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Sin embargo, en la zona ocurría algo mucho más interesante que ya se comentaba en los medios periodísticos y militares desde hacía varias semanas. Al parecer, los alemanes estaban descontentos de la forma en que los italianos habían llevado a cabo la campaña de Libia y pensaban enviar a un general y un cuerpo especial alemán para asumir el mando de las operaciones y darles una buena lección a los británicos. Cuando cayó Tobruk y los italianos se rindieron, todo el mundo empezó a hablar de la llegada de un general alemán, cuya identidad era un misterio para el Alto Mando británico. A los dos días de la rendición italiana, el general Wavell invitó a Charlie a cenar y, a la vuelta, éste contestó con evasivas a las preguntas que le hizo Audrey.

– ¿Dijo algo sobre el general alemán que va a venir? ¿Ya saben quién es?

No se hablaba de otra cosa en toda la ciudad e incluso fue el tema principal de la cena que Audrey compartió aquella noche con otros corresponsales. Todo el mundo quería conocer la primicia, sobre todo los británicos.

– No, todavía no -contestó Charlie sin mirarla a los ojos mientras se desnudaba.

– ¿Crees que Wavell está preocupado? -A Charlie le parecía que sí, pero no quería decírselo a Audrey. Ahora tenía que decirle algo, pero no sabía cómo hacerlo. Entonces, ella se le plantó delante-. No me escuchas, Charlie -le dijo, mirándole a los ojos.

Le conocía muy bien y eso era exactamente lo que él más temía. Hubiera preferido mil veces enfrentarse con un general alemán que con ella.

– Sí, te escucho, Aud. Estaba pensando en la cena. Por una vez ha sido excelente. Nos han servido un postre egipcio delicioso.

– A otro perro con este hueso -dijo Audrey, sentándose en el borde de la cama y mirándole con recelo-. Tú te llevas algo entre manos. ¿De qué se trata?

– Maldita sea, Aud, estoy cansado, no me hagas preguntas esta noche. Si supiera algo de los alemanes, te lo diría -contestó Charlie, volviéndose de espaldas como si estuviera enojado.

Hizo lo mismo cuando se acostó, pero Audrey estaba muy juguetona aquella noche y no paraba de hacerle cosquillas mientras él se esforzaba por reprimir la risa. Hacía varios meses que vivían en el Shepheard's y ya se sentían allí como en su propia casa. Sin embargo, en aquel momento, Charlie estaba preocupado por lo que tenía que decirle a su amante.

– No estás muy cariñoso esta noche, Charlie -le dijo Audrey en voz baja mientras él se volvía a mirarla y le sonreía con tristeza.

– A veces, te pones muy pesada, ¿sabes? ¿Nunca te lo ha dicho nadie?

– Nadie tuvo jamás ocasión de hacerlo -contestó ella, casi rozándole la nariz con la suya.

Charlie la miró sonriendo. Sabía que él era el único hombre con quien Audrey se había acostado.

– ¿No te apetece dormir un poco esta noche, Aud? Tenía que levantarse temprano, pero no quería decírselo.

– Quiero saber lo que me ocultas. ¿Te has enamorado de alguien esta noche? Ya sabemos lo que suele ocurrirte en El Cairo. ¿Qué pasa, Charlie? -preguntó Audrey, incorporándose sobre un codo para ver mejor la cara de su amante-. ¿Sabes una cosa? A tu lado, me he convertido en una espía de primera. Siempre adivino cuándo me mientes.

– No me parece correcto que digas eso, Aud -dijo Charlie, confiando en que jamás se le ocurriera contarles lo mismo a los del Home Office-. Yo nunca te miento.

– En cosas importantes, no. Pero, cuando dices mentiras, se te pone la nariz blanca. Un poco como a Pinocho.

Charlie cerró los ojos y apoyó la cabeza en la almohada. No había quién pudiera con ella. Después, abrió de nuevo los ojos y los clavó en el techo. Hubiera sido absurdo ocultárselo por más tiempo. Era su Mata Hari particular. – Me voy unos días fuera, pero no puedo decirte adonde. Por consiguiente, no me lo preguntes.

– ¡Charlie! -exclamó Audrey, incorporándose bruscamente en la cama-. Eso quiere decir que vas a hacer algo sobre lo que me has estado mintiendo -añadió, asombrándose de su propia perspicacia.

