—Escuche, Víktor, estoy dispuesto a darle una disculpa. Los dos nos comportamos como idiotas, pero yo fui el peor. Todo eso se debe a problemas de trabajo. Le presento mis más sinceras disculpas. Me sería particularmente desagradable el hecho de que nos peleáramos por semejante tontería.
Víktor revolvió las fresas con una cuchara y comenzó a comer.
—Oh, Dios, en los últimos tiempos tengo tan mala suerte que me he peleado con todo el mundo —prosiguió Pavor—. Y nadie me tiene simpatía, nadie me apoya, y el cerdo del burgomaestre me ha metido en un asunto asqueroso...
—Señor Summan —dijo Víktor—. Deje de hacerse el tonto. Es capaz de fingir muy bien, pero para suerte mía lo conozco perfectamente, y no me causa placer alguno ser testigo de su talento artístico. Lárguese y no me eche a perder el apetito.
—Víktor —pronunció Pavor, con tono de reproche—, ambos somos personas adultas. No se le puede conceder tanta importancia a lo que se dice tras un par de copas. ¿Acaso cree que profeso esas estupideces que proclamo? Tenía migraña, estaba resfriado, no me va bien... ¿Qué más puede pedirle a una persona?
—Lo que le pido a cada persona es que no me rompa el cráneo por la espalda —explicó Víktor—. Y si me tiene que golpear, cosa que a veces pasa, que no se haga pasar después por amigo mío.
—Ah, se trata de eso —repuso Pavor, pensativo. Su rostro se demudó al instante—. Mire, Víktor, ahora se lo explico. Fue una casualidad. No tenía idea de que se trataba de usted. Además... Usted mismo dice que esas cosas a veces pasan.
—Señor Summan —dijo Víktor, que lamía la cuchara—. Nunca me han gustado las personas de su profesión. Hasta le pegué un tiro a uno de ellos: un tipo muy valiente cuando se trataba de acusar de deslealtad a los oficiales en el estado mayor, pero cuando lo mandaron a primera línea... En una palabra, lárguese.
Pero Pavor no se marchaba. Encendió un cigarrillo, cruzó las piernas y se reclinó en el asiento. Era comprensible: un tipo corpulento, que seguramente sabía karate y llevaba en el bolsillo un puño americano... «Qué bueno sería tener ahora un ataque de furia... Vaya, me está echando a perder la merienda...»
—Veo que sabe usted muchas cosas. Eso no es bueno. Quiero decir, para usted. Está bien. En todo caso, no sabe que lo respeto y lo estimo con toda sinceridad. Estoy dispuesto a expresar cuanto lamento el incidente del golpe. Puedo incluso reconocer que sabía a quién le pegaba, pero no podía hacer otra cosa. Un testigo yacía al doblar la esquina, y usted se metió en medio. En pocas palabras, lo único que podía hacer era pegarle con la mayor delicadeza, y eso fue lo que hice. Le ofrezco mis más sinceras excusas.
Pavor hizo un gesto de aristócrata. Víktor lo miró incluso con cierta curiosidad. En aquella situación había algo nuevo, algo no experimentado antes, algo difícilmente imaginable.
—Sin embargo —prosiguió Pavor—, disculparme por trabajar en un departamento que usted conoce bien es algo que no puedo y que tampoco deseo. Por favor, no se imagine que allí se congregan solamente los que aniquilan el pensamiento libre o canallas que hacen carrera. Sí, yo trabajo en el contraespionaje. Sí, mi trabajo es sucio. Pero todo trabajo es sucio, no existen trabajos limpios. En sus novelas usted vuelca el subconsciente, su famosa libido, y en mi caso es de otra manera... No puedo contarle los detalles, pero seguramente usted se los imagina. Sí, vigilo la leprosería, odio a esos monstruos purulentos, les tengo miedo, y no porque me amenacen, sino porque amenazan a todas las personas que tienen algún valor. A usted, por ejemplo. A usted, que no comprende absolutamente nada. Es un creador, una persona libre y emocional, mucho asombro y muchas conversaciones. Pero se trata del futuro del sistema. Si lo quiere, del destino de la humanidad. Usted maldice al señor Presidente: un dictador, un tirano, un imbécil... Pero se acerca una dictadura tal que ustedes, los creadores libres, no pueden ni siquiera imaginar. Hace poco dije muchas tonterías en el restaurante, pero lo fundamental es verdad: el hombre es un animal anárquico, y la anarquía lo devorará si el sistema no es suficientemente rígido. Y resulta que esos leprosos suyos prometen una rigidez tal que no quedará sitio para el hombre corriente. Usted considera que si una persona cita a Zurzmansor o a Hegel es una maravilla. Pues esa persona lo mira a usted y ve un montón de mierda, ya que según Hegel usted es sólo mierda, y según Zurzmansor también. Mierda, por definición. Y a esa persona no le interesa lo que queda más allá de las fronteras de esa definición. El señor Presidente, debido a sus limitaciones congénitas, puede ladrarle, en el peor de los casos dará la orden de que lo metan en la cárcel, y después, en las fiestas, lo amnistiará emocionado e incluso lo invitará a comer con él. Pero Zurzmansor lo mirará a usted con una lupa, lo clasificará: mierda de perro que no sirve para nada, meditará, y debido a su enorme inteligencia, a su filosofía general, lo barrerá de la mesa con un trapo sucio, lo echará al cubo de la basura y se olvidará de que usted ha existido...
