A fin de cuentas, el fin justifica los medios. Y dicen que en el amor todos los medios son válidos. Por supuesto, ella lo esperaba y estaba preparada. Y él no estaba preparado en absoluto. Después, él se dio cuenta de que, un poco más (¿un poco más qué?), y habría salido corriendo o se hubiera desmayado.
Me levanté con un esfuerzo, gimiendo, metí la mano bajo el diván y saqué del rincón más alejado y oscuro la colilla de la que llevaba un año entero acordándome. Me fui a la cocina, la encendí de pie junto a la ventana, y por un instante me asombré del hecho de que el humo de tabaco no actuaba sobre mí de ninguna manera, como si en lugar de humo estuviera absorbiendo un aire cálido y aromático.
Katia era delgadita, de hombros y caderas estrechos, con senos redondos, protuberantes. Vestía una batita gris de orfanato, que parecía un saco. Sin decir palabra, tomó de la mano a F. Sorokin y lo hizo entrar en su pequeña habitación, regresó a la puerta y la cerró quedamente, hizo chasquear el pestillo, y después se volvió hacia él y se puso a mirarlo, con las manos colgando al lado del cuerpo. La batita estaba abierta y debajo se veía la piel desnuda, pero lo primero que vio F. Sorokin fue que ella era roja, desde la frente hasta los senos, y sólo después vio el resto. ¡Qué espectáculo para un mocoso sexualmente maduro, que hasta ese momento sólo había visto mujeres desnudas en reproducciones de Rubens! Bueno, y también en postales pornográficas, se las había enseñado Borka Kutúzov (destrozado por un proyectil en agosto del cuarenta y uno).
Se veían con bastante regularidad. Exactamente el día acordado, a la hora convenida. F. Sorokin subía sin hacer ruido hasta el piso número 19. Por lo general, eso ocurría por la tarde, a las tres o las cuatro, tras regresar de la escuela. Por supuesto, él no llamaba ni apretaba el timbre. La puerta se abría. Katia, vistiendo su batita de orfanato sobre el cuerpo desnudo, lo agarraba de la mano, lo llevaba a su pequeña habitación y se encerraban allí para gozar el uno del otro con ansias y prisa, y unos veinte minutos después F. Sorokin salía al pasillo semioscuro, silencioso y alerta como indio apache en un sendero de guerra, abría al tacto la cerradura francesa y salía al descansillo de la escalera. Hablaban poco, sólo en susurros, y durante toda aquella historia de amor, monótona pero intensísima, nunca pudieron estar juntos más de media hora seguida...
Y la historia resultó increíblemente intensa, sin duda fue así para F. Sorokin, pero seguramente también para Katia. Tan pronto bajaba las escaleras al salir del piso número 19, F. Sorokin comenzaba a sentir añoranza de ella. Uno o dos días después, la añoranza era sustituida por una tensa impaciencia. Llegaba el momento acordado y una alegría febril lo inundaba, causada también por cierto miedo a que el encuentro no tuviera lugar (eso ocurría a veces). Entonces se encontraban, y después venía la añoranza, la impaciencia, la alegría mezclada con miedo, y de nuevo el encuentro. Así una semana tras otra, otoño, invierno, primavera y finalmente, el maldito verano del cuarenta y uno. Y ni una vez F. Sorokin se sintió cansado de Katia, ni una vez sintió deseos, antes del encuentro, de que éste no tuviera lugar. Y al parecer, a ella le ocurría eso mismo.
Precisamente en esos días, en noveno grado, F. Sorokin progresaba con éxito en matemáticas superiores y trigonometría esférica, a la par que Sasha Arónov (murió de hambre en enero del cuarenta y dos), fabricaba telescopios de aficionado, trabajaba en los talleres de la Casa de las Ciencias Recreativas y manejaba las asignaturas escolares como si de un juego se tratara. Y continuaba su romance platónico con Liusia Neviérovskaia, y después de celebrar el Año Nuevo comenzó a flirtear con Nina Jaliyáeva (desapareció durante la evacuación), y hubo muchísimas otras tonterías y cosas sin importancia. F. Sorokin llevaba una vida activa en los estudios, la ciencia, sus relaciones sociales y personales, y nunca dijo a nadie una palabra, ni siquiera hizo una insinuación, de lo suyo con Katia.
