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– Es usted judío, ¿no es cierto? -preguntó el soldado, mirando directamente a Karl. Audrey se sorprendió de la dureza de las palabras.

– En efecto -contestó Karl sin la menor vacilación.

– Y su esposa no, ¿verdad?

Había visto el «von» de su apellido de soltera y sabía que no. El soldado abandonó rápidamente el compartimiento sin devolverles los pasaportes. Audrey hubiera querido preguntar la razón, pero no se atrevió a hacerlo.

– Se ve que en estos últimos dos meses se han vuelto más simpáticos -dijo Karl en tono de hastío mientras Ushi le tomaba la mano.

– No digas nada, Schatz. Quieren darse importancia. Seguramente le ha molestado vernos tomar caviar y champán.

– Son unos campesinos envidiosos, que se vayan al diablo – dijo Karl, encogiéndose de hombros.

Los cuatro soltaron una carcajada y, en aquel momento, regresó el soldado en compañía de dos oficiales.

Éstos se acercaron a Karl y fueron directamente al grano.

– ¿Conoce usted las leyes de Nuremberg? -preguntó el más alto de los oficiales.

Audrey observó que una fina cicatriz le cruzaba toda la mejilla y se preguntó si sería la consecuencia de algún duelo. Lucía las insignias de las SS en las solapas y tenía una mirada más fría que el acero.

– No conozco las leyes de Nuremberg -contestó Karl en tono sereno y respetuoso, sin soltar la mano de Ushi. Le temblaban imperceptiblemente las manos y tenía las palmas empapadas en sudor.

– Hubo una sesión del Congreso de Nuremberg hace una semana y en ella se aprobó la ley del quince de septiembre por la cual se castiga con pena de muerte la relación de un judío con una persona de raza aria -le explicó el oficial, mirando fugazmente a Ushi.

– No hablará usted en serio -dijo Karl, estupefacto.

– El Führer siempre habla en serio, señor -contestó el oficial-. Se trata de un delito sumamente grave.

– Esta mujer es mi esposa -señaló Karl, más blanco que la

cera.

– Eso no altera el delito -el oficial dio un taconazo y le miró muy serio-. Tendrá que acompañarnos. Queda usted detenido, Herr Rosen – añadió, omitiendo deliberadamente el título de Doktor.

Por un instante, los tres permanecieron sentados sin mover-se. Cuando entraron dos soldados y asieron a Karl por los brazos, Ushi lanzó un grito desgarrador y se aferró a su marido mientras éste le decía que se tranquilizara y miraba angustiado a Audrey, pidiéndole con los ojos que cuidara de ella. No tenía más remedio que irse con los soldados. Audrey apretó con fuerza la mano de su amiga mientras se llevaban a Karl. En el acto, Audrey le ordenó a un mozo que les bajara el equipaje. Tenían que descender en seguida y averiguar adonde se habían llevado a Karl.

Ushi se puso histérica mientras Audrey procuraba no perder la calma y le pedía al mozo que les buscara un taxi para dirigirse al centro de la ciudad. Aquello parecía una locura. Entretanto, le dijo a la llorosa Ushi que se sentara sobre una maleta; en aquel momento, la pequeña Mai Li se echó también a llorar, asustada por el tumulto que percibía a su alrededor. El tren se alejó lentamente y las tres se quedaron solas en la estación. Se habían llevado a Karl en una siniestra furgoneta negra.

– ¿Adonde se lo han llevado, Dios mío? ¿Adonde se lo han llevado? -preguntó Ushi, sollozando con desconsuelo.

– Ya lo averiguaremos.

Todo parecía imposible. Aquello tenía que ser una pesadilla. ¿Que la «relación con una persona de raza aria» era un delito castigado con la pena de muerte? Estaban todos chiflados. Audrey habló con el jefe de estación utilizando sus escasos conocimientos de alemán y consiguió un taxi que las llevó a un hotel. Al llegar allí dejó las maletas en el vestíbulo, pidió una habitación e inmediatamente llamó por teléfono al padre de Ushi. En cuanto oyó la voz de éste, Ushi volvió a ponerse histérica y fue Audrey quien tuvo que explicar lo ocurrido.

