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Cuando pudo abrir los ojos, vio a Audrey y supo que se hallaba en el Hospital Británico de El Cairo. A su lado se encontraba una enfermera enfundada en un uniforme almidonado y, cerca de él, varios heridos gemían sin cesar.

– Ya todo pasó, cariño. Ahora estás a salvo…

Audrey tardó varios días en poder contarle lo ocurrido. Le habían herido con metralla cuando se volvió a ofrecerle la cantimplora a un soldado.

– ¿Podré volver a andar alguna ve2? -preguntó Charlie tendido boca abajo en la cama mientras Audrey le miraba sonriendo.

– Sí. Pero quizá no podrás sentarte.

Charlie comprendió de repente de dónde procedía el dolor y no le hizo ni pizca de gracia, por muy divertido que a los demás les pareciera. Le habían herido en las posaderas.

– Por lo menos, no se notará en las fiestas -dijo Audrey. Charlie esbozó una leve sonrisa, pese a su cansancio y debilidad.

– ¿Qué tal marchan las cosas?

– Estupendamente bien. Obtuvimos una importante victoria. Ayer conseguimos rechazar a Rommel. -Sin embargo, había ocurrido entretanto algo todavía más importante-. Charlie… -dijo Audrey, tratando de despertarle del letargo en el que le sumían los medicamentos y la fiebre-. Ayer los japoneses bombardearon Pearl Harbor.

– Y eso, ¿dónde está? -preguntó él, tratando de concentrarse.

– En Hawai. Los Estados Unidos han entrado en la guerra. Roosevelt ha declarado la guerra a los japoneses. Dice que es un «día dé infamia» y tiene razón.

Hawai era el lugar donde ella había nacido y, de sólo pensarlo, Audrey se ponía enferma. Charlie volvió a dormirse. Estaba demasiado grave para comprender la situación y aún tardó una semana en poder hablar con su amante, tendido de lado en su cama de hospital.

– Bueno, ahora ya estás con nosotros -le dijo.

– Lo estuve siempre -contestó ella, y le miró con reproche.

– Puede que tú sí, pero tus paisanos desde luego que no -dijo Charlie-. Recuerda el maldito discurso que pronunció Lindbergh en Des Moines, en septiembre, instando a los Estados Unidos a no intervenir. Roosevelt tampoco hubiera tenido mucho interés en entrar en guerra si no le hubiesen arrojado una bomba en la puerta de atrás. No nos hubiera venido nada mal su ayuda hace unos años. – Por lo menos, ahora la vais a tener. O la tendrán otros – dijo Audrey sonriendo.

Regresarían a casa en cuanto pudieran tomar un vuelo y Charlie estuviera en condiciones de viajar. Audrey aún tenía algo que decirle. Ya habían accedido a visitar a Vi en la casa de campo y pasar allí las Navidades con Molly, siempre y cuando hubiera sitio para ellos. Sería un lugar ideal para la recuperación de Charlie. Sin embargo, éste lamentó tener que irse. Hubiera querido quedarse en el Norte de África hasta el final. Una vez a bordo del aparato, se tranquilizó un poco y empezó a pensar en los placeres del regreso a casa y en la alegría de volver a ver a James, Vi y Molly. Cuando se volvió a mirar a Audrey y le sonrió se percató por primera vez de lo pálida que estaba. Tenía muy mala cara. Se había pasado unas semanas cuidándole sin apartarse ni un solo momento de su lado, y se la veía completamente exhausta.

– ¿Desde cuándo tienes esta cara? -le preguntó Charles, avergonzándose de no haberse dado cuenta antes.

– ¿Qué cara? -dijo Audrey aparentando indiferencia.

Menos mal que, finalmente, Charlie lo había notado. Audrey llevaba mucho tiempo ocultándole el secreto. Estaba embarazada de casi tres meses.

– Estás pálida. ¿Te encuentras bien?

Audrey sonrió, pensando que ya podía decírselo. Ambos regresaban juntos y ya no había peligro de que él la mandara a casa sola.

– Me encuentro bien…, teniendo en cuenta…

– Teniendo en cuenta, ¿qué? -preguntó Charlie, perplejo.

– Teniendo en cuenta que estoy embarazada de casi tres meses.

