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—Sim, me van a aplastar... ¡Sim, me asfixio! Oh, Sim...

—¿Qué más querían? ¿Qué les hemos negado? Nos quitábamos la comida de la boca, andábamos descalzos para que ellos vistieran bien...

—Si todos empujamos a la vez, el portón se va al demonio...

—Pero si nunca le puse ni un dedo encima. He visto cómo vosotros azotabais a vuestros niños, pero en nuestra casa nunca ocurrió nada así...

—¿Has visto las ametralladoras? ¿Qué, van a dispararle al pueblo? ¿Por venir a buscar a sus hijos?

—¡Munichek! ¡Munichek! ¡Mi Munichek! ¡Munichek!

—¿Qué es esto, caballeros? ¡Es una locura total! ¿Dónde se ha visto algo semejante?

—No importa, los legionarios les darán una lección... Vienen por la retaguardia, ¿entiendes? Van a abrir el portón, nosotros les ayudaremos...

—¿Has visto las ametralladoras? ¿Quién sabe qué...?

—¡Dejadme pasar! ¡Os digo que me dejéis pasar! ¡Tengo una hija ahí dentro!

—Llevan tiempo preparándose, yo lo veía pero me daba miedo preguntar.

—¿Y por qué tiene que pasar algo? ¿Acaso son fieras? No son un ejército de ocupación, no se los han llevado para fusilarlos ni al crematorio...

—Les clavaría los dientes hasta hacerles sangre...

—Se ve que nos hemos vuelto pura mierda, hasta nuestros hijos huyen de nosotros y se van con esos infectos... Ellos mismos se han marchado, nadie se los ha llevado a la fuerza...

—Eh, ¿quién tiene una escopeta? ¡Que vengan! ¡Los que tienen escopeta, que vengan, aquí, eh!

—¡Son mis hijos, Dios mío, yo los he parido, sólo yo puedo hacer con ellos lo que quiera!

—Pero ¿dónde está la policía?

—¡Hay que mandarle un telegrama al señor Presidente! Cinco mil firmas, verá que es algo serio...

—¡Han aplastado a una mujer! Apártate, miserable, ¿no lo ves?

—¡Munichek! ¡Munichek mío!

—¡Esas peticiones no sirven para nada! A nadie le gustan. Te las tiran a la cara...

—¡Abrid el portón, desgraciados! ¡Mohosos de mierda! ¡Asquerosos!

—¡El portón!

Víktor retrocedió. Era difícil, lo golpearon en varias ocasiones, pero logró salir y llegar hasta el camión. Se subió a la trasera. Había niebla sobre la leprosería y a diez pasos del seto, al otro lado, no se veía nada. El portón estaba bien cerrado, delante había un espacio vacío y en ese espacio, con los pies bien separados, había unos diez soldados de las tropas interiores, con cascos que les cubrían la frente, apuntando sus fusiles hacia la multitud. En la entrada de la cabina de guardia, un oficial gritaba algo a la multitud poniéndose de puntillas, pero no se le oía. Sobre el techo de la caseta, como una enorme estantería, se alzaba hacia la niebla una torre de madera coronada por una plataforma en la que se veía una ametralladora y gente de uniforme gris. Más allá, tras el alambre espino, desfilaba a lo largo de la cerca un blindado con orugas, cuyo sonido metálico era apenas audible. Pasó, saltó varias veces sobre los terrones y desapareció en la niebla. Al ver el blindado, la multitud calló y se escucharon entonces los gritos del oficial.

—Tranquilidad... Tenemos la orden... A sus casas...

A continuación, la gente comenzó de nuevo a hacer ruido, a quejarse, a zumbar.

