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– ¿Sabes quién es? -le preguntó en voz baja mientras él movía la cabeza despacio.

Creía haber visto su fotografía en alguna parte, pero no estaba seguro de ello.

– Voy a preguntar por ahí. Apuesto a que todo el mundo lo sabe.

Hablaron con algunas de las personas que estaban en el bar, pero nadie lo sabía. Al final, un joven oficial alemán se burló abiertamente de ellos.

– ¡Americanos! ¡Tienen que conocer el nombre del más grande general de Alemania! -exclamó, tomándoles por imbéciles. Todos los alemanes conocían su nombre, si bien a los italianos no les ocurría lo mismo-. ¡Es el general Rommel, naturalmente!

La misión había sido un éxito, pensó Audrey, reprimiendo el impulso de lanzar un grito de júbilo y batir palmas de alegría cuando, poco después, ambos salieron del bar. Charlie le oprimió la mano y paró un taxi para regresar al hotel. Cenarían allí y regresarían inmediatamente a El Cairo. Todo había sido facilísimo. Sin embargo, Audrey no se daba por satisfecha con saber tan sólo su nombre.

– ¿Por qué no le entrevistamos? -preguntó durante la cena; Charlie la miró, horrorizado.

– ¿Estás loca? ¿Y si nos descubren?

– Descubrir, ¿qué? Somos norteamericanos. Tú eres un periodista y yo una reportera gráfica. Por preguntar no se pierde nada… -dijo Audrey-. ¿No te parecería estupendo, Charlie?

A éste se le indigestó la comida. Audrey debía de haber perdido el juicio.

– Mira, no te entusiasmes demasiado -le contestó.

Sin embargo, mientras lo pensaba, comprendió que ella tenía razón. Ya que estaban…, tal vez pudieran averiguar algo más. Lo discutieron mientras tomaban el café y lo organizaron todo aquella misma noche. Al día siguiente, regresarían al hotel de Rommel y le dejarían una nota, solicitándole una entrevista. Luego, esperarían. Audrey notó que el corazón le latía apresuradamente en el pecho cuando a la mañana siguiente se dirigieron al hotel en el que se hospedaba Rommel y dejaron la nota que ella y Charlie habían redactado. Sabían que la carta pasaría por las manos de varios ayudantes antes de llegar a las del general, por lo que se limitaban a decir en ella que eran dos periodistas norteamericanos en Trípoli y solicitaban el honor de que se les concediera una entrevista con el general Rommel.

El hombre a quien entregaron la carta les dijo que regresaran a las cuatro de la tarde de aquel día para conocer la respuesta. Cuando volvieron, un joven ayudante de ojos azules les miró inquisitivamente y les preguntó si ya conocían al general.

– No -contestó Audrey con aire inocente-, pero nos gustaría mucho. Publicamos en varios periódicos y revistas norteamericanos y sabemos que los lectores norteamericanos se sentirán fascinados por el jefe del nuevo Afrika Korps -dijo sonriendo con dulzura mientras el oficial la miraba como si fuera una idiota.

– Les daremos la respuesta mañana a las diez, Fraulein.

El joven saludó a Charlie con una leve inclinación de cabeza y ambos se alejaron charlando animadamente, para despistar. Durante el camino de vuelta al hotel, apenas dijeron nada. Dedicaron la tarde a pasear por las calles de Trípoli donde los italianos silbaron repetidamente al pasar Audrey. La tensión de encontrarse allí bajo identidades falsas era agotadora. Char- lie temía que el proyecto de entrevistar a Rommel fuera excesivamente ambicioso. Ahora, ya tenían la información que necesitaban. No hacía falta conocer otros detalles, y Charlie no quería demorar mucho la partida, so pena de que la información perdiera valor para los británicos.

– ¿Qué quieres que hagamos esta noche? -preguntó Charlie mientras paseaban por el puerto.

– Rezar -contestó Audrey sonriendo.