– ¡Dios mío! ¿Qué dice usted que han hecho? Dios bendito, pero, ¿dónde está?

– No lo sabemos. Yo pensaba ir ahora mismo a la policía.

– ¡No haga nada! -le dijo el padre de Ushi, y añadió que se pondría en contacto con ciertas personas y que después las llamaría.

Mientras esperaban, Audrey le dijo a Ushi que se tendiera

en la estrecha cama de la habitación y le trajo un vaso de agua que su amiga aceptó agradecida.

– Oh, Dios mío… ¿Y si le matan? Oh, Dios mío… -gimió Ushi, asiendo una mano de Audrey como una niña asustada.

El padre de Ushi tardó una eternidad en llamar. Al final, sonó el teléfono y la telefonista les anunció una llamada de Munich. Manfred von Mann quería hablar con Audrey no con Ushi, porque temía decirle a ésta lo que le dijo a Audrey.

– La semana pasada mataron a doce hombres en Munich exactamente por este mismo delito. Pensábamos llamarles y decirles que no volvieran a casa. Pero los demás eran obreros, y comerciantes, unos desgraciados por quienes los comunistas armaron un gran alboroto. Ninguno de ellos tenía la importancia de Karl y no pensamos que eso pudiera ocurrirle a él.

Pero le había ocurrido y Audrey temía que no le soltaran. Lo que el padre de Ushi le había dicho le parecía increíble.

– ¿Le han dicho dónde está? -le preguntó.

– Todavía no, pero alguien del Alto Mando a quien conozco me va a llamar. ¿Cómo está mi hija?

Audrey se volvió a mirarla. Ushi yacía en la cama con la j mirada vidriosa.

– Me temo que no muy bien.

– Yo mismo vendré a Rosenheim.

– Me parece una buena idea.

Sin embargo, cuando llegó su padre, Ushi estaba completamente desquiciada. Se empeñó en llamar a la policía local y en presentarse allí personalmente, pero no pudo ver a Karl a pesar de sus súplicas y de los nombres importantes que mencionó. Le dijeron que Karl estaba condenado por haber cometido un crimen contra el Reich y que ella tenía que casarse ahora con un hombre de raza aria y engendrar hijos para el Reich. Ushi perdió los estribos y estuvo a punto de abofetear a uno de aquellos hombres, pero Audrey se lo impidió y se la llevó a la fuerza al hotel.

Cuando llegó el barón Von Mann, Audrey habló a solas un momento con él y le preguntó qué creía que le iba a ocurrir a Karl.

– No lo sé -contestó el barón, pensando en los hombres que habían sido fusilados la semana anterior a causa del mismo delito-. Puede que le envíen a un campo de concentración. Ahora se llevan a mucha gente. A judíos como Karl. Se lo advertí a Ushi. Estos hombres son capaces de cualquier cosa -añadió, abatido.

Y así fue. Los generales que conocía el barón Von Mann le dijeron que no podían hacer nada. Según la ley de Nuremberg del 15 de septiembre de aquel año, Karl Rosen era culpable de un delito castigado con la pena de muerte. Cuando el barón regresó a medianoche al hotel, no llevaba buenas noticias.

– Esta noche se lo van a llevar a otro sitio. No estoy seguro de adonde, pero el oficial encargado prometió comunicárnoslo mañana. Yo mismo iré allí a primera hora.

– ¿Que se lo van a llevar a otro sitio? -preguntó Ushi con el rostro desencajado.

Nadie hubiera reconocido en ella a la sonriente muchacha de hacía apenas unas horas. Iba desgreñada, tenía el maquillaje descompuesto, el rostro surcado de lágrimas e incluso manchas de rímel en el vestido a causa de las lágrimas que habían caído allí. Sin embargo, nada de eso le importaba. Lo único que le interesaba era Karl.

– ¿Adonde lo llevan?

– Te prometo que lo averiguaremos en cuanto podamos, cariño -contestó su padre, estrechándola con fuerza en sus brazos y llorando muy quedo por el triste destino de su yerno y su imposibilidad de salvarle. Lamentaba incluso haber autorizado aquella boda, aunque no tenía nada en contra de Karl.