azul. Sin embargo, nadie creía que Hitler se fuera a meter con los judíos prestigiosos. Al fin y al cabo Karl estaba en posesión del título de doctor, había escrito varios libros, enseñaba en la Universidad de Berlín y era un hombre muy conocido en Alemania. Por si fuera poco, resultaba muy divertido cuando bebía más champán de la cuenta, y los cinco se lo pasaron maravillosamente bien juntos. Al llegar la última semana de agosto, Audrey no sabía qué hacer. Pensaba pasar unos meses en Londres con Charles, pero ahora eso no sería posible.