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En la botella quedaba todavía un poco de ginebra, el pobre Gólem no se lo había bebido todo, pobre y viejo falso profeta... Y no era un falso profeta porque sus profecías no fueran correctas, sino porque no era más que una marioneta parlante.

«Siempre te querré, Gólem —pensó Víktor—, eres una buena persona, un tipo inteligente, pero solamente eres una persona...» Vertió los restos en el vaso, bebió el licor con un gesto habitual y, sin tiempo para tragarlo, corrió al baño. Sintió náuseas. «Diablos —pensó—, qué porquería.» Vio en el espejo su rostro, arrugado, algo hinchado, con ojos extrañamente negros y grandes. «Esto es todo —pensó—, es todo. Víktor Bánev, borracho y fantasma. No beberás más, no cantarás a gritos y no te burlarás a carcajadas de las tonterías, no contarás chistes idiotas con lengua estropajosa, no pelearás, no te enfurecerás ni harás el gamberro, no asustarás a los transeúntes, no reñirás con la policía, no discutirás con el señor Presidente, no te dejarás caer por los bares nocturnos con tu grupo chillón de jóvenes seguidores...» Volvió a la cama. No deseaba fumar. No deseaba nada, todo le daba náuseas y se entristeció. El sentimiento de pérdida, que primero había sido leve, apenas perceptible, como el contacto con una telaraña, crecía. Entre él y aquel mundo que tanto amaba crecían lúgubres filas de alambre espino. «Todo tiene su precio —pensó—, y mientras más recibes, más tienes que pagar, por la vida nueva hay que pagar con la vida vieja...» Se rascó los brazos con ferocidad, arrancándose la piel sin darse cuenta.

Diana entró sin llamar antes a la puerta, se quitó el impermeable y se detuvo delante de él, sonriente, cautivadora. Levanto los brazos para arreglarse el cabello.

—¡Estoy helada! ¿Me dejas calentarme?

—Sí —respondió él, sin entender bien qué decía.

Ella apagó la luz y ahora Víktor dejó de verla, solamente oía la llave que giraba en la cerradura, el sonido de los broches al soltarse, el susurro de la ropa y el golpe de los zapatos al caer al suelo. Después, ella estaba a su lado, cálida, suave, perfumada, y él seguía pensando que todo había terminado, la lluvia eterna, las casas lúgubres con techos agujereados, la gente extraña y desconocida, vestida de ropa negra empapada, con vendas empapadas sobre el rostro... Ellos se quitaban las vendas, se quitaban los guantes, se quitaban los rostros y los guardaban en armarios especiales, sus manos estaban cubiertas de úlceras supurantes: angustia, terror, soledad... Diana se pegó a él, que la abrazó con un gesto maquinal. Ella seguía siendo la de antes, pero él ya no lo era, ya no podía serlo, porque ahora no necesitaba nada.

—¿Qué te pasa, pequeño mío? —preguntó Diana, cariñosa—. ¿Bebiste demasiado?

Víktor le retiró la mano de su mejilla. Sintió que el terror se apoderaba de él.

—Espera —dijo—. Espera un momento.

Se levantó, palpó la pared hasta encontrar el interruptor, encendió la luz y permaneció de espaldas a ella durante varios segundos, sin atreverse a volverse, pero finalmente lo hizo. Ella estaba bellísima. Seguramente estaba más bella que en cualquier otra ocasión, siempre estaba más bella que nunca, pero esta vez parecía salida de un cuadro. Sintió orgullo por el ser humano, admiración por la perfección humana, pero nada más. Ella lo miró, con las cejas enarcadas por el asombro, después se asustó al parecer porque de repente se sentó y Víktor vio que sus labios se movían. Decía algo, pero él no la oía.

—Espera —repitió—. No puede ser. Espera.

Se vistió con prisa, febrilmente, repitiendo todo el tiempo: «espera, espera». Pero ya no pensaba en ella, no se trataba solamente de ella. Salió al pasillo, quiso entrar a la habitación de Gólem, pero le costó comprender que la puerta estaba cerrada, pensó un momento adonde ir y a continuación echó a correr escaleras abajo, al restaurante.

«No quiero —repetía—, no quiero, yo no he pedido esto.»

Gracias a Dios, Gólem estaba en el lugar habitual. Sentado, con los brazos detrás del respaldo de la silla, miraba a través de la copa con coñac. Y el doctor R. Kvadriga estaba rojo y agresivo.

—Son los mohosos —gritó el doctor al ver a Víktor—. Canallas. Lárgate.

Víktor se dejó caer en su silla y Gólem, sin decir palabra, le sirvió coñac.

—¡Gólem! ¡Ay, Gólem, me he contagiado!

—¡Nos lo han inoculado! —proclamó R. Kvadriga—. ¡A mí también!

—Tómese el coñac, Víktor. No tiene que asustarse de esa manera.

—Váyase usted al diablo —dijo Víktor aterrorizado, clavándole la mirada—. Tengo la enfermedad de los gafudos. ¿Qué debo hacer?

—Bien, bien —respondió Gólem—. De cualquier manera, beba. —Levantó un dedo y le gritó al camarero—: ¡Soda! Y un poco más de coñac.

—Gólem —dijo Víktor, desesperado—, usted no lo entiende. No es posible. ¡Le digo que me he contagiado! ¡Estoy enfermo! Eso no es justo... Yo no quería... Usted dijo que no era contagioso...

Se horrorizó al pensar que hablaba de manera incoherente, que Gólem no lo comprendía y creía que sólo estaba ebrio. Entonces puso sus brazos ante el rostro de Gólem. Tumbó la copa, que rodó por la mesa y fue a parar al suelo.

En un primer momento, Gólem retrocedió, después miró atentamente, se inclinó hacia delante, tomó la extremidad de Víktor por la punta de los dedos y se puso a examinar la piel, hinchada y arañada. Sus dedos eran fríos y duros. «Es todo —pensó Víktor—, es el primer examen médico, después vendrán otros, y falsas promesas de que aún hay esperanzas, y pociones tranquilizantes.» Pero después se acostumbrará y no habrá más exámenes médicos, y se lo llevarán a la leprosería, le cubrirán la boca con un trapo negro y eso será el final de todo.

—¿Ha comido fresas? —preguntó Gólem.

—Sí —respondió Víktor con humildad—. Fresones.

—Debe de haberse zampado un par de kilos.

—¿Y qué tienen que ver en esto los fresones? —gritó Víktor, retirando los brazos de un tirón—. ¡Haga algo! No es posible que sea tarde. Apenas ha comenzado...

—Deje de gritar. Tiene una erupción alérgica. No puede comer fresones en tales cantidades.

Víktor aún no entendía nada.

—Pero usted mismo dijo —balbuceó, mientras se miraba los brazos—, el sarpullido... las ronchas...

—Hasta las chinches ocasionan ronchas —dijo Gólem, en tono de preceptor—. Tiene una reacción alérgica ante una serie de sustancias. Y una imaginación demasiado irracional. Como la mayoría de los escritores. Vaya leproso...

Víktor se sintió revivir. En su mente se repetía una idea: «Me he librado, parece que me he librado. Si es así, no sé qué haré. Dejaré de fumar...».

—¿No me está mintiendo? —preguntó, en tono lastimero.

—Beba coñac. —Gólem sonrió, burlón—. Cuando se tiene alergia, no se debe beber coñac, pero usted beba. Tiene un aspecto penoso.

Víktor tomó su copa, cerró los ojos y se la bebió. ¡Nada! Una leve náusea, pero eso a causa de la cogorza de la noche anterior. Ahora se le pasaría. Y se le pasó.