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Ahí estaba lo malo, nadie podía hacer nada.

– Por lo menos, podrías votar con inteligencia.

– No me gusta eso que tú llamas inteligencia -contestó él, mirándola con rabia.

Cuando se conocieron los resultados de las elecciones y se supo que Roosevelt había derrotado a Hoover, llevándose un sesenta por ciento de los votos, Edward Driscoll se puso hecho una furia y tuvo una acalorada pelea con su nieta. Ambos seguían discutiendo todavía la noche en que Annabelle y Harcourt acudieron a cenar con ellos y se marcharon muy temprano. Annabelle dijo que las conversaciones sobre política le daban dolor de cabeza, pero, en un aparte, consiguió confiarle a Audrey su secreto. Esperaba un hijo para mayo. Audrey se alegró muchísimo al pensar que iba a ser tía. Era extraño, se dijo, mientras subía aquella noche con el abuelo al piso de arriba, oyéndole lamentarse en voz baja de la derrota de Hoover. Sin embargo, en aquellos instantes, no le escuchaba. Sólo pensaba en Annabelle y en su hijo. Annie tendría veintiún años cuando naciera el niño…, veintiún años y todo lo que siempre había querido. Ella, en cambio, a los veinticinco, no tenía nada en absoluto. Empezó a deprimirse cuando llegó la temporada de las lluvias. Incluso los libros que leía le parecían tristes. Sin embargo, el embarazo de Annabelle no le dejaba demasiado tiempo para la tristeza. Tenía un montón de cosas que hacer, comprar la canastilla del bebé, preparar su habitación, contratar a una niñera y encargarse de todo lo que Annie no podía hacer debido a su estado. El día en que el abuelo cumplía ochenta y un años, nació el niño, un saludable y rollizo bebé que no le causó demasiados problemas a su madre. Audrey fue la primera en verles, después de Harcourt, claro, y luego cuidó de que en la casa todo estuviera a punto cuando Annie y su hijo abandonaron el hospital, dos semanas más tarde.

Un día, Audrey se encontraba en el cuarto del niño, doblando un montón de mantitas azules y haciendo un pequeño inventario del nuevo mundo de Winston cuando Harcourt apareció en la puerta.

– Pensé que te encontraría aquí -le dijo, clavando los ojos en los de su cuñada, como si quisiera confesarle algo; Audrey apartó el rostro, confusa. En general, tenían muy pocas cosas que decirse el uno al otro. Audrey trataba, sobre todo, con su hermana-. ¿Nunca te cansas de hacerle las cosas? -preguntó, entrando en la habitación mientras ella dejaba el montón de mantas azules, sacudiendo la cabeza y sonriendo.

– Pues la verdad es que no. Llevo mucho tiempo cuidándome de todo.

– ¿Y piensas seguir haciéndolo siempre? La pregunta era tan extraña como su tono de voz. Al verle acercarse, Audrey se preguntó fugazmente si estaría bebido.

– Nunca lo he pensado. Me gusta cuidarme de las cosas de Annie.

– ¿Ah, sí?

Harcourt enarcó una ceja y se le acercó tanto que Audrey sintió su aliento en el rostro. De repente, él extendió la mano y le acarició una mejilla. Después, le rozó los labios con un dedo y trató de estrecharla en sus brazos. Por un instante, Audrey se desconcertó y no le rechazó; después, se apartó rápidamente para esquivar sus labios, pero éstos le rozaron el sedoso cabello. En el momento en que intentaba escapar, él la asió las muñecas con sus fuertes manos.

– ¡Ya basta, Harcourt!

– No seas mojigata. Tienes veintiséis años, ¿es que piensas interpretar toda la vida el papel de solterona?

Las palabras la ofendieron más que sus manos. Su cuñado le tomó la cabeza y la inclinó hacia un lado para poder besarla. De nada sirvieron las protestas de la joven. Al final, Audrey consiguió rechazarle.

– ¡Ya basta, Harcourt! -Se apartó de él casi sin resuello y se dirigió instintivamente al otro lado de la habitación; la cuna del niño se interponía entre ambos-. ¿Estás loco?

– ¿Acaso es una locura quererte? Hubiera podido casarme contigo, ¿sabes?

Pensó que ojalá lo hubiera hecho, a pesar de su difícil carácter, de sus malditas ideas políticas, de los libros que leía y de su refinada educación. Él le hubiera dado otras cosas en que pensar. Por lo menos, Audrey tenía más temple que su mujer. Ya estaba harto de Annabelle y de sus constantes gimoteos infantiles. Lo que Harcourt necesitaba era una mujer. De las de verdad. Como Audrey.