Hubo un movimiento delante del portón. Entre los impermeables y capas oscuras, azules, grises, se distinguió el brillo tristemente conocido de los cascos de cobre y las camisas doradas. Aparecieron en la multitud como manchas de luz, alcanzaron el espacio vacío y allí se unieron todos, formando un grupo dorado. Jóvenes corpulentos, con camisas doradas hasta la rodilla, ceñidas con cinturones de oficiales del ejército, de pesadas hebillas, con brillantes cascos de cobre, a causa de lo cual llamaban bomberos a los legionarios, con garrotes gruesos y cortos, cada uno de ellos mostraba el emblema de la Legión, en la hebilla, en la manga izquierda, sobre el pecho, en el garrote, en el casco, en el rostro, no quedaba lugar donde poner otro emblema, en el careto musculoso y deportivo, de ojos lobunos... Además tenían insignias, una constelación de insignias, insignias de Tirador Excelente, de Paracaidista Excelente, de Submarinista Excelente, además de insignias con el retrato del señor Presidente, de su yerno, fundador de la Legión, de su hijo, jefe supremo de la Legión... y cada uno llevaba en el bolsillo una granada de gases lacrimógenos, y bastaría con que uno de aquellos gamberros, en un ataque de entusiasmo guerrero, lanzara una granada para que dispararan las ametralladoras del blindado, la ametralladora de la torre, los fusiles automáticos de los soldados, todos contra la multitud y no contra las camisas doradas. Los legionarios formaron una fila frente a los soldados, y entonces, delante de la fila, apareció corriendo Flamin Yuventa, el sobrino, moviendo su garrote, y Víktor comenzó a mirar con desesperación hacia todas partes, sin saber qué hacer, pero en ese momento le llevaron al oficial un megáfono de la cabina, el oficial se alegró visiblemente, incluso sonrió.

—¡Atención! —empezó a decir con voz tenante—. ¡Atención! Ruego a los aquí congregados...

A continuación, el megáfono dejó de funcionar, el oficial palideció y sopló el micrófono, y Flamin Yuventa, que se disponía a escuchar, se puso a correr, más agitado que antes, y a sacudir en el aire su garrote. De repente, el zumbido de la multitud se hizo amenazador, al parecer habían comenzado a gritar los que antes callaban, o sencillamente se ponían de acuerdo, lloraban o rezaban, y Víktor gritó también, transido de horror por la idea de lo que iba a ocurrir allí en ese momento.

—¡Llevaos a los imbéciles! —gritaba—. ¡Llevaos a los bomberos! ¡Son la muerte! ¡Que se vayan! ¡Diana!

Era imposible saber qué gritaba cada cual en la multitud, pero aquella masa, inmóvil hasta entonces, comenzó a estremecerse rítmicamente, como un gigantesco plato de gelatina, y el oficial dejó caer el megáfono, retrocedió hasta la cabina del centinela, mientras los rostros de los soldados se endurecían, se erizaban, y arriba, en la torre, dejaron de moverse para apuntar. Y en ese momento se escuchó la Voz.

Era como un trueno, brotaba a la vez de todas partes y acalló de inmediato todos los demás sonidos. Era serena, hasta melancólica, en ella se adivinaba un hastío inconmensurable, una condescendencia infinita, como si hablara un gigante, soberbio y despectivo, que daba la espalda a la multitud molesta; como si hablara por encima del hombro, abandonando un momento sus ocupaciones trascendentales en aras de aquellas minucias que lo habían sacado de quicio.

—Dejad de gritar. Dejad de hacer gestos y de amenazar. ¿Acaso es tan difícil callarse y pensar en calma unos minutos? Vosotros sabéis perfectamente que vuestros hijos han huido de casa por propia voluntad, nadie los obligó, nadie los arrastró. Se han marchado porque vosotros os habéis vuelto del todo desagradables para ellos. No quieren seguir viviendo así, como habéis vivido vosotros y han vivido vuestros antepasados. A vosotros os encanta imitar a vuestros antepasados, y suponéis que la dignidad humana es eso, pero ellos piensan de otra manera. No quieren crecer para convertirse en borrachos y depravados, en gentuza insignificante, en esclavos y conformistas, no quieren que los conviertan en criminales, no quieren vuestras familias ni vuestro estado.