– No te he estado mintiendo.

– No lo niegues. ¿De qué se trata?

– Ya te lo he dicho, Audrey. No puedo confiártelo. Es un secreto oficial.

– ¿Será peligroso? -preguntó Audrey, ligeramente desconcertada.

– No -contestó él para no preocuparla.

– Entonces, ¿por qué no puedes decírmelo?

– Se trata de una pequeña excursión que haré con el general Wavell. Le prometí no decir nada -dijo Charlie, tratando de aparentar indiferencia.

Entonces, Audrey le preguntó si el general Wavell tenía una amante.

– ¿Es eso?

– Mira, Audrey…, es que no puedo decírtelo. Es una cuestión de honor entre hombres -contestó Charlie, haciendo todo lo posible por convencerla de que era eso.

Pensó que ojalá se le hubiera ocurrido aquella idea al principio. Para su gran alivio, Audrey mordió el anzuelo. Tras hacer el amor, Audrey volvió a pincharle con sus preguntas.

– ¿Cuánto tiempo estarás fuera, tú y el general?

– Sólo unos días… Pero, por favor, no se lo digas a nadie -pidió Charlie sonriendo mientras ella le daba un beso., No era tan mal espía como Audrey pensaba. Confiaba en poder obtener la información que le habían pedido.

CAPITULO XXXIX

Mientras Charlie se vestía a la mañana siguiente, Audrey cargó las cámaras y se tomó un café. Siempre les servían el desayuno en bandeja, con unos bollos exquisitos que Audrey temía que la hicieran engordar. Mientras tarareaba una canción miró hacia la cómoda junto a la que se encontraba Charlie y éste se quedó petrificado.

– ¿Qué haces con mi pasaporte? -le preguntó Audrey.

Siempre lo guardaba en un compartimiento cerrado de la funda de la cámara por si alguien se lo pedía. Tenía mucha más libertad de movimientos como norteamericana que como británica. Su pasaporte norteamericano era una ventaja para Audrey porque los Estados Unidos aún no habían entrado en guerra y, por consiguiente, ella a diferencia de Charlie era oficialmente neutral. Mientras se acercaba a la cómoda, extrañada de que lo hubiera dejado allí, Charlie trató de inventarse alguna excusa para distraerla y le pidió que le sirviera una taza de té, tras lo cual, tomó el pasaporte y cruzó la estancia como si quisiera meterlo en el bolso de Audrey. Entonces vio por el rabillo del ojo que ella miraba con la cara muy seria.

– Ése no es mi pasaporte, ¿verdad, Charlie? -preguntó Audrey, dejando la tetera sobre la mesa.

Le había descubierto en un santiamén, pensó Charlie, maldiciendo el día en que le permitió quedarse en El Cairo con él. Era demasiado lista y ahora Charlie ya no tenía escapatoria.

– No, Audrey, no lo es -le contestó.

– ¿De quién es entonces?

Se miraron fijamente a los ojos y, por primera vez, Audrey empezó a comprender de qué se trataba. Intuyó de golpe que Charlie trabajaba en el servicio de espionaje del Home Office. A aquellas alturas, él no podía negarlo; confiaría en ella y ojalá

no se equivocara. Una sola palabra imprudente por su parte podía significar la muerte de Charles.

– Es mi pasaporte.

– No tenía la menor idea -dijo Audrey, casi en un susurro-. ¿Figuras con otro apellido?

No sabía hasta qué extremo estaba metido Charles en aquellas actividades.

– Mi madre era norteamericana y me lo pudieron conseguir con relativa facilidad -contestó él.

Lo único que habían falsificado eran unos sellos de entrada y salida de las oficinas de inmigración de distintos lugares del mundo. Parecía un norteamericano bastante bien viajado, aunque no en exceso. Justo lo suficiente para un periodista. Además, sabía hablar con un acento norteamericano que pilló a Audrey totalmente por sorpresa cuando lo utilÍ2Ó con ella. Lo había aprendido de su madre y a través de su convivencia con Audrey. Además, siempre había tenido mucha facilidad para imitar a sus amigos norteamericanos y aquello era más o menos lo mismo.