—¿Qué quería? —preguntó Víktor, sombrío.
—Pidió que usted lo llamara a la mayor brevedad. ¿Va a su habitación ahora? Si vuelve a llamar...
—Mándelo a la mierda —dijo Víktor—. Voy a desconectar el teléfono, y si llama de nuevo, dígale esto: «El señor Bánev, caballero del Trébol de segundo grado, lo manda a usted, señor burgomaestre, a la mierda».
Se encerró en su habitación, desconectó el teléfono y lo cubrió con una almohada. Después se sentó a la mesa, se sirvió un vaso entero de ginebra y se la bebió sin diluir. El licor le quemó la garganta y el esófago. Entonces, agarró la cuchara y se puso a comer fresas con crema, sin percibir el sabor, sin darse cuenta de qué hacía.
«Basta, basta, es suficiente para mí —pensó—. No necesito nada, ni medallas, ni honorarios, ni vuestros regalitos, no necesito vuestra atención ni vuestra rabia, ni vuestro amor, dejadme solo, estoy harto de mí mismo, no me enredéis en vuestros líos...» Se llevó las manos a la cabeza para no ver ante sí el rostro blanco azulado de Pavor y aquellos rostros incoloros, implacables, que vestían impermeables idénticos. El general Pferd está con vosotros, el general Battox, el general Arsmani con sus abrazos tintineantes de medallas, Zurzmansor con su rostro que se deshace... Intentaba entender a qué se parecía todo aquello. Sorbió otro medio vaso y comprendió que se retorcía, escondiéndose en el fondo de la trinchera, y que debajo de él temblaba la tierra, temblaban capas geológicas enteras, masas gigantescas de granito, de basalto, que las corrientes de lava se empujaban entre sí, gimiendo por la tensión, encabritándose, irguiéndose, y sin prestarle mucha atención lo echaban fuera, lo expulsaban de la trinchera, lo lanzaban a campo abierto... y se trataba de tiempos difíciles, los que mandan son presa de un feroz celo administrativo, le insinúan a alguien que ha trabajado mal, y ahí lo tienen, en campo abierto, desnudo, cubriéndose los ojos con las manos a la vista de todos. «Tirarse al fondo —pensó él—. Tirarse al fondo, yacer allí como un submarino.» Alguien le susurró al oído: «Para que no te puedan detectar». «Sí —pensó—, sí, yacer en el fondo, como un submarino, para que no te puedan detectar. Y no comunicarse con nadie. No, no existo. Callo. El problema es vuestro. Dios, ¿por qué no puedo volverme un cínico? Yacer en el fondo, como un submarino, para que no te puedan detectar. Yacer en el fondo, como un submarino —repetía una y otra vez—, no transmitir señales.» Percibió el ritmo y comenzó a componer: «Estoy harto, estoy hasta arriba... no quiero beber ni escribir...». Se sirvió ginebra y bebió un trago. «No quiero cantar ni escribir... estoy harto de cantar y escribir... ¿Dónde está la mandolina? —pensó—. ¿Dónde la he metido?» Se agachó junto al lecho y sacó la mandolina. «Me importáis tres pepinos —pensó—. ¡Ay, cuan poco me importáis! Yacer en el fondo, como un submarino, para que no te puedan detectar.» Tocó rítmicamente las cuerdas, y ese ritmo hizo que, primero la mesa, después toda la habitación, y finalmente todo el mundo, comenzara a zapatear y a mover los hombros. Todos los generales y coroneles, todos los mohosos, gente con rostros que se deshacían, todos los departamentos de seguridad, todos los presidentes y los Pavor Summan, a quienes les retorcían los brazos y los abofeteaban... «Estoy harto, hasta el gaznate, hasta las canciones me tienen harto... no es que me esté hartando, ya estoy harto, pero "estarme hartando" suena bien, entonces es así como es... yacer en el fondo, como un submarino, para que no te puedan detectar. Submarino... vodka amargo... la chiquilla... va a la carga... y en el campo no es para tanto... así, así va bien...»
Hacía rato que llamaban a la puerta, cada vez más alto, hasta que finalmente Víktor lo oyó, pero no se asustó porque no se trataba de esa llamada. Era un toque común y corriente, el toque de una persona pacífica que se molesta porque no le abren. Víktor abrió la puerta: se trataba de Gólem.