Víktor dejó hasta de comer. Se trataba de un espectáculo extraño, inesperado. Pavor se emocionaba, le temblaban los labios, la sangre le había huido del rostro, jadeaba incluso. Era obvio que creía en lo que decía, en sus ojos aterrorizados se había congelado la visión de un mundo horrible.
«Vaya, vaya —pensó Víktor, poniéndose en guardia—. Este canalla es un enemigo. Es un actor, te compra por unos céntimos... —De repente comprendió que le costaba trabajo apartarse de Pavor—. No olvides que se trata de un funcionario. Por definición, carece de ideas: los jefes le dan una orden y él trabaja por la pitanza. Si le ordenan defender a los mohosos, los defenderá. Ya conozco a estos canallas, ya los he visto actuar...»
Pavor reprimió su emoción y sonrió.
—Sé lo que está pensando. Veo en su rostro que intenta adivinar por qué este tipo me molesta, qué quiere de mí. Pues imagínese que no quiero nada de usted. Quiero alertarlo sinceramente, quiero que usted entienda, que elija el bando correcto... —Sonrió torcidamente, como con dolor—. No quiero que se convierta en un traidor a la humanidad. Después recapacitará, pero ya será tarde... Ni siquiera le propongo que se vaya de aquí, he venido a verle para insistir en ello. Llegan tiempos duros, los que mandan son presa de un feroz celo administrativo, a algunos les han señalado que trabajan mal, que no hay orden... Pero eso es una tontería sin importancia, de eso podemos hablar después. Lo fundamental no es lo que tendrá lugar mañana, mañana seguirán metidos tras las alambradas, protegidos por esos cretinos... —Mostró de nuevo los dientes—. Pero dentro de diez años...
Víktor no logró enterarse de lo que ocurriría dentro de diez años. La puerta de la habitación se abrió sin aviso y entraron dos hombres, enfundados en impermeables grises idénticos, y enseguida se dio cuenta de quiénes se trataba. Sintió cómo se le formaba el habitual nudo en la garganta y, sumiso, se puso de pie, presa de náuseas y debilidad. Pero le ordenaron sentarse y a Pavor le dijeron que se pusiera de pie.
—Pavor Summan, está detenido.
Pavor, pálido hasta un color blanco azulado, se levantó automáticamente.
—La orden —exigió con voz ronca.
Le enseñaron un papel y, mientras lo examinaba con ojos incapaces de leer nada, lo tomaron de los brazos, lo sacaron de la habitación y cerraron la puerta a sus espaldas. Víktor permaneció sentado, sin fuerzas, mirando el bol y repitiendo para sus adentros: «Que se devoren entre sí, que se devoren entre sí...». Esperaba oír el ruido del coche en la calle, el golpe de las portezuelas, pero no llegaba. Entonces encendió un cigarrillo y, dándose cuenta de que no podía continuar allí sentado, sintiendo que tenía necesidad de hablar con alguien, de distraerse o, por lo menos, de beber en compañía de alguien, salió al pasillo. «¿Cómo averiguaron que estaba en mi habitación? No, no quiero saberlo. Eso no me interesa de ninguna manera...» En el rellano de la escalera daba paseítos el profesional larguirucho. Era tan raro verlo solo que Víktor miró en torno suyo, y por supuesto, en el sofá del rincón estaba sentado el jovencito del portafolios, que leía un periódico.