—Pues es él, nada menos —dijo el larguirucho, y el jovencito miró a Víktor, se levantó y se puso a doblar el periódico—. Precisamente venía a verlo. Pero ya que todo ha salido así, venga a nuestra habitación, allí habrá más calma.
A Víktor le daba lo mismo adonde ir, y sin decir nada los siguió hasta el tercer piso. El larguirucho estuvo largo rato abriendo la puerta de la habitación trescientos doce. Tenía un enorme manojo de llaves y, al parecer, las probó todas. Mientras tanto, Víktor y el jovenzuelo de gafas habían permanecido a su lado. La expresión del rostro del jovenzuelo era de total hastío, y Víktor pensó qué ocurriría si le machacaba ahora la cabeza, le quitaba el portafolios y echaba a correr por el pasillo. Entraron en la suite, y al momento el jovenzuelo entró en el dormitorio de la izquierda, mientras el larguirucho desaparecía en el dormitorio de la derecha, después de decirle a Víktor: «Aguarde un momento». Víktor se sentó tras una mesa de caoba y se puso a seguir con los dedos los círculos rugosos que vasos y copas habían dejado sobre la superficie pulida.
Había muchísimos círculos, no habían cuidado la mesa, no les había importado que fuera de caoba, en sus bordes se veían quemaduras, dejadas por cigarrillos encendidos, y se distinguía al menos una mancha de tinta. El jovenzuelo salió de su dormitorio, esta vez sin portafolios y sin chaqueta, llevaba pantuflas caseras, un periódico en una mano y un vaso lleno en la otra. Se sentó en su butacón, bajo una lámpara de pie, y al momento el larguirucho salió de su dormitorio con una bandeja que colocó sobre la mesa sin dilación. En la bandeja había una botella comenzada de escocés, un vaso y una gran caja cuadrada, forrada de seda azul.
—Primero, las formalidades —dijo el larguirucho—. Aunque no, mejor comenzamos buscando otro vaso. —Miró en torno suyo, tomó el vaso para lápices del escritorio, examinó su interior, lo sopló y lo colocó sobre la bandeja—. Ahora, las formalidades.
Se irguió, estirando las manos a lo largo de las costuras del pantalón y abrió los ojos con severidad. El jovenzuelo apartó el periódico y se levantó, mirando a la pared con ojos de aburrimiento. Entonces, Víktor también se levantó.
—¡Víktor Bánev! —pronunció el larguirucho con voz pomposa y oficial—. ¡Estimadísimo señor! ¡Por orden especial del señor Presidente y en su nombre, le hago entrega de la medalla Trébol de plata de segundo grado, por los servicios especiales prestados por usted al departamento que tengo el honor de representar!
Abrió la caja azul, con gesto solemne extrajo de allí la medalla, que llevaba una cinta blanca, y la colocó sobre el pecho de Víktor. El jovenzuelo estalló en aplausos corteses. Después, el larguirucho le entregó a Víktor el documento de condecoración y la caja, le dio un apretón de manos y también comenzó a aplaudir. Víktor, que se sentía como un idiota, aplaudió también.
—Y ahora, tenemos que mojar esa medalla —propuso el larguirucho.
Se sentaron todos. El larguirucho sirvió el whisky, tomando para sí el vaso para lápices.
—¡Por el nuevo caballero del Trébol! —proclamó.
Los tres volvieron a ponerse de pie, intercambiaron sonrisas, bebieron y se sentaron de nuevo. El jovenzuelo de las gafas cogió de nuevo el periódico y se puso a leer.
—Creo que ya tenía usted la medalla de tercer grado —dijo el larguirucho—. Ahora sólo le hace falta la de primer grado y será un caballero completo. Podrá viajar gratis y todo lo demás. ¿Por qué le otorgaron la primera medalla?
—No recuerdo —dijo Víktor—. Ocurrió algo, creo que maté a alguien... Ah, sí. Por la plaza de armas de Kitchingan.
—¡Oh! —exclamó el larguirucho y sirvió una nueva ronda—. Yo no combatí en la guerra. Era demasiado joven.
—Tuvo suerte —replicó Víktor; todos bebieron—. Sin que salga de aquí, no entiendo por qué me han dado esta medalla.
—Ya se lo he dicho: por servicios especiales.
—¿Por Summan, o qué? —pronunció Víktor, con un rictus de amargura.
—¡Qué tonterías! —respondió el larguirucho—. Usted es una persona importante, sobre todo en esos círculos... —Hizo un gesto indefinido con un dedo junto a su oreja.
—¿Qué círculos son ésos? —preguntó Víktor.
—¡Lo sabemos, lo sabemos! —El larguirucho se rió, como si bromease—. ¡Lo sabemos todo! El general Pferd, el general Pukki, el coronel Bambarch... Es usted un valiente.
—Primera vez que oigo semejante cosa —dijo Víktor, nervioso.
—Fue el coronel quien hizo la propuesta. Usted mismo comprenderá que nadie se opuso, ¡faltaría más! Y después, el general Pferd tuvo una audiencia con el presidente y le presentó el documento relativo a usted. —El larguirucho soltó una carcajada—. Dicen que fue muy divertido. El viejo decía: «¿Cuál Bánev? ¿El cupletista? ¡Por nada del mundo!». Pero el general fue muy severo: «Excelencia, es necesario». En una palabra, todo salió bien. El viejo se emocionó, dijo que estaba bien, que lo perdonaba todo. ¿Qué ocurrió entre usted y él?
—Pues nada —dijo Víktor, sin ganas—. Discutimos sobre literatura.
—¿Es verdad que usted escribe libritos? —preguntó el larguirucho.
—Sí. Como el coronel Lawrence.
—¿Y pagan bien?
—Bueno...
—Yo debería intentarlo. Por desgracia, no tengo mucho tiempo libre. Un lío, otro...
—Sí, el tiempo no alcanza —asintió Víktor; con cada movimiento, la medalla oscilaba y le golpeaba las costillas, causándole una sensación que le recordaba a los parches porosos, quería quitársela para sentirse mejor—. Bien, tengo que irme, es la hora —dijo, poniéndose de pie.
—Por supuesto —dijo el larguirucho incorporándose de un salto.
—Hasta la vista.
—Ha sido un honor —lo despidió el larguirucho.
El jovenzuelo de gafas bajó el periódico e hizo una leve reverencia.
Víktor salió al pasillo y al momento se quitó la medalla. Tenía muchas ganas de tirarla al cesto de la basura, pero se contuvo y la escondió en un bolsillo. Bajó a la cocina, cogió una botella de ginebra, y cuando regresaba a su habitación, el portero lo llamó.
—Señor Bánev, el señor burgomaestre lo ha telefoneado. Usted no se encontraba en su habitación, y yo...