—¿Se divierte? —dijo el recién llegado—. Han arrestado a Pavor.
—Lo sé, lo sé —repuso Víktor con alegría—. Siéntese, escuche...
Gólem no se sentó, pero de todos modos Víktor comenzó a tocar las cuerdas y a cantar:
Estoy hasta el gaznate, hasta la coronilla,
hasta de las canciones me canso ya.
Yacería en el fondo, como un submarino,
para que no me puedan detectar...
—Todavía no he compuesto lo que sigue —gritó—. Hablaré del vodka, de la chiquilla, del campo que no es para tanto... Y después... Escuche.
No me sirven ni el vodka ni las tías,
el vodka da resaca, y las tías, ¿qué dan?
Yacería en el fondo, como un submarino,
y no transmitiría mi señal...
Estoy hasta el gaznate, estoy muy harto,
ya no me gusta ni beber, ni cantar.
Yacería en el fondo, como un submarino,
para que no me puedan detectar [14]...
—¡Eso es todo! —gritó y tiró la mandolina sobre el lecho.
Sintió un enorme alivio, como si algo hubiera cambiado, como si de repente se hubiera vuelto muy necesario allí, en campo abierto, a la vista de todos, como si hubiera separado las manos de los ojos cerrados y hubiera visto el campo sucio, gris, el alambre espino herrumbroso y los bultos grises que antes fueran seres humanos, y la actividad aburrida e innoble que antes fuera la vida, y que por todas partes los soldados estuvieran saliendo de las trincheras a campo abierto, miraran a su alrededor, como si alguien hubiera quitado el dedo del disparador...
—Lo envidio —dijo Gólem—. ¿Y no es hora ya de que se ponga a escribir el artículo?
—No tengo la menor intención —replicó Víktor—. Usted no me conoce, Gólem. Nadie me importa. ¡Diablos, acabe de sentarse! ¡Estoy borracho y usted también debe emborracharse! ¡Quítese el impermeable! ¡Le digo que se lo quite! —gritó—. ¡Y siéntese! ¡Aquí tiene un vaso, beba! Gólem, a pesar de ser un profeta, usted no entiende nada. Y eso no se lo permito. No entender es una prerrogativa mía. En este mundo, todos entienden demasiado bien, así debe ser y será, pero hay un gran déficit de gente que no entiende. ¿No sabe por qué soy valioso? Sencillamente, porque no entiendo nada. Ante mí se despliegan diversas perspectivas, y yo siempre digo: no, no lo entiendo. Me abruman con teorías extremadamente sencillas, y yo sigo diciendo que no, que no entiendo nada... Esa es la razón por la que soy necesario... ¿Quiere fresas? Creo que me las he comido todas. Entonces, fumemos... —Se levantó y se puso a caminar por la habitación. Gólem, con el vaso en la mano, lo seguía con la vista sin girar la cabeza.
—Es una asombrosa paradoja, Gólem —siguió diciendo—. Hubo un tiempo en que lo entendía todo. Tenía dieciséis años y yo era caballero mayor en la Legión y lo comprendía absolutamente todo, nadie me necesitaba. En una pelea me rompieron la cabeza, estuve un mes en el hospital y todo seguía funcionando iguaclass="underline" la Legión avanzaba, victoriosa, sin mí, el señor Presidente seguía convirtiéndose implacablemente en el señor Presidente, y todo ello ocurría sin mí. Todo funcionaba maravillosamente sin mí. Después, en la guerra, volvió a pasar lo mismo. Combatí como oficial, acumulé órdenes y medallas, y por supuesto, lo entendía todo. Me atravesaron el pecho de un balazo, fui a parar al hospital y, ¿qué cree, que alguien se preocupó, se interesó por saber dónde está Bánev, dónde se ha metido nuestro valiente Bánev, que todo lo entiende? ¡Ni hablar! Pero cuando comencé a dejar de entender algunas cosas, entonces todo cambió. Todos los periódicos comenzaron a prestarme atención. Un montón de departamentos repararon en mí. El señor Presidente me otorgó... ¿Eh? ¡Imagínese qué rareza, una persona que no entiende! Lo conocen, generales y coroneles se ocupan de él, los mohosos lo necesitan desesperadamente, lo consideran una personalidad... ¡Qué locura! ¿Por qué? Dios mío, porque él no entiende nada. —Víktor se sentó—. ¿Estoy muy borracho?