—Bastante —respondió Gólem—. Pero eso no tiene la menor importancia. Prosiga.
—Es todo —dijo, con aire culpable, abriendo los brazos—. Me he secado... ¿quiere que le cante algo?
—Cante.
Víktor tomó la mandolina y se puso a cantar. Comenzó con «Somos chicos valientes», siguió con «Gente de uranio» y con «El pastor al que un toro dejó tuerto y violó por ello la frontera estatal», cantó también «Harto hasta el gaznate», después «La ciudad indiferente», cantó sobre la verdad y la mentira, repitió «Harto hasta el gaznate» y después, con la música del himno nacional, cantó «Qué buenas piernas tenía ella», pero se le olvidó la letra, confundió las estrofas y dejó la mandolina a un lado.
—De nuevo me he secado —dijo, con tristeza—. ¿Dice que han detenido a Pavor? Eso lo sé. Precisamente estaba conmigo, sentado ahí, donde usted... ¿Y sabe qué quería decir, pero no tuvo tiempo? Que los mohosos se apoderarán del globo terráqueo dentro de diez años y nos aplastarán a todos. ¿Qué cree usted?
—Es difícil —respondió Gólem—. ¿Qué sentido tiene aplastarnos? Nosotros nos mataremos los unos a los otros.
—¿Y los mohosos?
—Es posible que no nos permitan matarnos. Es difícil decirlo.
—¿Y podrían ayudarnos? Ni siquiera somos capaces de matarnos —repuso Víktor con una sonrisa ebria—. Llevamos diez mil años matándonos y no logramos extinguirnos... Oiga, Gólem, ¿por qué me mintió diciendo que los curaba? No están enfermos, están tan saludables como usted o yo, sólo son amarillos...
—Hummm. ¿De dónde saca esos datos? Yo no lo sabía.
—Bueno, ya no me volverá a engañar. Estuve conversando con Zuz... con Zu... con Zurzmansor. Me lo contó todo: el instituto secreto... cómo se pusieron vendas para protegerse... Sabe una cosa, Gólem, ustedes creen que pueden utilizar al general Pferd para todo lo que se les ocurra. Pero en realidad son reyes por un día. Los tragará a todos, con sus vendas y sus guantes, cuando tenga hambre... Demonios, qué borracho estoy, todo me da vueltas...
Pero fingía hasta cierto punto. Veía perfectamente el grueso rostro grisáceo y los ojillos inusitadamente atentos.
—¿Y Zurzmansor le dijo que estaba saludable?
—Sí. En realidad, no me acuerdo... Creo que no. Pero se ve.
—Es una lástima que esté borracho —dijo Gólem y se rascó el mentón con el borde del vaso—. Aunque eso pudiera ser bueno. Hoy estoy de humor. ¿Quiere que le cuente qué pienso de los leprosos?
—Dispare. Pero no me diga más mentiras.
—La enfermedad de los gafudos es algo muy curioso. ¿Sabe a quiénes ataca ese mal? —Calló un instante—. No, no creo que vaya a contarle nada.
—No fastidie. Ya ha comenzado.
—Pues soy un imbécil —repuso Gólem, que miró a Víktor y sonrió torcidamente—. Mejor pregunte. Si pregunta tonterías, le responderé con placer. Vamos, vamos, o puedo arrepentirme de nuevo.
Llamaron a la puerta.
—¡Váyase al diablo! —gritó Víktor—. ¡Estoy ocupado!
—Perdone, señor Bánev —se oyó la voz tímida del conserje—. Su esposa lo llama por teléfono.
—¡Mentira! Yo no tengo esposa... Bueno, perdone. Se me había olvidado. Gracias, ahora la llamo. —Tomó un vaso, lo llenó hasta los bordes, se lo entregó a Gólem y le dijo—: Beba, y no piense en nada. Enseguida estoy con usted.
Conectó el teléfono y marcó el número de Lola. Ella le respondió con sequedad: perdón por haberte molestado, pero me dispongo a visitar a Irma, ¿no tendrías la bondad de venir conmigo?
—No, no tengo la bondad. Estoy ocupado.
—¡Pero es tu hija! ¿Acaso has caído tan bajo...?
—¡Estoy ocupado! —gritó Víktor.
—¿No te preocupa lo que le pase a tu hija?
—Deja de hacerte la tonta. Creo que querías deshacerte de Irma. Pues ya te has librado de ella. ¿Qué más quieres? —Lola comenzó a llorar—. Basta ya —dijo Víktor, frunciendo el ceño—. Ella se siente bien allí. Mejor que en un buen internado. Ve a verla y convéncete por ti misma.
—Eres un cerdo asqueroso, desalmado y egoísta —proclamó Lola, y colgó.
Víktor soltó un improperio en voz baja, desconectó de nuevo el teléfono y volvió a la mesa.
—Oiga, Gólem, ¿qué hacen allí con nuestros hijos? Si están preparando el relevo, yo no estoy de acuerdo.
—¿El relevo de quién?
—Pues, el relevo... Eso es lo que pregunto: ¿de quién?
—Por lo que sé, los niños están muy contentos —dijo Gólem.
—Eso no importa... No necesito que usted me lo diga para saber que están contentos. Pero ¿qué hacen allí?
—¿Acaso no se lo han dicho?
—¿Quién?
—Los niños.
—¿Cómo podrían decírmelo, si yo estoy aquí y ellos están allá?
—Están construyendo un mundo nuevo.
—Ah... Sí, eso me lo dijeron. Pero sólo se trata de filosofía... ¿Por qué vuelve a mentirme, Gólem? ¿Qué mundo nuevo puede existir tras una cerca de alambre espino? ¡Un mundo nuevo bajo el mando del general Pferd!... ¿Y si se contagian?
—¿De qué?
—De la enfermedad de los gafudos, por supuesto.
—Le repito por sexta vez que las enfermedades genéticas no son contagiosas.
—Por sexta vez, por sexta vez... —gruñó Víktor, que había perdido el hilo de la conversación—. Y en general, ¿qué es la enfermedad de los gafudos? ¿A quiénes ataca? ¿O es un secreto?
—No, se ha publicado por doquier.
—Cuente entonces, pero sin palabras.