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Violet sonrió al oír esas palabras. Molly era la niña más encantadora del mundo y ella la quería tanto como a sus propios hijos.

Audrey le sacaba cientos de fotografías, y lo mismo hacía con Alexandra y con el pequeño James. Charles trabajaba ya en un nuevo libro. No había querido trasladarse a los Estados Unidos para discutir los detalles de un nuevo contrato cinematográfico con la esperanza de desanimar a Charlotte, pero ésta se encargó de todo en su nombre y le permitió ganar una pequeña fortuna, pensando que con eso le impresionaría. Sin embargo, se equivocó porque Charles no mostró el menor interés por el asunto. Sólo quería a Audrey y a la pequeña Molly, que le llamaba papá para gran deleite suyo.

El año pasó volando sin que Charlotte se diera por vencida. Por su parte, Charles y Audrey proseguían sus actividades como si no tuvieran ningún problema. Audrey quería encargarse de la parte gráfica del nuevo libro de Charles y, entretanto, ambos seguían con mucha atención los acontecimientos mundiales. Había sido un año lleno de siniestros presagios porque Hitler extendía sus tentáculos en todas direcciones. Roma y Berlín suscribieron un acuerdo en otoño y, en noviembre, Hitler llegó también a un pacto con el Japón por el cual ambos países se comprometían a unir sus fuerzas contra Rusia si fuera necesario.

Sin embargo, fue en diciembre cuando se produjo el acontecimiento más inesperado; y sus consecuencias eran mucho menos importantes que las intrigas políticas de Adolf Hitler. No obstante, como el resto del país, Audrey escuchó el 10 de diciembre desde su cocina, mientras Molly jugaba con su muñeca preferida, el impresionante mensaje del rey Eduardo a través de la radio.

Las lágrimas le rodaron lentamente por las mejillas mientras oía al hombre que ella conociera en Antibes acompañado de Wallis Simpson, pronunciando las palabras que iban a sacudir no sólo a la nación sino al mundo entero. «Me resulta imposible cumplir mis deberes como rey… sin la ayuda y el apoyo de la mujer a la que amo…» Abandonar un reino. ¿Qué más se le podía pedir a un hombre?

Audrey pensó por un instante en la suerte que tenían ella y Charles por quererse tanto el uno al otro, y a continuación evocó el recuerdo de la mujer que le habían presentado en la Costa Azul, preguntándose qué habría en ella capaz de inspirar

semejante amor. El rey habló con voz apesadumbrada. Al cabo de menos de un año de permanencia en el trono, iba a abdicar para casarse con una norteamericana dos veces divorciada.

Aunque no fuera su rey, Audrey se conmovió al pensar en las angustias que debió de sufrir antes de adoptar esa decisión. En cierto modo, la situación era un poco parecida a la que vivían ella y Charles a causa de la actitud de Charlotte: ambos habían optado por vivir juntos a pesar de no estar casados… Sin embargo, su vida era mucho más sencilla que la del rey Eduardo y de la señora Simpson.

Finalizado el mensaje, Audrey permaneció de pie en la cocina contemplando a la niña mientras pensaba en lo que acababa de hacer aquel hombre: abandonar su reino por la mujer a la que amaba. Jamás lo podría olvidar, pensó, mientras trataba de imaginar lo mucho que el rey debía querer a aquella mujer.

CAPITULO XXXIV

Toda Inglaterra lloró por la abdicación del rey Eduardo VIII, a quien sucedió su hermano Jorge VI, un año más joven que él. Sin embargo, la figura de éste no era, ni de lejos, tan deslumbrante y romántica como la de Eduardo, capaz de abandonarlo todo por la mujer a la que amaba. Audrey siempre le había defendido en contra de las opiniones de sus amigos que le consideraban un cobarde, y Charles le decía en broma que a ella le gustaba Wallis porque era norteamericana. No obstante, ambos se emocionaron profundamente ante el comportamiento de aquel hombre dispuesto a dejarlo todo por amor.

