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– ¡No! ¡No…! ¡No puede!

– No se preocupe -le contestó Charlie, cerrando la puerta a sus espaldas y plantándose delante de Charlotte.

– Hola, Charles -le dijo ésta fríamente, mirándole primero las muletas y después la cara de su esposo-. ¿Te han herido?

– No has tenido suerte. Sólo he recibido heridas leves.

– Nunca te deseé ningún mal -replicó Charlotte, tan bien peinada y vestida como siempre.

– De eso no estoy muy seguro. -Charlie se acercó y se sentó frente a ella al otro lado de la mesa sin quitarle en ningún momento los ojos de encima-. He venido a hablar de un pequeño asunto contigo.

– No servirá de nada si te refieres a lo que yo supongo -dijo Charlotte, encogiéndose de hombros en un gesto de hastío-. ¿O acaso vienes a hablarme de tus libros?

– No. Como ya sabes, eso lo trato con tu padre. No, más bien quería hablar de nuestro divorcio.

– No pierdas el tiempo, Charles. Nunca te lo concederé.

– Ah, ¿no? -dijo él, mirándola con malicia-. ¿No se sienten molestas tus amistades, Charlotte? Yo creo que no les debe gustar que estés casada.

– ¿Qué tienen que ver mis amistades con eso? -preguntó ella, mirándole con recelo.

– No lo sé. Tú me dirás. Es curioso que quieras ocultar tu homosexualidad tras la fachada de un matrimonio respetable.

Al oír esas palabras, Charlotte se quedó sin respiración. Después empezó a levantarse del sillón con la cara primero blanca como la cera y después roja como un pimiento.

– ¿Cómo te atreves a decir eso? -gritó, volviéndose a sentar-. ¡Cómo te atreves\ Tú y esta horrible mujer con la que has vivido todos estos años, ¿cómo os atrevéis a calumniarme de esta manera?

– No es una calumnia y tú lo sabes muy bien -contestó Charlie sin perder la calma-. Yo no lo considero escandaloso y me sorprende que no hayas sido sincera a este respecto. Aunque eso no es muy propio de ti, ¿verdad, querida?

– ¡Sal de mi despacho! -gritó Charlotte, levantándose y señalándole la puerta con un dedo.

– Me temo que no voy a hacerlo, mi querida Charlotte – contestó Charlie sin moverse-. No pienso ir a ninguna parte hasta que no resolvamos este asunto.

– No tienes ninguna prueba…

Charlotte ya empezaba a desmoronarse y Charlie decidió rematarla con una mentira mucho más grande que las que ella solía contar.

– Me temo que sí. Te mandé seguir el año pasado y… bueno, ya te imaginas el resto… -dijo Charlie, mirándola a los ojos mientras ella extendía un brazo sobre el escritorio como si quisiera abofetearle.

Charlie esquivó el golpe y la asió fuertemente del brazo.

– ¡Cerdo asqueroso! -gritó Charlotte, echándose a llorar.

Charlie la miró sin experimentar la menor compasión. Aquella chica había querido destrozarle la vida, pero ahora, él no permitiría que destrozara la de Audrey.

– ¿Por qué no vamos al grano, Charlotte? Esta situación me gusta tan poco como a ti. Quiero el divorcio. ¡Ahora mismo!

– ¿Por qué?

– Ése no es asunto de tu incumbencia, pero te aseguro que corres un gran peligro. Si decides no colaborar, empezaré por decírselo a tu padre y tendré mucho gusto en mostrarle los informes que obran en mi poder. Después, los divulgaré por todo Londres.

– ¡Eso es una difamación!

– Sólo en el caso de que fuera una mentira… ¡Pero no lo es! De repente, Charlotte se desinfló como un globo y le dirigió a Charlie una mirada de odio desde detrás de su mesa.

– Eres un maldito hijo de puta -dijo mientras Charlie sacudía la cabeza.

– Creo que me he portado bien todos estos años, pero ahora el juego ha terminado, Charlotte -replicó Charlie levantándose en las muletas-. ¿Me he explicado bien? ¿Puedo enviarte a mis abogados?

– Ya lo pensaré -contestó ella, echándose un farol.