Es difícil que lo único que los uniera fuera el apetito sexual, aunque se tratara del más desencadenado posible: eso no hubiera podido durar tanto tiempo, acompañado constantemente por momentos de añoranza, impaciencia, alegría y miedo. Tampoco se trataba de un amor romántico, del que describen los grandes escritores. Había algo de eso, de lo otro, seguramente también un poco del orgullo del chaval que posee a una mujer de verdad, y de la ternura femenina hacia un hombre que no la ofende, que no se jacta. Además, también habría algo de presentimiento.
Se vieron por última vez a finales de mayo, cuando comenzaban los exámenes.
Alrededor del diez de julio, F. Sorokin regresaba de construir un aeródromo junto a Kingisepp. Había madurado, ya había matado por primera vez a un hombre, a un enemigo, un fascista, y se enorgullecía de ello. De alguna manera se enteró de que una semana antes Katia se había marchado con toda su aula a construir zanjas antitanque en Gátchina (¿o en Pskov?).
A finales de julio llegó a la administración del edificio la notificación de que Katia había muerto durante un bombardeo.
Debilidad. Es simplemente mi debilidad. No sé la razón por la que hoy me siento débil. Pero, ¿por qué siempre me prohíbo recordar esto? El nombre, sí. Katia. Katia. Pero solamente el nombre. Seguramente porque después no volví a amar a nadie. Desde aquella época, F. Sorokin tuvo unas cuantas amantes, dos o tres mujeres de verdad, pero ningún amor.
Sonó el timbre del teléfono y regresé al despacho. Llamaba Rita, por fin. Y a tiempo.
Acababa de regresar de su reino perdido y quería pasar una velada con un hombre culto, del mundo literario. Su voz era limpia, alegre y saludable, y eso era maravilloso. Sentí deseos de verla inmediatamente. Pregunté qué tal ese mismo día, y me dijo que estaba en su oficina, donde debía trabajar hasta la hora de comer, pero que entonces podría darse a la fuga. Me alegré y al instante planeamos encontrarnos en el club a las tres en punto, para caer allí en éxtasis gastronómico.
—Para comenzar —dije con ganas de jaleo.
—Eso lo veremos más tarde —respondió ella, con más ganas todavía.
Como era de esperar, esta conversación cambió radicalmente mi punto de vista sobre la realidad circundante. El ambiente pasó de hostil a amistoso, la realidad perdió su carácter lúgubre y adquirió todos los tonos posibles del rosado y el azul celeste. El patio se iluminó notablemente y la feroz tormenta se convirtió en una nevadita ligera, casi festiva. Y todo lo sombrío que me rodeaba desde hacía varios días, todos aquellos encuentros extraños y desagradables, todas aquellas conversaciones intimidatorias, todos los rumores, los problemas, abstractos hasta hacía poco, que de repente adquirían una imagen concreta, toda aquella tenebrosa desesperación que me había cercado con un doloroso seto de espinas, se rompió de repente, retrocedió, y ante mí todo se volvió de un verde esmeralda, de un sol argentado, de un cielo nebuloso con un letrero que parpadeaba, anunciando: «¡Nos libraremos de ello!». Y mi costado apenas dolía ahora...
¿Para qué sigues tocando la trompeta, chaval?
¿Por qué mejor no reposas en tu tumba, chaval?
Ante todo, fui al baño y me afeité con esmero. Rita no soporta ni el más leve indicio de barba. A continuación, pasé un trapo húmedo por todas las mesas y armarios. Rita no soporta el polvo sobre superficies pulidas. Cambié la ropa de cama. Rita y yo sólo aprobamos sábanas limpias, crujientes, almidonadas. Froté aplicadamente copas y vasos, examinando el vidrio a trasluz, limpié los cubiertos con un polvo especial, limpié la bañera y la taza del inodoro. Y para terminar, saqué la aspiradora y limpié el suelo de toda la casa.