—Comienza con los cambios de la piel. Granos, forúnculos, sobre todo en manos y pies... A veces aparecen úlceras purulentas...
—Oiga, Gólem, ¿tiene que detallar tanto?
—¿Cómo?
—Que si tiene que dar tantos detalles.
—No, pero pensé que le resultaría interesante.
—¡Quiero conocer lo fundamental! —exclamó Víktor con pasión.
—Pero no va a entender lo fundamental —replicó Gólem, alzando levemente la voz.
—¿Por qué?
—En primer lugar, porque está borracho...
—Eso no es un argumento.
—Y en segundo, porque es imposible de explicar.
—Eso es imposible —declaró Víktor—. Sencillamente, no quiere hablar. Pero eso a mí no me ofende. Sé que se ha comprometido, no puede hablar, el tribunal militar... A Pavor lo han detenido... Vaya con Dios. Lo único que no entiendo es por qué un niño debe construir un mundo nuevo en una leprosería. ¿No encontraron otro lugar?
—No. En la leprosería viven los arquitectos. Y los contratistas.
—Con fusiles automáticos —replicó Víktor—. Los he visto. No entiendo nada. Uno de ustedes miente. Usted o Zurzmansor.
—Claro que Zurzmansor —dijo Gólem fríamente.
—Y es posible que mientan ambos. Pero les creo a los dos, porque tienen algo... Sólo quiero que me diga qué quieren. Pero la verdad.
—La felicidad —respondió Gólem.
—¿Para quién? ¿Para sí mismos?
—No sólo.
—¿Y a qué precio?
—Esa pregunta no tiene sentido para ellos —explicó Gólem sin prisa—. Al precio de la hierba, de las nubes, del agua que corre... de las estrellas.
—Exactamente como nosotros.
—Pues no —objetó Gólem—. Nada por el estilo.
—¿Por qué? Nosotros también...
—No, porque pisoteamos la hierba, dispersamos las nubes, frenamos el agua... Me ha entendido demasiado literalmente y se trata de una analogía.
—No entiendo.
—Se lo advertí. Yo mismo no entiendo muchas cosas, pero algo me imagino.
—¿Hay alguien que lo entienda?
—No lo sé. Es difícil. Quizá los niños... Pero incluso si lo entienden, es a su manera. Muy a su manera.
Víktor tomó la mandolina y rasgueó las cuerdas. Los dedos no le obedecían. Dejó el instrumento sobre la mesa.
—Gólem, usted es comunista. ¿Qué demonios hace en la leprosería? ¿Por qué no está en un mitin? ¿O en una barricada? Moscú no lo va a condecorar.
—Soy arquitecto —replicó Gólem con tranquilidad.
—¿Qué clase de arquitecto es usted si no entiende una mierda? Y, en suma, ¿por qué quiere embaucarme? Llevamos hablando una hora entera, ¿y qué me ha contado? Bebe mi ginebra y me llena de niebla. Es una vergüenza, Gólem. Y miente en todo.
—En todo, no. Aunque algo hay. No tienen úlceras purulentas.
—Déme el vaso —dijo Víktor—. Ya está borracho. —Se sirvió y bebió—. Váyase al demonio, Gólem. ¿Qué necesidad tiene de todo esto? ¿A qué juega? Si puede contar algo, cuéntelo, y si se trata de un secreto, no tenía por qué comenzar.
—Eso tiene una explicación muy sencilla —dijo Gólem con aire bonachón mientras estiraba las piernas—. Soy un profeta, usted mismo me lo ha dicho. Y todos los profetas están en la misma situación: saben mucho, tienen ganas de contarlo, de compartirlo con un interlocutor agradable, de jactarse para parecer más importantes. Pero cuando comienzan a hablar, surge una sensación de incomodidad, de desagrado... Por eso cuentan fábulas, como el buen Dios cuando le preguntaron por la piedra.
—Como quiera —dijo Víktor—. Iré a la leprosería y lo averiguaré todo sin usted. Déme alguna pista...
Percibía con cierto interés cómo se le entumecían las manos y los pies, y pensaba lo bueno que sería beber un último vaso para terminar y echarse a dormir, y después despertar para ir a ver a Diana. Entonces la cosa no saldría tan mal. Y en general, nada iba tan mal. Se imaginó cómo Diana cantaría la canción del submarino y se sintió perfectamente. Tomó el remo húmedo que yacía en la popa, lo utilizó para apartarse de la orilla y el bote comenzó a oscilar al momento. No llovía en absoluto, el crepúsculo era purpúreo y los remos rozaban la cresta de las olas. Yacer en el fondo... Y se hubiera tendido allí, pero le resultaba violento porque junto a su oído susurraba sin prisa la voz de Gólem.
—Son muy jóvenes —decía—, lo tienen todo por delante, y nosotros sólo los tenernos por delante a ellos. Por supuesto, el hombre será el dueño del Universo, pero no se trata de un titán de mejillas rosadas con grandes músculos, y por supuesto, el hombre aprenderá a controlarse, pero antes debe cambiarse a sí mismo. La naturaleza no engaña, cumple sus promesas, pero no como lo habíamos pensado, y con frecuencia no como lo hubiéramos deseado...
Zurzmansor, que estaba sentado en la proa del bote, volvió la cabeza y se vio que no tenía rostro, llevaba el rostro en las manos y ese rostro miraba a Víktor: un rostro bueno, honesto, pero daba náuseas y Gólem no se callaba, continuaba zumbando...
—Acuéstese a dormir —balbuceó Víktor mientras se estiraba en el fondo del bote. Las cuadernas le presionaban los costados, estaba muy incómodo, pero tenía mucho sueño—. Acuéstese a dormir, Gólem...
Al despertarse descubrió que se encontraba en su cama. Estaba oscuro y la lluvia tamborileaba en la ventana. Levantó un brazo con dificultad y tendió la mano hacia la lámpara de noche, pero los dedos tropezaron con una pared fría y lisa.
«Qué raro —pensó—. ¿Dónde está Diana? ¿Será esto el sanatorio?» Intentó lamerse los labios, pero la lengua, hinchada y rugosa, no le obedecía. Tenía muchas ganas de fumar pero no podía hacerlo, de ninguna manera... Ah, claro, quiero beber. «¡Diana!», llamó. Claro, no estoy en el sanatorio. En el sanatorio la lámpara de noche está a la derecha, y aquí hay una pared. «¡Ah, es mi habitación!», pensó, encantado con la noticia. ¿Cómo he llegado hasta aquí? Estaba tapado con una manta y llevaba sólo la ropa interior. Alguien me desvistió. Aunque es posible que lo haya hecho yo mismo... Se frotó una pierna con la otra. Aja, estoy descalzo. Diablos, me pican los brazos, tengo ronchas, las habitaciones están llenas de chinches. Me mudaré. ¿Adonde iba en el bote? Ah, Pavor es quien ha traído esas chinches... Recordó a Pavor de repente y se sentó, sintió un mareo y volvió a acostarse. Hace tiempo que no bebía tanto, pero... Pavor... Trébol plateado... ¿Cuándo fue? ¿Ayer? Hizo una mueca y comenzó a rascarse con furia el brazo izquierdo. ¿Ahora es de mañana o de noche? Seguramente, de mañana... Pero puede que sea de noche. «¡Gólem! —recordó—. Gólem y yo nos bebimos una botella entera. Sin diluir. Y antes de eso, bebí media botella con el larguirucho. Y antes, también había bebido algo. ¿O eso fue ayer? Espera, ¿hoy es hoy o ayer? Tenía que levantarme, que beber algo... No —pensó con terquedad—. Antes debo tratar de entender.»