– Te doy de plazo hasta mañana por la mañana. Después, iré a ver a tu padre… y le enseñaré mis informes…

– ¡Sal inmediatamente de mi despacho! -gritó Charlotte, temblando de pies a cabeza.

– Con mucho gusto -contestó Charlie, inclinando ceremoniosamente la cabeza.

Al salir, Charlie miró sonriendo a la secretaria y regresó a su casa vacía que llevaba un año y medio sin ver. Por la noche llamó a Audrey y le prometió regresar a la tarde del día siguiente. Durmió como un tronco hasta que empezaron a sonar las sirenas. Las incursiones aéreas eran constantes. Varias manzanas de casas habían sido destruidas y la pérdida de vidas humanas era sumamente alta. Cuando regresó a la casa, descubrió que los cristales de varias ventanas se habían roto. Las cubrió con tablas, se bañó, se vistió y se fue a ver a Charlotte.

La secretaria le miró aterrada cuando le vio acercarse. Cualquiera sabía las instrucciones que le habría dado Charlotte. Charlie conocía muy bien todos los trucos de su esposa.

– La señora Parker-Scott me está esperando -le dijo a la chica, mintiéndole sólo a medias.

– No puede recibirle -le comunicó la secretaria. – Estoy seguro de que sí puede hacerlo -dijo Charles, dirigiéndose a la puerta mientras la chica se levantaba rápidamente.

– No puede entrar -dijo la secretaria-. El señor Beardsley está en el despacho.

– Me parece muy bien. Es mi suegro -le informó Charlie sonriéndole mientras abría la puerta y entraba renqueando.

Sabía que la presencia del padre pondría nerviosa a Charlotte, induciéndola a aceptar con mayor rapidez sus condiciones. Llevaba una cartera bajo el brazo para hacerle creer que tenía los informes.

Sin embargo, no estaba preparado para presenciar la escena que apareció ante sus ojos en el despacho de Charlotte. Esta no se encontraba allí y en el sillón del escritorio vio al propio Beardsley, sosteniéndose la cabeza con las manos. Charlie se preguntó por un instante si ella se lo habría confesado todo por temor a que él se lo revelara. Beardsley le miró desesperado y Charlie se compadeció de él.

– Hola -dijo Charles sin saber qué otra cosa decirle.

– No sabía que mi hija tuviera una cita contigo -dijo el editor, echando un vistazo al calendario como si eso tuviera importancia-. Mandé avisar a todos los demás.

– ¿Está enferma? -preguntó Charlie, sorprendido.

– Pero, ¿es que no lo sabes? -Charlie negó en silencio-. Murió anoche durante el bombardeo. El perro se escapó de casa y ella salió corriendo en su busca y fue alcanzada por una bomba -Beardsley rompió a llorar y Charlie le miró apenado. Charlotte se había portado muy mal con él, pero su padre la adoraba-. La llevaron al hospital en cuanto pudieron, pero… esta mañana ha fallecido.

– Lo siento muchísimo -dijo Charles.

– ¿Qué querías? -preguntó Beardsley, asintiendo-. Pensaba que ya no os hablabais.

– Ahora, eso carece de importancia -contestó Charlie, súbitamente turbado… «No es nada, vine para chantajear a su hija, señor…» Estaba avergonzado y deseaba marcharse. Quería cortar los lazos que le unían a ella, pero ya todo le daba igual. No le tenía ningún cariño, pero en otros tiempos le había

gustado, y era este recuerdo el que ahora acudía a su mente -. Lo siento en el alma. ¿Le puedo ayudar en algo?

Beardsley negó con la cabeza y miró a Charles mientras las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

– Nunca comprendí qué ocurrió entre vosotros. Al principio, me enojé mucho contigo, pero mi hija siempre insistió en que tú no tenías la culpa. Pensé que eso decía mucho en su favor.

– Es cierto -convino Charlie-. Fue un asunto muy personal -Beardsley asintió en silencio-. Dígame, por favor, si hay algo que pueda hacer. Dejaré mi número a la secretaria.

El editor le miró sin decir nada y Charlie salió muy pálido del despacho.