Charlotte les seguía haciendo la vida imposible, pero, al cabo de un año y medio, ya les daba igual. Empezaban a aceptar sus limitaciones y, además, Audrey andaba muy atareada con su labor de fotógrafo y no disponía de mucho tiempo que perder en tonterías. Charlie la alentaba constantemente en su trabajo hasta el punto de que incluso consiguió organizar una exposición en una galería con unas maravillosas imágenes en blanco y negro tomadas a lo largo de los años, unos trabajos abstractos y retratos y hasta su fotografía de Madame Sun Yat-sen y varias preciosas instantáneas de Molly.

Charlie estaba muy orgulloso y colaboraba a menudo con ella. Charlotte se puso furiosa al decirle él que el único fotógrafo con quien trabajaría era Audrey. Nadie se lo podía impedir puesto que, según los términos del contrato, tenía derecho a elegir el fotógrafo que quisiera.

– Todavía estás pegado a ella, ¿eh, Charles? -le dijo Charlotte con amargura un día en que él acudió al despacho con la intención de hablar con su padre.

– Más bien eres tú la que está pegada a mí como una lapa – contestó él, mirándola con rabia.

Estaba más molesto que Audrey por el hecho de que Char- lotte no quisiera concederle el divorcio. Audrey se conformaba con la situación; en cambio, él deseaba tener un hijo, pero no quería hacerlo hasta que pudiera casarse con Audrey.

– ¿Todavía no quieres ser sensata, Charlotte?

Se lo preguntaba una y otra vez y no comprendía por qué motivo seguía aferrada a él. Le parecía absurdo y no acertaba a imaginar qué se proponía Charlotte. Las conjeturas de los demás no le satisfacían por entero. Sólo aquella mujer tenía la respuesta.

– Jamás te concederé el divorcio, Charles -dijo ella, mirándole fríamente mientras se dirigía a la puerta-. Pierdes el tiempo con Audrey.

– La que lo pierde eres tú -dijo él, levantándose como si quisiera sacudirla por los hombros.

Charlotte salió del despacho y cerró la puerta a sus espaldas.

Cuando Annabelle le escribió a Audrey que se iba a casar, la furia de Charles creció de pronto.

Se casó en Reno por Pascua con un jugador profesional. «Un jugador de bridge», tal como decía ella eufemísticamente. Charles pensó que debía de ser un inútil, pero sintió envidia porque Annabelle podía casarse con quien quisiera, mientras que Charlotte les llevaba a ellos por el camino de la amargura.

Aquel verano, Annabelle y su flamante marido viajaron a Londres y Charles se quedó de una pieza, al ver a la hermana de Audrey, tan distinta a como él la imaginaba. Estaba más mimada que nunca, gimoteaba sin cesar y lucía vestidos de noche muy caros y grandes joyas que en su mayoría debían de ser falsas, aunque Charlie no quiso comentárselo a Audrey, la cual se sentía incómoda al lado de su hermana y la miraba como si fuera una desconocida. Audrey exhaló un suspiro de alivio cuando se fueron, si bien antes Annabelle tuvo ocasión de herirla en lo más profundo de su ser, preguntándole si pensaba vivir siempre con Charles o si era un capricho pasajero.

– Espera a que su mujer le conceda el divorcio -contestó Audrey muy serena, a pesar de lo dolida que estaba. – ¿Dónde habré yo oído eso? -dijo Annabelle, lanzando azuladas volutas de humo al aire mientras miraba a su hermana como si ésta fuera una vulgar prostituta y ella una gran señora.

– En este caso, es verdad.

– Bueno, pero no esperes demasiado, cariño.

Audrey la miró con hastío. Le daba pena su hermana, cuyo aspecto era de lo más vulgar y adocenado a causa de su permanente contacto con gentes de baja estofa y su desmesurada afición a la bebida. Siempre estaba aturdida y, cuando no gimoteaba, se pasaba el rato soltando estridentes carcajadas.

Fue un alivio que se marchara, aunque Charlie sabía que Audrey se puso muy triste al principio. No echaba de menos a su hermana, sino que más bien se compadecía de la situación en que se encontraba.

– Es como una perfecta desconocida -dijo Audrey, mirando a Charlie con tristeza. Parecía una prostituta barata, pero lo más curioso era que Annabelle daba a entender que Audrey era una fulana porque vivía con Charlie sin estar casada con él-. No creo que este matrimonio dure mucho.