– ¿Cómo? -exclamó Charlie, aturdido-. ¡Y no me habías dicho nada! Dios mío, hubieras tenido que quedarte en la cama. -Ambos recordaban el aborto del año anterior. Sin embargo, Audrey había ido a un médico de El Cairo y éste le dijo que procurara descansar, cosa que efectivamente hizo aunque sin quedarse en la cama-. ¿Estás loca? -le dijo Charlie, cuya cólera se esfumó de repente al pensar en la venturosa nueva-. Qué bien guardaste el secreto, mi pequeña bruja

– añadió, besándola mientras apoyaba una mano sobre su vientre y la miraba tiernamente a los ojos-. ¿Ya sientes a este pillastre?

– ¿Cómo sabes que es un niño?

El primero lo era, pero Audrey no quería recordarlo.

– Molly necesita un hermanito.

Entrelazaron las manos mientras el aparato aterrizaba. Por la noche, tomaron un tren para trasladarse a la mansión de lord Hawthorne, donde Vi les aguardaba ya con bocadillos y chocolate caliente. Después entraron a ver a Molly y Audrey se sentó en el borde de la cama de la niña y le acarició el cabello mientras las lágrimas le rodaban lentamente por las mejillas y Charlie se inclinaba para besarlas a las dos. Era agradable estar de nuevo en casa. Sobre todo, ahora que sabía que iba a tener un hijo.

CAPITULO XLII

En cuanto estuvo en condiciones de viajar solo, Charlie insistió en volver a Londres a pesar de la alegría que le había deparado el reencuentro con Molly, Vi y los niños.

– ¿Por qué? ¡No tienes nada que hacer allí! -se aproximaba la Navidad y Audrey no quería separarse ni un minuto de Charlie, sobre todo, en aquellos momentos. Aún no le habían dicho a Molly que iba a tener un hermanito. Les parecía que era demasiado pronto para ello y querían estar seguros de que Audrey no perdería al hijo que esperaba, para que la niña no sufriera una decepción-. ¿Adonde vas, Charlie?

– A resolver ciertos asuntos -contestó Charlie. No quería decirle nada hasta que hubiera hablado con Charlotte. Teniendo en cuenta la delicada situación en que se hallaban, no quería hacerle concebir vanas esperanzas-. Vigílala bien, Vi. No le dejes hacer nada.

– No te preocupes por ello.

Violet ya había pasado por ese trance una vez y haría todo lo posible para evitar que ocurriera un desastre, pensó mientras agitaba un dedo en dirección a su amiga en un gesto de amonestación. Audrey se rió, preguntándose qué se llevaría Charlie entre manos. Sentado en el tren, éste pensó en lo que iba a decir. Le resultaba incómodo permanecer tanto rato sentado, pero hubiera sido capaz de caminar sobre brasas encendidas con tal de conseguir su propósito.

El tren llegó a la estación exactamente a las cuatro menos cinco. Caminando con la ayuda de muletas, Charlie salió a la calle y tomó un taxi para dirigirse a su editorial. Estaba tan nervioso pensando en lo que iba a hacer que ni siquiera notaba el dolor de la herida. Entregó una generosa propina al taxista y se dirigió hacia la entrada con toda la rapidez que le permitían las muletas. Se encaminó al despacho que tan bien conocía y se

detuvo ante la mesa de la secretaria. Había decidido no llamar de antemano para concertar una cita. La chica, que era nueva, le miró sin saber quién era, pese a que su rostro le resultaba familiar. Cuando él solicitó ver a Charlotte, la muchacha le preguntó por su nombre.

– Dígale, por favor, que está aquí su marido -contestó Charlie, sonriendo mientras la muchacha le miraba perpleja.

Nadie le había dicho que la señora Parker-Scott tuviera marido. Suponía que era viuda o divorciada. Entró rápidamente en el despacho de Charlotte para decirle que su marido había regresado de la guerra. Su emoción al comunicar la buena noticia fue superior a la que sintió Charlotte al recibirla. Al poco rato, la secretaria volvió a salir colorada como un tomate y le dijo a Charlie que la señora Parker-Scott estaba ocupada y que, por favor, tuviera la bondad de llamarla otro día para concertar una cita.

– No faltaba más -dijo Charlie sonriendo mientras se encaminaba hacia el despacho de Charlotte y la chica le gritaba: