—Oh, aquí está Mijaíl Afanásievich en persona —dijo de repente el anciano con alegría—. ¿Qué tal, Mijaíl?
Miré. Una noche de invierno del año cuarenta y uno, cuando regresaba a casa desde mi trabajo en una fábrica de granadas, hubo una alarma aérea y cayó una bomba sobre una casita de madera a mis espaldas. Volé por los aires, pasando por encima de la valla puntiaguda de un jardín y caí suavemente de espaldas sobre un enorme montón de nieve. Quedé allí atontado, mirando al cielo con sorpresa, contemplando cómo volaban leños ardientes por encima de mí, lentamente y dándose importancia.
Y con ese mismo asombro atontado contemplé ahora cómo atravesaba el restaurante Mijaíl Afanásievich, mi triste interlocutor de ayer, ahora sin su bata azul de laboratorio, enfundado en el mismo traje gris del día anterior. Vi cómo se movían sus labios, le respondió algo a Apollen Apollónovich y a mí no me vio, o no me reconoció, y siguió adelante, hacia la salida, hacia el vestíbulo del palacio de la vieja princesa. Y cuando se perdió tras la puerta, en el muerto silencio que tiene lugar tras un espantoso estallido resonó la voz chirriante de Apollen Apollónovich.
—Va a la biblioteca —dijo, con cierta intimidad, como en confianza—. O al comité del partido.
Pero yo, en ese momento, ya estaba de pie, listo a seguirlo. ¿Tenía preguntas que hacerle? Sí. Tenía. Por supuesto. ¿Quería pedirle consejo? Sin duda. Claro que sí. Todo lo que me había imaginado amargamente por la mañana retornó a mí una vez más, como los vapores mefíticos de una poción de brujería. Y se me hizo indispensable saber si lo había entendido correctamente, y si eso era así, qué debía hacer ahora con semejante conocimiento. Aunque fuera sólo por esa razón, valía la pena correr tras él, pero lo principal no era eso.
De repente, me di cuenta de quién era aquel triste conocido de la calle Bánnaia, quién era Mijaíl Afanásievich. Ahora todo me parecía tan obvio como increíble. Este encuentro era la culminación de mi semana estéril y fantasmagórica, durante la cual el que rige mi destino abrió ante mí todo un abanico de posibilidades, ninguna de las cuales pude o quise asumir, y todo aquello desapareció como agua entre la arena, sin dejar otra cosa que la espuma sucia del alivio filisteo. Y ahora, aquí estaba la última oportunidad. Posiblemente, la más improbable. Y no importa que lo que promete no esté por encima de mi bocadillo habitual, pero si ahora la dejo pasar, si en aras de una soliankade carne con aceitunas dejo que desaparezca, o incluso en aras de mi perfumada Rita, entonces no me quedará nada y no tendré más razones para volver a abrir mi Carpeta Azul.
—O bien yo soy un gran escritor ruso, o me comeré estas gachas... —escuché como en sueños un balido asqueado y señorial.
Y como en sueños, volví la cabeza y vi un rostro grueso y alargado con el labio inferior colgando en señal de desagrado sobre un plato humeante, que desapareció ante mi vista tras la espalda encorvada de un camarero.
En ese momento, con toda claridad, vi en la puerta del pasillo a Rita, que vestía el traje color arena que tanto me gustaba. El destello de sus pendientes se clavó en mis ojos cuando ella volvió lentamente la cabeza, buscándome en la sala. Pero me oculté, con miedo, y algo encorvado corrí presuroso por la alfombra hacia la puerta tras la cual había desaparecido Mijaíl Afanásievich. Por mi cabeza cruzó un amargo pensamiento: de nuevo estoy realizando un acto por el que tendré que justificarme y disculparme, pero espanté aquella idea porque todo eso ocurriría después, y en aquel momento tenía por delante algo inconmensurablemente más grande.
Mijaíl Afanásievich no estaba en el comité del partido. Allí estaba Tátochka, golpeando estruendosamente su máquina de escribir, y a su lado, derrumbado en el butacón, con la redonda panza liberada de la chaqueta, había un sátiro de nariz y labios rojos, rozagante más bien, con la expresión en el rostro de quien está arengando en una tribuna. Le dictaba, de una hoja.
—...y debemos luchar contra el abstraccionismo en la literatura, y lucharemos contra él con la misma energía que contra el abstraccionismo en la pintura, en la escultura, en la arquitectura...
—¡Y en la zootecnia! —grité para hacerlo callar.
Se detuvo, cegado quizá por el giro que prometía la nueva temática.
—¿Ha pasado Mijaíl Afanásievich por aquí? —le pregunté a Tátochka con celeridad.
—No —respondió ella, sin dejar de atronar en su máquina—. Hoy no viene. —Volvió el rostro exigente hacia el sátiro—:...en la arquitectura y en la zootecnia... ¡Continúe!
Encontré a Mijaíl Afanásievich en la hemeroteca, donde estaba totalmente solo, leyendo atentamente el número más reciente del Celador Trimestral.Ese mismo. Con la novela corta de Valia Demchenko, viva, invicta, retadoramente viva a pesar de haber sido despedazada, recortada, tres veces amputada.
Caminé hacia él y me detuve, sin saber qué decir ni cómo comenzar. De repente se apoderó de mí la sensación de que todo lo que ocurría era absurdo, me turbé, me dispuse a irme, pero en ese momento él puso a un lado la revista, me miró con expresión interrogante y enseguida sonrió.
—¡Ah! ¡Félix Alexándrovich! —pronunció, con su voz queda y pareja—. Hola. Siéntese, por favor, ahí tiene una silla libre.
—¿De quién es eso, de Capek? —pregunté, mientras obedecía su invitación.
—No, es de Hasek. ¿En qué puedo servirle, Félix Alexándrovich?
—Veo que conoce muy bien la literatura...
—No sólo eso, adoro la literatura. La buena literatura.
—¿Y cuando le surgen dudas sobre si es buena o no, la pasa por su máquina?
—¡Por favor, Félix Alexándrovich! Eso no sería digno de mí. Por cierto, yo tengo la culpa. Dije lo que no era, por eso le pido mil perdones. Por supuesto, la literatura no es buena o mala. La literatura únicamente es buena, todo lo demás debería llamarse papel para reciclaje.
—¡Exactamente! —me apresuré a insistir con cierta desesperación amarga—. La frescura es sólo una, la primera, que es a su vez la última. Y si el esturión es de frescura añeja, eso quiere decir que está pasado.
El cerró la revista, marcando con el dedo la página que leía, y me miró en silencio durante un tiempo. Yo lo miraba y me asombraba de su parecido con el retrato en el tomito marrón, y me asombraba que a lo largo de tres meses ninguno de nuestros charlatanes pudiera reconocerlo, y yo tampoco pude hacerlo a primera vista cuando estuve allí, en la calle Bánnaia.
—Félix Alexándrovich —dijo él, finalmente—, veo que me confunde con otra persona. Incluso creo saber con quién...
—¡Permítame, permítame! —grité con ardor, porque aquel intento de eludir el reconocimiento me decepcionaba, casi me ofendía—. No me va usted a negar...
—¡Claro que sí! —pronunció, inclinándose en mi dirección—. Mi nombre real es Mijaíl Afanásievich, dicen que es verdad que tengo cierto parecido, pero juzgue usted mismo: ¿cómo puedo ser esa persona? Los muertos mueren para siempre. Eso es tan cierto como que los manuscritos arden hasta convertirse en cenizas. Y no importa que él haya insistido en lo contrario [17].