– Estás equivocado -dijo la joven, mirándole con dureza-. Te casaste con mi hermana y nunca hubieras podido casarte conmigo.

– ¿Por qué no? ¿Te consideras demasiado superior a mí, señorita Sabelotodo? ¿Demasiado inteligente quizá? -Harcourt se enfureció al pensarlo. Le constaba que su cuñada era mucho más inteligente que la mayoría de personas que él conocía, tanto hombres como mujeres, pero esa idea no le gustaba ni un pelo-. No eres más que una mujer que espera al hombre adecuado, cometiste un gran error al rechazarme, Audrey Driscoll.

– Puede que sí. -Audrey reprimió una sonrisa. Su cuñado era un hombre ridículo e indudablemente inofensivo. Lo lamentaba por Annie. De súbito se preguntó si Harcourt se habría dedicado a asediar a otras mujeres pertenecientes a su círculo de amistades. Esperaba que no porque, de lo contrario, en seguida correría la voz-. En cualquier caso, Harcourt, ahora estás casado con Annabelle y tienes un hijo precioso. Te aconsejo que te comportes como un padre de familia, no como un pobre insensato o un don Juan de vía estrecha.

Mirándola con rabia, Harcourt le asió por un brazo desde el otro lado de la cuna.

– Eres una estúpida… -dijo. Y, tras una pausa, habló con la frialdad del hielo-: ¿Sabes que estamos solos en la casa, Audrey? Todos los criados están fuera.

Audrey sintió que un estremecimiento le recorría la columna vertebral. Pero no quería tenerle miedo a Harcourt. Era un pobre idiota y un niño mimado que seguramente no querría hacerle daño ni cometer una tontería. La joven no iba a permitirlo y así se lo dijo en un arranque de ira que obligó a Harcourt a soltarle el brazo de golpe mientras Audrey se alisaba la chaqueta del traje azul oscuro y tomaba el bolso y los guantes de encima de la mesa donde los había dejado.

– No se te ocurra volver a hacerlo, Harcourt. A nadie. Y a mí, todavía menos. -Mirándole con los ojos entornados, Audrey añadió-: Porque, en tal caso, me llevaría a tu mujer y a tu hijo a casa con tanta rapidez que lo ibas a lamentar para toda la vida. No mereces tenerlos aquí, si te portas de este modo. Hazme caso, y medítalo.

De pie en la puerta, le miró muy seria, enojada todavía con él por la estupidez que había cometido.

Harcourt la miró con ojos vacíos y Audrey se percató de que estaba ligeramente bebido, aunque no lo bastante como para disculpar su conducta.

– No sabe amar -dijo Harcourt. Pensó que, a lo mejor, él tampoco, pero intuía que su cuñada sí sabía y que en ella se encerraban muchas cosas que todos ignoraban y que se desperdiciarían tal vez para siempre-. Annabelle es una niña mimada, egoísta e inútil, y tú lo sabes. La culpa la tienes tú por haberla tratado como una chiquilla durante toda la vida.

– Puede que madurara si tú fueras más amable con ella -dijo Audrey, sacudiendo la cabeza.

Harcourt se encogió de hombros y se apoyó en la cómoda, sin dejar de mirar a su cuñada. Se preguntó si le iba a contar a su mujer lo ocurrido, aunque, en realidad, le daba igual. Alguien se lo diría al fin porque había habido otras mujeres. Llevaba algún tiempo tonteando. Desde hacía muchos meses, estaba harto de Annie. No hablaba de otra cosa más que del niño. Incluso se había trasladado a otro dormitorio para estar más cerca de él. Quizás ahora las cosas cambiaran, pero él ya se había acostumbrado a la variedad. Sus pequeñas aventuras con las amigas de su mujer o las esposas de sus amigos daban un poco más de emoción a su vida. Miró a Audrey y decidió herirla en lo más vivo.

– ¿Sabes por qué Annie es tan infantil, Aud? Porque tú la criaste así. Siempre se lo diste todo hecho. Y lo sigues haciendo. Ni siquiera sabe sonarse la nariz sola. Siempre espera que alguien le haga las cosas. Quiere que la cuiden constantemente porque tú la mimaste durante toda la vida, y ahora espera que yo haga lo mismo y nadie puede estar a la altura de lo que tú hiciste. Ni siquiera eres humana. Eres una especie de máquina que gobierna casas, compra cortinajes y contrata sirvientes.