Regresaron al hotel, cenaron allí mismo, se fueron a la cama temprano y se presentaron en el hotel en el que vivía Rommel a las diez en punto de la mañana siguiente. El mismo ayudante de la víspera les miró con recelo mientras se acercaban al mostrador. Audrey contuvo la respiración cuando el joven oficial le entregó a Charlie un sobre cerrado que éste abrió mientras atravesaban el vestíbulo. La nota indicaba tan sólo el nombre del hotel en el que ellos se alojaban y una inscripción: 13.00.

– ¡Dios mío, lo conseguimos! -exclamó Charlie en un susurro, mirando emocionado a Audrey mientras la acompañaba al bar pese a que era muy temprano.

Pidió dos cervezas y le pasó la nota mecanografiada a Audrey. No sabía qué iban a hacer ahora. Llevaba un cuaderno de notas para la entrevista y Audrey llevaba, como siempre, todas sus cámaras para evitar que se las robaran.

– ¿Qué haremos hasta la una? -preguntó Audrey, más nerviosa que una novia en el día de su boda.

Las tres horas pasaron volando mientras ambos paseaban y discutían lo que iban a preguntarle al general Rommel. Sin embargo, no estaban en modo alguno preparados para lo que les aguardaba cuando, por fin, el general los recibió. Las habitaciones en las que éste tenía instalado su cuartel general eran tan lujosas como el resto del hotel, aunque se habían retirado algunos cortinajes y otras cosas. Cuando Rommel entró en la estancia donde Audrey y Charles le aguardaban, éstos comprendieron en el acto que se encontraban ante un personaje singular. Aunque hubiera estado completamente desnudo, cualquiera hubiera podido adivinar, a través de su porte, que era un hombre importante. Tenía unos ojos intensa-

mente azules y una sonrisa extraordinariamente cordial. Pareció alegrarse mucho de verles y se refirió en términos sumamente elogiosos al presidente norteamericano, señalando que había visitado los Estados Unidos antes de que estallara la guerra, cosa que en aquellos momentos le hubiera sido imposible hacer a causa de sus ocupaciones. Se rió de su propio chiste mientras Audrey contemplaba la fotografía de una mujer que había sobre un cercano escritorio.

– Es mi esposa Lucy -explicó el general al ver la dirección de la mirada de la joven.

Se adivinaba, por su tono de voz, que le tenía un gran cariño. Audrey se sorprendió de que, con sólo pedirlo, hubieran conseguido una entrevista con el general Rommel, haciéndose pasar por periodistas norteamericanos. Tampoco Charlie salía de su asombro. El general les habló de Alemania antes de la guerra y les mencionó al Führer en tono casi tan admirativo como el que había utilizado para referirse a su mujer. Era un militar de la cabeza a los pies, pensó Charlie mientras tomaba rápidas notas. Dijo que le encantaba volar y que le interesaba mucho lo poco que había visto de África. Puso especial empeño en explicarle a Charlie que el Afrika Korps iba a ser un extraordinario brazo del ejército. Después, sin dejar de hablar, extendió una mano para que Audrey le mostrara su cámara. Ella se la entregó muy sorprendida, confiando en que no hubiera nada que les delatara. Lo habían examinado todo minuciosamente antes de salir de El Cairo y creía que no había peligro. Ni cuadernillos de fósforos o tarjetas con el nombre del hotel ni llaves de habitaciones ni, mucho menos, el pasaporte británico de Charles, que éste había ocultado en su hotel de El Cairo, fijándolo a la parte inferior de la alfombra y debajo del escritorio.

– ¿Ocurre algo? -preguntó Audrey mientras el general examinaba minuciosamente la cámara.

– Yo tengo una igual -contestó él; la miró sonriendo-. Sólo que utilizo una lente distinta. Verá, se la voy a enseñar – añadió, levantándose. Cruzó la estancia en dos zancadas, abrió un cajón y sacó tres cámaras idénticas a la de Audrey, cada una de ellas con lentes sutilmente distintas. Audrey mostró mucho interés por ellas y ambos se pasaron varios minutos comentando sus características y las razones por las cuales él utilizaba tres cámaras diferentes. Al parecer, era muy aficionado a la fotografía y, al término de la entrevista, posó con mucho gusto para ella. Conversaron durante casi dos horas y, por fin, el general les estrechó cordialmente la mano y ellos le agradecieron su amabilidad.