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—A mi inspector le ocurre algo —dijo Gólem, que con un movimiento de los dedos tiró una servilleta al suelo—. Algo de escala mundial. ¿No sabréis por casualidad de qué se trata?

—A usted le resultaría más fácil saberlo —replicó Víktor—, él lo inspecciona a usted, y no a mí. Y además, usted lo sabe todo. A propósito, Gólem, ¿de dónde lo sabe usted todo?

—Nadie sabe nada —objetó Gólem—. Algunos adivinan. Muy pocos, sólo los que quieren hacerlo. Pero no es posible preguntar de dónde lo adivinan, sería violar el idioma. ¿Adonde va la lluvia? ¿Con qué sale el sol? Si Shakespeare hubiera escrito algo por el estilo, ¿se lo perdonaría? Seguramente a Shakespeare se lo perdonaría. A Shakespeare le perdonamos muchas cosas, pero a Bánev... Oiga, señor literato, tengo una idea. Yo me bebo el coñac y usted termine con esa ginebra. ¿O ya no bebe más?

—Gólem —dijo Víktor—, ¿sabe que soy un hombre de hierro?

—Lo adivino.

—¿Y qué conclusión saca de ello?

—Que teme oxidarse.

—Supongamos —dijo Víktor—. Pero no hablo de eso. Quiero decir que puedo beber mucho y largo rato, sin perder el equilibrio moral.

—Ah, se trataba de eso —dijo de repente el doctor R. Kvadriga, con voz clara—. ¿Me he presentado ya, señores? Tengo el honor: Rem Kvadriga, pintor, doctor honoris causa, miembro de honor... A ti te conozco —le dijo a Víktor—. Tú y yo estudiamos juntos y también... Pero usted, perdóneme...

—Me llamo Yul Gólem.

—Es un placer. ¿Escultor?

—No. Médico.

—¿Cirujano?

—Soy el médico principal de la leprosería —explicó Gólem con paciencia.

—¡Ah, claro! —respondió el doctor R. Kvadriga, sacudiendo la cabeza como un caballo—. Por supuesto. Perdóneme, Yul... Pero ¿por qué lo oculta? Usted no es médico allí. Usted cría mohosos... Me hago una idea. Necesitamos personas así... Perdone —dijo repentinamente—. Ahora vengo.

Se levantó del butacón y se dirigió a la salida, moviéndose entre las mesas vacías. El camarero se le acercó presuroso, y el doctor R. Kvadriga le echó el brazo al cuello.

—Todo es debido a la lluvia —dijo Gólem—. Estamos respirando agua. Pero no somos peces: o nos morimos, o bien nos iremos de aquí. —Miró a Víktor con aire serio y triste—. Y la lluvia caerá sobre una ciudad vacía, lavará el pavimento, goteará a través de los techos, de los techos podridos... después lo barrerá todo, disolverá la ciudad en la tierra primigenia, pero no se detendrá, seguirá y seguirá cayendo.

—El apocalipsis —masculló Víktor, por decir algo.

—Sí, el apocalipsis... Lloverá y lloverá, la tierra rebosará agua y crecerá una nueva cosecha, diferente a las de antes, y entre las espigas de trigo no habrá malas hierbas. Pero tampoco estaremos nosotros para gozar del nuevo universo...

Si no tuviera esas bolsas grisáceas bajo los ojos, si no fuera por esa panza colgante y gelatinosa, si esa portentosa nariz semita no se pareciera tanto a una carta topográfica... Aunque si se piensa en ello, todos los profetas fueron unos borrachos, pues aquello era demasiado angustioso: uno lo sabe todo, pero nadie lo cree. Si en la plantilla de los departamentos introdujeran el cargo de profeta, tendrían que ponerlo a un nivel no inferior al de consejero secreto, para reforzar su autoridad. Pero, con toda seguridad, eso tampoco ayudaría...

—Por pesimismo sistemático que conduce a subvertir la disciplina del servicio y la fe en un futuro razonable, ordeno: lapidar al consejero secreto Gólem en la plaza del cadalso.

—Solamente soy consejero colegiado —dijo Gólem con un sonido de asombro—. Además, ¿qué profetas hay en nuestro tiempo? No conozco a ninguno. Muchos falsos profetas, pero ninguno verdadero. En nuestro tiempo no se puede prever el futuro, es una violación del idioma. ¿Qué diría si leyera que Shakespeare ha escrito «prever el presente»? ¿Acaso es posible prever un armario en el dormitorio propio? Ahí viene mi inspector. ¿Cómo se siente, inspector?

—Maravillosamente —dijo Pavor, tomando asiento—. Camarero, un coñac doble. Allí, en el vestíbulo, hay cuatro tipos aguantando a nuestro pintor. Le están explicando dónde se encuentra la entrada al restaurante. Decidí no inmiscuirme, pues él no cree en nadie y se pelea... ¿De qué armarios estáis hablando?

Estaba seco, elegante y fresco, y olía a agua de colonia.

—Hablamos del futuro —dijo Gólem.

—¿Qué sentido tiene hablar del futuro? —objetó Pavor—. No se habla del futuro, se construye. He aquí una copa de coñac. Está llena. Yo la dejo vacía. De esta manera. Un hombre inteligente dijo que el futuro no se podía prever, pero se podía inventar.

—Otro hombre inteligente dijo —apuntó Víktor— que el futuro no existe, solamente existe el presente.

—No me gusta la filosofía clásica —dijo Pavor—. Esos no eran capaces de nada y no deseaban nada. Simplemente les gustaba meditar, igual que a Gólem le gusta beber. El futuro es un presente cuidadosamente neutralizado.

—Cuando en presencia mía —dijo Gólem—, un civil empieza a razonar como un militar, comienzo a sentir algo extraño.

—Los militares nunca razonan —objetó Pavor—. Sólo tienen reflejos y sienten algunas emociones.

—Es igual en la mayoría de los civiles —dijo Víktor, mientras se palpaba la nuca.

—Ahora nadie tiene tiempo de razonar —explicó Pavor—. Ni los civiles, ni los militares. Ahora hay que moverse deprisa. Si te interesa el futuro, invéntalo a la mayor brevedad, al paso, según los reflejos y las emociones.

—Los inventores, al infierno —respondió Víktor.

Se sentía ebrio y alegre. Todo estaba en su lugar. No quería ir a ninguna parte, quería permanecer allí, en aquel salón vacío, oscuro, todavía no muy antiguo, pero que ya mostraba manchones húmedos en las paredes, tenía el parqué combado y olía a cocina, sobre todo al recordar que afuera, en todo el mundo, llovía, que la lluvia caía sobre los adoquines de las calles, sobre los techos a dos aguas, la lluvia que bañaba montañas e inundaba llanuras, y en algún momento las barrería, cosa que no ocurriría pronto... aunque si lo pensaba, ahora era imposible mencionar algo que no ocurriría pronto. Sí, amigos míos, hace tiempo que pasó aquel momento en que el futuro era la repetición del presente y todos los cambios asomaban más allá del horizonte. Gólem tiene razón, en el mundo no existe futuro alguno, se ha fundido con el presente y ahora es imposible saber qué cosa es qué.

—¡Violado por un mohoso! —dijo Pavor, malévolo.

En las puertas del restaurante apareció el doctor R. Kvadriga. Estuvo parado allí varios segundos, examinando con mucha atención las filas de mesitas vacías; a continuación se le aclaró el rostro y, balanceándose hacia delante, se dirigió a su lugar.

—¿Por qué los llama mohosos? —preguntó Víktor—. ¿Están mohosos a causa de la lluvia?